En ningún momento había dudado que Hitler tenía intención de volver a la política cuando las condiciones fuesen más favorables para él, pero de todos Müller salió satisfecho de la prisión de Landsberg: quizás en ese tiempo diese margen, a él y a la nación entera, para sofocar la locura del nazismo. Quizás cuando Hitler quisiera volver ya se habría pasado su momento.
Hubiese sido preferible deportalo a Austria, por supuesto, y nada lo hubiese impedido de no ser por la tibieza de los políticos. La documentación para solicitar la deportación estaba lista desde finales de marzo y el caso no admitía discusión: se trataba de un ciudadano extranjero que había delinquido en Alemania, por lo que podía ser expulsado a su país de origen. Sin embargo el Gobierno había preferido contemporizar, y el canciller austriaco, Ignaz Seipel, había encontrado un pretexto plausible para oponerse a recibir en su territorio a semejante indeseable: Hitler había luchado durante la Gran Guerra en las fuerzas armadas alemanas y había perdido de ese modo la nacionalidad austriaca. Por esa razón no lo aceptarían. Quizás meses atrás sí, pero ya no. Y todo porque los malditos políticos habían preferido esperar. ¿Esperar a qué? Eso no importaba. Para los políticos, esperar y negociar eran valores en sí mismos. El qué se espera o el qué se negocia carece de importancia.
Müller estuvo a punto de quemarse los labios con el cigarrillo mientras devanaba estos pensamientos. Cogió la colilla con dos dedos y la arrojó con magnífica puntería a una alcantarilla. A su regreso de Landsberg le había pedido al conductor que lo dejase delante del cuartel de bomberos y el camino hasta la Reisingerstrasse no era muy largo.
Había prometido a la viuda y al hermano de Lothar Strahler ir a verlos para explicarles lo poco que sabía sobre la muerte del detective Binder y quería ganar algo de tiempo hasta la hora acordada. Conociendo a Hitler, lo normal era pensar que hablaría durante una hora entera al menos, pero el líder reaccionario había despachado a la prensa en escasos cinco minutos, así que le había sobrado tiempo.
—Ese individuo es una molestia hasta cuando se calla —gruñó el comisario después de comprobar que aún era pronto.
La muerte de Binder cerraba las investigaciones sobre Strahler y el fiscal Seidl de manera inequívoca y Müller no podía menos que alegrarse de poder dejar al fin atrás un asunto tan desagradable. Lamentaba de todo corazón que hubiesen asesinado a aquel tipo de aspecto difuso y andar cansino, pero cuando pensaba que al fin se había deshecho de Krebs, de sus sospechas, y de aquella maldita historia, sólo sentía alivio.
Faltaban todavía veinte minutos para la hora convenida cuando llegó al número doce de la Reisingerstrasse, pero llamó a la puerta de todos modos. La suya no era una visita social y podía permitirse llegar antes de tiempo. Si no había nadie, volvería.
Gunther Strahler salió a abrirle, lo saludó con un frío apretón de manos y lo condujo al mismo salón donde se habían reunido la última vez; el mismo también donde habían aparecido muertos su hermano y el fiscal Seidl. La señora Strahler estaba sentada y no se levantó a saludarle.
Müller percibió la tensión en el ambiente y trató de relajarla explicando que venía de la rueda de prensa que había convocado Hitler para anunciar su retirada de la política. Todo había marchado a la perfección y por eso había acabado antes de tiempo.
—Puede que tengamos paz —comentó Gunther Strahler, complacido.
—Paz sí. ¿Y justicia?, ¿cree que tendremos justicia, comisario? —preguntó Magda con dureza.
Müller se sentía siempre un poco sobrecogido por aquellos ojos demasiado claros y demasiado penetrantes para una mujer de aspecto tan frágil. Cuanto más la conocía, menos se extrañaba de que se hubiese casado con un hombre tan inquietante como el difunto secretario del alcalde.
—La justicia nunca fue gratis. Hay que conquistarla, señora —respondió.
Gunther Strahler los miró a ambos, que sostenían aún el duelo visual, y se interpuso entregando un folio escrito al comisario.
