A las once menos cuarto de la noche, Sepp Lammers se reunió con dos de sus hombres a la puerta de una taberna de Freising. Desde que había oído decir que la policía le andaba buscando era mucho más prudente en sus salidas y se había trasladado a esta localidad, unos cuantos kilómetros al norte Munich. A Lammers le daba igual vivir en un sitio que en otro, así que se había despedido de la pensión donde se alojaba diciendo que emigraba a Canadá, y otro tanto le había dicho a su patrón en el almacén donde había trabajado como cargador y descargador durante los dos últimos años. A veces echaba de menos a Karina, pero sabía que no era prudente ir a verla. Más adelante volvería a buscarla.
Si los negocios seguían marchando como en los últimos meses, ya nunca más tendría que descargar cajones, ni sacos de hortalizas. Si las cosas marchaban bien, ya no tendría que matar más por dinero. Aquella noche sería la última. Eso le había dicho Göring y nunca había tenido motivo para dudar de su palabra.
—Vamos —le indicó al de la nariz aguileña, haciendo un gesto en dirección a un coche negro que había aparcado al otro lado de la calle.
Los tres hombres se subieron al vehículo. Lammers iba a ponerse al volante, pero prefirió dejarle el puesto al más viejo del grupo, un hombre alto y fornido, de unos cuarenta años, al que le faltaba el lóbulo de la oreja izquierda.
—¿Dónde vamos?
—Al convento de las diaconisas. Allí nos espera Jürgen —repuso Lammers.
El conductor puso en marcha el coche y no tardaron en dejar atrás Freising. A aquella hora toda la carretera era para ellos.
—¿Es difícil el trabajo de hoy? —preguntó el de la nariz aguileña.
—Como el de la Hermandad de Armeros, más o menos —repuso Sepp.
—Aquello fue pan comido.
—Pero hoy podrás sacudirle a un verdadero ricacho.
—¿A quién?
—Ya lo verás —repuso Lammers, que nunca anticipaba una sola palabra sobre sus víctimas o cualquier otra parte de sus planes.
Tal y como habían acordado, frente al convento de las diaconisas, apoyado en una farola, los esperaba Jürgen, un joven moreno de ojos pequeños y sonrisa de conejo.
—¿Cuánto cobras, guapa? —bromeó Lammers desde el coche.
—Ya pensé que no veníais —se quejó el joven, antes de subirse.
—¿Traes todo el equipo? —preguntó Lammers.
El joven sacó una granada de mano de cada bolsillo de la chaqueta. Eran dos típicas granadas de palo y se permitió tamborilear con ellas en la espalda de Lammers.
—¡No juegues con esas cosas, maldita sea! —le increpó el de la nariz prominente—. ¡Me pones nervioso!
—¿Tienes idea de cuántas como estas he lanzado? Más de quinientas.
—Me da igual. Algún día la pifiarás y no quiero estar cerca.
El joven moreno iba contestar algo, pero Lammers le mandó que guardase las granadas y obedeció sin rechistar.
—Tuerce a la derecha —indicó Lammers al conductor—. Y para en el primer callejón.
El hombre del pelo entrecano detuvo el vehículo y los cuatro se bajaron. Lammers fue a la parte trasera y le entregó un hacha a Max, el conductor. A los otros dos les dio una ametralladora a cada uno.
—No son del modelo habitual, pero supongo que sabréis manejarlas, ¿no?
Ambos asintieron.
—Tú, Jürgen, deja aquí las granadas. No nos hacen falta ahora.
—¿Y para qué son entonces?
—Para luego. Nos espera una noche ajetreada.
El aludido dejó las granadas y comprobó su ametralladora. El hombre de la nariz ganchuda hizo otro tanto mientras el más viejo sopesaba su hacha con gesto de preocupación. El asunto parecía serio y no le gustaba ir armado con tan poca cosa. Lammers exigió atención con un gesto.
—El objetivo es esa casa de enfrente. La que tiene una luz encendida en el piso de arriba. Max y yo nos acercaremos a la puerta principal y la derribaremos con el hacha. Vosotros nos seguiréis a diez o quince metros con los ojos bien abiertos. Si hay alguien vigilando en el exterior ponedlo fuera de combate antes de que pueda disparar contra nosotros.
