XLV

Elisa Von Schuller llegó a la Karolinenplatz con cinco minutos de retraso, como indicaba el decoro, pero no había nadie esperándola.

Desde la reapertura de la sala de conciertos, había cambiado radicalmente el aspecto de la plaza, de nuevo ocupada por tiendas elegantes de altas vitrinas iluminadas en lugar de los negocios míseros y casi vacíos del año anterior.

Aquella noche, la sala de conciertos ofrecía un programa interesante, con obras de Schubert, Brahms y Mendelssohn y la plaza estaba llena de grupos y parejas saludándose entre sí mientras disfrutaban del buen tiempo. Elisa se alejó cuanto pudo de la zona más concurrida tratando de evitar que la viesen sola, y aprovechó su buena vista para buscar a lo lejos a Albert Hammerlein, su acompañante habitual durante los últimos meses. Pero el tiempo pasaba y Albert no aparecía.

Entonces recordó la advertencia de su padre sobre la necesidad de ir abrigada y empezó a sospechar que quizás Albert la hubiese telefoneado para cancelar la cita y nadie la hubiese avisado, pero por mucho que su padre detestase a Hammerlein no lo creía capaz de hacerla pasar por el ridículo de un plantón en plena Karolinenplatz. La razón tenía que ser otra, algo que no podía imaginar, pero fuera cual fuese, la angustia la atenazaba cada vez con más fuerza a medida que pasaban los minutos y la gente iba entrando al auditorio.

Cuando sonó la campanilla del último aviso, Albert no se había presentado. Con lágrimas en los ojos, Elisa pensó volver a casa, pero recordó que su padre tenía invitados y no quería que la visen regresar tan pronto, así que entró sola y se hundió en su butaca. Si la orquesta tocó algo, ella no lo oyó. Los cuarenta minutos que duró la primera parte de la velada los pasó conteniendo la rabia y el despecho y preguntándose qué tendría que ver su padre en aquella horrible situación. Porque Albert no podía haberle hecho aquello por descuido. Albert nunca le haría tal cosa: incluso si se hubiese puesto enfermo habría enviado alguien a avisarla.

Había conocido a Albert Hammerlein a finales del año anterior, durante la fiesta navideña que, contra todo pronóstico, se empeñó en ofrecer el padre de Anna Marie Von Trulow, su mejor amiga. Von Trulow procedía de una familia noble de Sajonia, aunque no había heredado el título por ser el tercero de cinco hermanos. Toda la ciudad sabía que las finanzas de Von Trulow no pasaban por su mejor momento, pero a pesar de ello, el viejo ingeniero militar, inventor de un nuevo sistema para construir puentes de campaña capaces de vadear ríos de hasta trescientos metros, no quiso renunciar a su fiesta. En vez de eso, tuvo la presencia de ánimo de decir públicamente que era tanto el placer que le causaba reunir a sus amigos en su casa que daba por bueno el vino blanco que aquel año, lamentablemente, sustituía al champaña de otras veces. Aquellas palabras, que en otro tiempo hubiesen avergonzado por igual al que las pronunciaba y a quienes las escuchaban, arrancaron fervorosos aplausos del centenar largo de invitados que abarrotaban el salón.

Albert Hammerlein se acercó a saludar y dar la enhorabuena al anfitrión por su coraje justo cuando estaba Elisa junto a él, y el propio ingeniero le presentó al aspirante a juez.

Desde el primer momento Albert mostró su interés por ella, y aquella noche bailaron juntos tres o cuatro piezas. Cuando llegó la hora de despedirse, el joven le preguntó si existía la posibilidad de volver a verse en el futuro y ella contestó que la ciudad no era tan grande como para no volver a verse nunca.

Al amparo de esta respuesta el joven se informó de los lugares a los que solía acudir ella, y desarrolló sus pesquisas con tan buen criterio que en los dos meses siguientes se vieron otra media docena de veces, en distintos actos sociales, y sobre todo culturales. Una tarde de febrero, al salir del teatro, Hammerlein se acercó a ella y le ofreció el brazo para cruzar la calle al resguardo de su paraguas, mientras Anne, una criada joven de la casa que hacía las veces de doncella, se quedaba atrás, mirándolos sorprendida.

Ya habían pasado los tiempos en que las muchachas de la buena sociedad no salían solas de sus casas y Elisa se sentía profundamente avergonzada de ir a todas partes acompañada de una doncella, como una muchacha de novela victoriana, así que en un arranque de coraje pidió a Anne que se volviera a casa y aceptó el café que Hammerlein le ofrecía.