—He redactado un comunicado para la prensa contando lo que sabemos: que el detective Binder investigaba a Helmuth Arkmann por su relación con la muerte del fiscal Seidl y la de mi hermano, y que ha sido a su vez asesinado en las proximidades de un local frecuentado habitualmente por Arkmann y su gente. Me gustaría que le echase un vistazo antes de que lo envíe.
Müller echó un rápido vistazo a la hoja.
—Si me permite un consejo, no están los tiempos para señalar tan directamente a un individuo como Arkmann. No me parece seguro.
Gunther se miró los zapatos. Hasta ese momento no había pensado en la reacción de Arkmann.
—¿Entonces cree que es mejor esperar? —preguntó.
—Sin duda. Además falta probar de algún modo la relación de Arkmann con los hechos de esta casa. No es lo mismo tener la certeza que las pruebas… —opuso Müller con prudencia.
—¿Certeza? —preguntó Magda.
Gunther suspiró.
—Mi cuñada sigue sin estar muy convencida de que ese miserable matara a mi hermano.
—Así es —refrendó ella.
—No hay nada más sagrado que el derecho a la duda —se permitió ironizar Müller—. Pero si me permite, en este caso estoy de acuerdo con su cuñado. El detective Binder había investigado a Arkmann y a varios de sus hombres, y todo apuntaba a que su esposo había hecho de mediador entre Arkmann y el fiscal Seidl.
—¿Puedo hablarle con franqueza, comisario? —preguntó la joven.
—No, Magda, por favor… —trató de oponerse Gunther.
—Creo que debo decirlo.
—Adelante, se lo ruego —solicitó Müller.
La mujer tomó aliento.
—En estas semanas he tenido tiempo de leer varias veces los recortes que trajo el señor Binder de lo publicado por los periódicos sobre el caso del estilete. Su amable aportación de la última vez que nos vimos me conmovió profundamente, pero me ha ayudado también, sobre todo tras leer esos artículos, a hacerme una idea más precisa a de lo que sucedió en aquellos tiempos.
—Lamento de veras mi brusquedad de entonces, pero celebro que le haya servido de algo.
—Me ha servido, comisario, para pensar que mi marido era realmente sospechoso de aquellas muertes. Yo lo conocía perfectamente y sé que Lothar jamás mató a nadie, pero comprendo que pensaran en él. Usted sabía que a resultas de un antiguo accidente mi marido no podía conciliar el sueño y creía que eso lo podía haber convertido en un perturbado. Tenía un montón de pruebas circunstanciales contra él, y alguna más allá de lo circunstancial.
—Ya hablamos de todo eso y estamos de acuerdo, señora —reconoció Müller.
—Ahora, si me lo permite, entra en juego mi imaginación. Yo conocía a Lothar y sé que nunca hubiese tolerado rebajarse, y menos ante un hombre como usted, si me disculpa por decir tal cosa.
—Magda, por favor —se escandalizó Gunther.
—Tiene razón, prosiga —solicitó el comisario.
—Para él, rebajarse significaba permitir que otra persona husmeara en sus asuntos. Usted es sin duda un buen policía, y como creía tener razones para ello, investigó a mi marido a conciencia. Y eso irritó a Lothar. Y Lothar le dedicó seguramente a usted más de una grosería y más de un más de un desplante. ¿Me equivoco?
—Se equivoca por completo. Siempre fue amable en extremo —negó Müller.
—La amabilidad no está reñida con el desprecio. Y usted sin duda lo percibió. Algunos periódicos hablan de su comportamiento en ese caso como una obsesión casi personal. No mencionan en qué consistía esa obsesión, pero me lo imagino: no le gustó a usted la arrogancia de mi marido y decidió cazarlo a cualquier precio.
—¡Magda, por Dios! —gritó Gunther.
—Prosiga, se lo ruego —invitó Müller.