Los dos hombres de las ametralladoras asintieron.
—Luego, cuando hayamos entrado, os unís a nosotros sin perder un segundo. En la casa encontraremos gente armada, tres o cuatro hombres a lo sumo. Cuento con que al menos uno venga a ver qué pasa cuando derribemos la puerta y ese es cosa mía, pero el resto nos puede causar complicaciones.
—¿Y no hay otra manera de hacerlo? —dudó Max, que se veía envuelto en un tiroteo armado únicamente con un hacha.
—Pueden esperar cualquier cosa menos que entremos en su casa a hachazos por la puerta principal. Brutalidad y sorpresa, ¿se te ocurre una combinación mejor? —repuso Lammers.
El interpelado escupió a un lado y pasó un dedo por el filo del hacha.
—Cuando quieras —aceptó.
—¿Todos listos? —preguntó Lammers.
Los hombres de las ametralladoras quitaron el seguro a sus armas y tiraron del cerrojo.
—Listo —dijo Jürgen.
—Listo —se sumó el de la nariz aguileña.
Lammers sacó su pistola del bolsillo, introdujo una bala en la recámara con un movimiento rápido y la volvió a guardar.
Luego, con paso rápido pero sin llegar a correr, fue con el hombre del hacha hasta la puerta, y le indicó que acabase con ella. Era una buena puerta de roble, pero Max sabía que cada segundo de tardanza multiplicaba el riesgo de recibir un disparo y en menos de medio minuto la redujo a astillas.
De la parte trasera de la casa surgió un hombre armado, pero antes de llegar a saber qué estaba pasando cayó abatido por dos ráfagas cortas de ametralladora. Lammers oyó pasos apresurados descendiendo las escaleras del primer piso y esperó a que alguien apareciese abajo. Nada más ver a una figura vestida de negro abrió fuego contra ella. Era un criado.
Alguien más se acercaba proveniente de la zona de la casa ocupada por la servidumbre. Los dos hombres de las ametralladoras se lanzaron al suelo, esperando el momento idóneo para disparar, pero quien quiera que fuese se lo pensó mejor y dio media vuelta.
Lammers hizo un gesto y el hombre de la nariz aguileña disparó una ráfaga y conminó a rendirse a quien estuviera en aquella parte de la casa. Una anciana apenas vestida con un camisón blanco salió con las manos en alto.
—Al suelo y con las manos en la cabeza —ordenó el de la ametralladora. La vieja obedeció inmediatamente.
Lammers dedicó un breve vistazo a la que seguramente era el ama de llaves de la casa y señaló luego con un gesto hacia la escalera. Jürgen iba a subir, pero el propio Lammers prefirió ir delante, con la pistola en la mano, como siempre había hecho en las acciones de combate.
Los dos hombres de las ametralladoras dispararon algunos tiros por encima de la cabeza de su jefe para cubrirlo, pero no había nadie que ofreciese resistencia.
El piso de arriba estaba conformado por un largo pasillo con puertas a ambos lados. Al fondo a la derecha se abrió una de ellas y un hombre se arrojó al suelo, pero antes de que pudiese abrir fuego con su pistola recibió una lluvia de plomo de las dos ametralladoras y la pistola de Lammers. En la habitación de donde había salido el hombre armado había otro, que viéndose rodeado levantó las manos en señal de rendición. Lammers le voló la cabeza de un único y certero disparo.
Luego fueron abriendo una a una las puertas, hasta encontrarse con una que estaba cerrada con llave. Seguramente era la de la estancia que se veía iluminada desde la calle. Lammers ordenó a los hombres de las ametralladoras que abriesen fuego para obligar a quien estuviese dentro a ponerse a cubierto, y Max blandió de nuevo el hacha para acabar con la puerta. Dentro sonaron dos grandes detonaciones y dos proyectiles atravesaron la pared. Uno de ellos alcanzó a Jürgen, que se quedó mirando al techo con los ojos muy abiertos por la sorpresa.
—¡Maldita sea! —exclamó Lammers, acabando de derribar la puerta de una patada.