Entrar en aquel café a solas con un joven fue para ella como el paso del Rubicón. Con Albert todo era nuevo y atrevido, aunque nunca sucediera nada de lo que debiera avergonzarse. Él se reía de sus miedos y le repetía que no debía preocuparse tanto de lo que opinase su familia, porque la gente que ha pasado la vida encorsetada y no se ha divertido nunca detesta ver cómo se divierten los demás.

Aquella idea caló hondo en el ánimo de Elisa, que recapituló lo que había sido su vida en los años anteriores y decidió intentar divertirse. Tenía veintisiete años, y aunque no le habían faltado pretendientes, ninguno había sido del gusto de su padre. Lamentaba en especial que la hubiese obligado a suspender su relación con Göring, aquel aviador que ahora visitaba su casa. Por lo visto, no era bastante para acompañarla en sus paseos por el Jardín Inglés, pero era más que suficiente para sentarse en el salón a beber coñac con su padre. Göring era un hombre culto, apuesto, elegante, y había recibido las máximas condecoraciones en la Gran Guerra, luchando como un héroe. Pero todo eso no había bastado: su padre lo llamaba el hijo del negrero, porque el viejo Göring había sido gobernador de una provincia africana antes del catorce. Cuando su padre insistió por segunda vez en que no debía ser vista con él, ella cedió y no volvió a recibirlo.

Lo mismo sucedió luego con Alois María Von Lebber. En este caso su padre no podía hacer comentario alguno sobre su linaje, más antiguo y más prestigioso que el propio, pero era de todos conocido que los Von Lebber se habían arruinado durante la guerra y estaban buscando la manera de sanear sus finanzas. Von Lebber era sin duda un cazadotes, pero era joven, simpático, amable y elegante. Y la trataba como a una reina. No había deseo de ella que él no lograse adivinar antes de que lo expresara. No había descuido que no le perdonase con una sonrisa, ni conversación en la que no intentase aportar algo, aunque no fuera de su agrado. Tal vez fuera un cazadotes; seguramente lo era, pero la quería a la vez que a su dinero, no por separado.

Dijera lo que dijese su padre, no se dejaría arrebatar tan fácilmente a Albert. Por orgullo, por aburrimiento, por miedo a la soledad. Por todo. Cuando Atila Takacs le sugirió que podían tomar juntos el té en su casa siempre que quisieran no pudo evitar abrazarlo. Takacs era uno de los pocos que tenían alguna influencia sobre su padre y pensó que si él la ayudaba, tal vez pudiera hacerlo cambiar de opinión. Pero habían pasado los meses y su relación se mantenía en la clandestinidad. Takacs la animaba mantenerse firme y los dejaba conversar o acariciarse a solas, pero si había hablado con su padre no había logrado su propósito. A pesar de todo, las cosas habían marchado razonablemente bien hasta aquel día. Cuando le dijo a Albert que su padre había jurado no dejarle ni un céntimo si seguía con él, Albert se echó a reír y le preguntó cuántos jueces había visto mendigando por las esquinas. Ese fue su único comentario.

Algo grave tenía que haber sucedido para que no acudiese aquella noche, y su padre estaba al corriente. No podía asegurarlo, pero su tono cuando le dijo que se abrigase lo señalaba como culpable. En cuanto sonaron los primeros aplausos, Elisa se levantó y salió rápidamente del auditorio. Enfurecida por la humillación, avanzó con paso rápido hacia el otro lado de la plaza, donde aguardaban los taxis. Entonces, cuando estaba a punto de abordar a uno de aquellos conductores de sonrisa siempre presente y siempre torcida, un joven se acercó a ella.

—¿La señorita Von Schuller? —le preguntó.

—Sí, yo soy —respondió sorprendida.

El joven sacó un sobre del bolsillo y se lo entregó.

—Lo envía el señor Hammerlein —dijo solamente antes de irse.

Elisa subió al coche, dio la dirección de su casa y abrió ansiosamente el sobre, incapaz de decidir lo que le gustaría que dijese la carta. Contenía una sola hoja:

Querida Elisa:

No creo que sea necesario jurarte que el tiempo que he pasado contigo ha sido el mejor que he disfrutado en mi vida. Sin embargo, entiendo que el amor nunca debe ser egoísta, y con dolor me obligo a comprender que mi presencia a tu lado no puede más que perjudicarte.