—Después apareció el culpable, al que cogieron casi con las manos manchadas de sangre; y la prensa, el gobierno y hasta los partidos políticos que usted combatía magnificaron su triunfo, convencidos de que el asesino del estilete volvería a matar y eso significaría su caída definitiva. Y así hubiese sido. Pero usted orquestó o ejecutó la muerte de Lothar, convencido de que su puesto en la policía le mantendría impune. Eso dicen también veladamente algunos periódicos, o lo ponen en labios del comisario Krebs, que prefirió responderme con evasivas cuando fui franca con él.
—¡Magda, por Dios bendito, te has vuelto loca! —se lamentó Gunther, cubriéndose el rostro con las manos.
Müller, en cambio, permanecía frío.
—¿Ese es su punto de vista? —inquirió solamente.
—Esa es la idea general que me he hecho. Eran días muy duros. Usted estaba bajo la presión de un montón de problemas muy graves. Lothar era demasiado orgulloso. Pudo suceder así. Los artículos de periódico, cuando se leen a diario y de uno en uno, significan cosas muy distintas que cuando se leen con perspectiva y todos seguidos. Una cosa son los hechos que se cuentan y otra la impresión que transmiten. Y esa es la mía, comisario.
Müller chasqueó al lengua.
—Bien. Gracias. ¿Le interesa conocer ahora mi punto de vista?
—Por supuesto.
—Comisario, disculpe a mi cuñada… —trató de mediar Gunther.
—No hay nada que disculpar —replicó Müller sin apartar la vista de los ojos de ella. Le fascinaban aquellos ojos de fiera tan cercanos a unos labios de niña.
—Dígame, por favor —invitó la mujer desechando las reconvenciones de su cuñado.
—A su marido, ciertamente, le molestaba mi deseo de husmear en sus asuntos, pero su marido era un hombre inteligente en extremo, un hombre solitario rodeado de necios y necesitado de desafíos intelectuales; por ello, me permito asegurarle que disfrutaba realmente de su trato conmigo. Disculpe la falta de modestia.
La mirada de Magda perdió algo de intensidad.
—Es posible que tenga razón. Continúe, por favor.
—Por otro lado, todos sabemos que el difunto señor Strahler no podía dormir a resultas de su accidente. Lo que usted no contempla, señora, es que en tales circunstancias no es descartable que tratase de descansar de algún modo y que esto lo condujera a consumir ciertas drogas que aliviaran su mal. Así pudo entrar en contacto con la gente de Arkmann.
—¡Lothar jamás fumó opio, ni se inyectó morfina! —exclamó irritada la joven.
—Señora Strahler, las familias casi nunca llegan a sospecharlo siquiera, y un hombre que no puede dormir durante años recurre a lo que sea. A usted le resultará mucho más agradable pensar que al casarse se sintió liberado de su mal; lo comprendo muy bien, pero mi deber es ser objetivo: conoció a Arkmann y su banda porque eran sus proveedores. Cuando Arkmann fue detenido, se enteró de que el fiscal que llevaría su acusación era íntimo amigo de uno de sus clientes y le pidió que mediase. Algo salió mal y los mataron a ambos. Eso fue lo que averiguó Binder.
—No me imagino a mi hermano… —trató de oponerse Lothar.
—Los familiares son los últimos que se enteran. Y más en un caso como el de su hermano, que disponía de dinero para pagar lo que consumía sin que ello afectara a su modo de vida —acotó Müller.
—Seguramente, tenga razón, comisario, pero no me lo termino de creer —confesó la mujer.
Müller trató de sonreír.
—La ayudaré a convencerse con dos razones más, si quiere.
—Por favor —pidió ella tratando de distenderse.
—Uno de los interesados en la muerte de su marido podría ser yo mismo, por supuesto, pero sólo en el caso de que su marido fuese culpable. ¿Cree usted que su marido mató a siete personas clavándoles un punzón en la garganta?
—No puedo creer eso. ¿Y la segunda razón?
Müller miró fijamente a la joven, abandonándose al deseo de extraviarse en sus ojos.
—¿Cree que yo hubiese disparado contra usted?
Magda enrojeció.
—¿Y por qué no? —respondió después de unos instantes de duda que le parecieron escandalosamente largos.
—Repase sus impresiones, señora Strahler, que seguramente le dirán más que los periódicos —repuso Müller antes de levantarse de su asiento para marcharse.