Sonó una nueva detonación y Max celebró no llevar una ametralladora, pues el proyectil rebotó contra la hoja del hacha. La habitación estaba a oscuras, pero el hombre de la nariz ganchuda la roció con balas, guiándose por el fogonazo del arma. El revólver americano de Hans Fallen cayó al suelo, golpeando con estruendo la tarima.
De la esquina opuesta salieron varios disparos febriles y mal dirigidos, hasta que se agotó el cargador. Helmuth Arkmann siguió apretando el gatillo, ofuscado por el miedo, hasta que Lammers le partió la cabeza en dos con el hacha. Fallen aún vivía, pero el hombre de la nariz aguileña lo remató de dos disparos.
—¡Aprisa!, ¡vámonos! —urgió Lammers—. Aún queda trabajo.
—¿Qué hacemos con Jürgen? —preguntó Max.
Lammers se arrodilló junto al muchacho y comprobó que estaba muerto.
—Hamburguesas, si quieres. No sirve para otra cosa.
A lo lejos sonó una sirena de policía y los tres hombres se apresuraron a escaleras abajo. En la planta baja, la criada seguía tendida en el suelo, sollozante.
—Ya puede levantarse —invitó Lammers, ayudándola primero a ponerse en pie y luego a sentarse en una silla. A la pobre mujer no la sostenían sus piernas.
—Asesinos —acertó a articular la vieja.
—Sí, señora. Los mejores —repuso Lammers—. ¡Vámonos! —exclamó luego dirigiéndose a sus hombres.
Cruzaron la calle a la carrera, se subieron al coche y salieron a toda velocidad hacia el laberinto de calles de la parte antigua.
—Vamos al otro lado del río —ordenó Lammers.
—Maldita sea… —sollozó el hombre de la nariz aguileña.
—Silencio —impuso Lammers—. Vamos a hacer lo que tenemos que hacer y luego ya nos lamentaremos por Jürgen.
—¿Dónde vamos? —preguntó Max.
—Al Aloisius, en la Grimenstrasse.
—Lo conozco —señaló el conductor.
Los diez minutos que tardaron en llegar al cuartel general de Dullkraut los pasaron en silencio. Cuando bajaron del coche, el hombre de la nariz aguileña y Max empuñaron una ametralladora cada uno y Lammers se hizo cargo de las granadas. Esta vez no necesitarían el hacha.
Entraron los tres juntos en el restaurante y el camarero, sin mirarlos, les dijo desde detrás de la barra que ya estaba cerrado. Lammers disparó a quemarropa contra él y fue directamente hacia la puerta oculta que conducía al sótano.
Abajo había sólo cinco o seis hombres y no parecían haber oído el disparo del piso superior. Dos de ellos jugaban al billar mientras el resto charlaba tranquilamente en torno a una mesa. Dullkraut debía hallarse en un pequeño despacho al fondo del local, porque la puerta estaba entreabierta y había una luz encendida.
Uno de los que jugaban al billar vio bajar a Lammers por las escaleras y creyó reconocerlo. Lammers saludó con la mano, y como si fuese lo más normal del mundo, desenroscó la parte inferior del mango de una de las granadas, tiró de la cuerda que accionaba el estopín y la lanzó hacia la mesa donde estaban los cuatro hombres. Luego se puso a cubierto, y tras la detonación, sin esperar orden alguna, los otros dos abrieron fuego con sus ametralladoras. Uno de los hombres del billar había tenido tiempo de sacar una pistola, pero no tuvo ocasión de usarla.
Pegado a la pared mientras sus hombres lo cubrían, Lammers avanzó cautelosamente hasta el pequeño despacho.
—No me maten. Me rindo. Les daré lo que quieran —dijo Dullkraut desde dentro.
—Abra la puerta y ponga las manos en alto —exigió Lammers.
La puerta se abrió lentamente. Lammers le quitó el seguro a la otra granada y la arrojó al interior del cuartucho.
Dullkraut la vio y respondió con un grito estridente que sólo duró un par de segundos. Luego vino la detonación, el hundimiento parcial del techo y finalmente el silencio.
—Ahora ya podemos llorar tranquilamente por Jürgen —dijo Lammers.
Y una lágrima auténtica abrió un surco en el polvo que cubría su mejilla.