Tu padre se opone firme y tajantemente a que nos veamos, y ha llegado a advertirme de las consecuencias que podría tener para ambos la continuidad de nuestra relación. Los términos en que se ha expresado no son en modo alguno admisibles por un caballero, por lo que al encontrarme en la disyuntiva de enfrentarme abiertamente al padre de la mujer que amo o ceder a sus presiones, he resuelto tomar el partido que más te beneficie a ti, aun a costa de mi amor y mi dignidad incluso. Esta decisión, en tus circunstancias y en las mías, no puede ser otra que despedirme de ti y desear que el futuro te depare siempre lo mejor, que es lo que tu grandeza y bondad de corazón merece.

Tu siempre devoto

Albert.

Elisa arrugó la carta y abrió una ventanilla del coche para arrojarla por la ventana, pero al final cambió de opinión y guardó la bola de papel en su bolso.

—¿Le ocurre algo, señorita? —preguntó el taxista.

Elisa se dio cuenta entonces de que estaba llorando.

—No, nada. Muchas gracias.

El conductor se llevó la mano a la gorra al modo militar y siguió adelante, mirando de vez en cuando por el espejo retrovisor. Poco después, dejó a la muchacha delante de su casa.

Elisa pagó, bajó a toda prisa, y no respondió al saludo del criado.

—¿Hay alguien con mi padre? —preguntó.

—Está solo, señorita. Los dos caballeros que cenaron en casa se fueron hace unos minutos.

Elisa fue hacia el salón, abrió las puertas de un golpe, llegó hasta donde estaba su padre sentado y se encaró con él:

—¿Se puede saber por qué me has hecho esto? —gritó sin poder reprimir el llanto.

El barón ni siquiera se levantó de su sillón.

—Tu amigo no acudió a la cita, ¿verdad?

La muchacha sacó la carta arrugada de su bolso y la arrojó al suelo.

—¡Caramba!, ¿te ha enviado una nota? —preguntó el barón, divertido.

—Nunca esperé semejante indignidad de mi propio padre —gritó la joven.

El barón frunció el ceño.

—Creo que no estás en condiciones de portarte civilizadamente. Sube a tu cuarto y hablaremos más tarde.

Elisa sorbió la nariz, tratando de calmarse.

—Si subo a mi cuarto será para recoger mis cosas, y no me verás más.

El barón simuló una carcajada, pero le salió demasiado fría para resultar del todo creíble.

—¿Y qué harás entonces, criatura? —preguntó.

—Manchar tu nombre —vocalizó claramente Elisa remarcando cada sílaba.

El barón se levantó del asiento cómo si lo hubieran pinchado. Luego se calmó, se llevó las manos a la espalda y comenzó a pasear por el salón. No esperaba aquella reacción de su hija.

—¿Quieres saber lo que ocurrió? —preguntó después de un par de minutos de silencio que ella aguantó perfectamente.

—Por favor, padre —respondió ella, y esta respuesta fría y sin lágrimas inquietó más al barón que cualquier acceso de rabia.

—Como sabes, no me gusta nada que te relaciones con ese Hammerlein. Me parece un pelagatos y un aprovechado que ha encontrado su ocasión para dar un salto en la sociedad sin ningún esfuerzo. No apruebo que te veas con él y no consentiré de ningún modo que esa relación pase a mayores, por lo que creí mi deber interrumpirla antes de que su ruptura fuese verdaderamente traumática.

—¿Cómo te atreves a inmiscuirte así en mi vida?

El barón suspiró.

—So tuvieras una madre todo sería distinto, desde luego. Pero no tienes una madre y tengo que hacer yo su papel; y lo cierto es que no sé hacer de madre. Entiende esto, hija: ninguna madre lo toleraría, pero seguramente una madre sabría cómo hacértelo comprender. Yo, en cambio, no sé hacer otra cosa que prohibírtelo, y sé que no basta. Me pides que sea una mujer y no consigo serlo.

—Cada uno tiene que ser lo que es, y tú tendrías que ser un padre y no un carcelero —respondió ella con dureza.

El conde encaró a su hija y la miró fijamente, comprobando una vez más que tenía los mismos ojos que él.

—Te hablaré claramente, Elisa: yo no sé ser una mujer y ese Hammerlein no sabe ser un hombre. Mandé a un amigo con una carta para decirle que si volvía a verte le rompería la cabeza. Así de simple y así de claro.

Elisa se cubrió las manos con la cara.

—Es… ¡es horrible! —sollozó.

—Si ese Hammerlein se hubiese presentado aquí con dos pistolas y me hubiese dicho algo como «¡barón, bátase conmigo o desaparezca de mi camino!», tal vez hubiese cambiado de opinión. Era su oportunidad. Quise ser justo y darle una. Pero en vez de echale arrestos te deja plantada frente al auditorio y se despide de ti por carta. ¿Qué clase de hombre es?, ¿qué clase de juez va a ser un mequetrefe como ese que cede ante la primera amenaza?, ¿qué clase de vida tendrías con él?

—No me engañas, padre —replicó Elisa.

—No trato de engañarte, hija. Ahora ya sabes que lo amenacé y que no apareció por miedo. Seguramente te habrá escrito que teme por ti, o cualquiera de esas frases blandengues que abundan en las novelas y en los epistolarios de diez peniques de los que los soldados copian las cartas a sus novias, pero ya sabes lo que ocurrió. Y sabes qué clase de hombre es. Comprendo que estés dolida, pero cuando reflexiones me lo agradecerás. Si hubiese venido aquí con dos pistolas…

—No me lo creo, padre —atajó ella.

—¿Dudas de mi palabra? —preguntó el barón, ofendido.

—Sí, padre. Dudo que hubieras amenazado también a Göring si yo te hubiese desobedecido cuando me mandaste no verlo más. Porque él si hubiese venido con dos pistolas. Si lo hubieses amenazado, él habría venido a matarte, y no creo que por eso lo hubieras apreciado más.

El barón palideció.

—¿Qué pinta ese Göring en esto? —gritó, perdiendo el dominio sobre sí mismo.

—Rechazaste a Göring porque no era rico y rechazas a Hammerlein porque no es rico. No me creo tus cuentos sobre el valor, padre.

—¿Qué tiene de malo desear lo mejor para una hija? —se defendió el barón.

—¿Qué tiene de malo desear un marido guapo, amable y que te quiera?

—¿Y tiene que ser necesariamente un desharrapado, maldita sea? —bramó el barón.

Elisa apretó la mandíbula y cruzó los brazos sobre el pecho. El barón creyó estar viéndose a sí mismo cuando era joven.

—¿Me das tu permiso para hablarte con toda franqueza, padre?

—Habla.

—Creo que ningún pretendiente será bueno para ti, porque aunque puedas pagarte treinta criadas, tener una hija soltera es la mejor garantía de disfrutar una vejez confortable, y eres tan egoísta que prefieres ver cómo me marchito a quedarte solo en esta casa.

—¿Eso es lo que piensas? —preguntó el barón, secándose el sudor de la frente.

—Sí, padre.

—Pues yo también voy a hablarte con franqueza, hija.

—Te lo suplico, padre.

—No estoy dispuesto a convertir mi nombre, mi casa y mi patrimonio en una ficha de casino. No eres bonita. No eres tonta, pero no despuntas en nada. Eres una mujer descuidada que dice impertinencias sin quererlo. Ni siquiera sabes desenvolverte en sociedad. Con esas prendas, a tus veintisiete años no has tenido un solo pretendiente a la altura de tu apellido; y no culpo a los jóvenes de nuestra clase de no fijarse en ti. Por tanto, tengo que entender que los que están dispuestos a cargar contigo es por tu dinero, porque lo cierto es que no tienes nada más. Y no estoy dispuesto a prestarme a eso.

En cualquier otro momento Elisa se hubiera echado a llorar, pero sabía que después de lo que había dicho a su padre tenía que esperar alguna respuesta como esa y la encajó dominando su dolor.

—Puede que tengas razón, padre. No soy ciega, y me miro en los espejos, y me comparo con otras muchachas, y me encuentro fea. Y no soy graciosa. Y a veces hablo sin pensar y me avergüenzo de las cosas que me escucho decir. Y no tengo esa gracia ingenua de otras que animan cualquier reunión. Dinero, padre, y tuyo, es lo único que tengo. Y cuando te he pedido un vestido, jamás me lo negaste. O un viaje a Italia. O incluso una casita en el campo que nunca te pedí, pero que me encanta. Has sido el padre más generoso del mundo.

—Te agradezco que lo reconozcas —repuso el conde un tanto desconcertado.

Elisa se arrodilló ante su padre.

—Pero dime, padre: si otras compran vestidos, collares y palcos con su dinero, ¿qué tiene de malo que quiera yo comprar un marido que me guste? Soy una chica sencilla. Nunca te he pedido joyas, ni caprichos, ni casi nada. Por favor, padre, no quiero quedarme sola. Te lo suplico, padre: cómprame el marido que yo te pida.

El barón retrocedió espantado, dudando si acababa de presenciar la mayor mascarada de cinismo que había visto en su vida o el más patético acto de desesperación.

—Hablas… Hablas como una perra en celo, ¡quítate de mi vista!

—¡Padre, por Dios! —se deshizo ella en llanto

—¡Quítate de mi vista, desgraciada! —exigió el barón dándole la espalda.