XLI

La prisión de Landsberg am Lech contaba con un gran salón de actos donde a veces se reunía a los presos para alguna comunicación importante, pero teniendo en cuenta la calidad de su ilustre huésped, la rueda de prensa de Hitler se celebraría en el despacho del director.

La deferencia del director de la prisión, Otto Leybold, estaba en consonancia con los muchos y continuos privilegios de que Hitler había gozado desde que fuese internado, y a nadie le sorprendió siquiera que se le hubiese reservado el sillón del director de la cárcel.

Los fogonazos de las cámaras de fotos ametrallaron a Hitler cuando entró por una puerta lateral con paso decidido y gesto serio. Ocupó su asiento, esperó uno instantes a que cesase el murmullo en la sala y comenzó a hablar con la seguridad del que lee un documento concienzudamente redactado.

—En primer lugar, quiero darles las gracias a todos ustedes por estar aquí, y también por la atención que me han prestado durante toda mi vida pública, tanto en los momentos de lucha, como en las horas más amargas de mi comparecencia ante los tribunales. Sinceramente gracias.

Un par de destellos rezagados deslumbraron al líder nazi, que reanudó enseguida su declaración.

—Hoy más que nunca me siento decidido a dar lo mejor de mi mismo por mi patria, pero las circunstancias de mi país, y las mías propias, señalan que el mejor servicio que puedo prestar en estos momentos es el de mi retirada de la vida política. Nada más lejos de mi intención que perjudicar con mi permanencia al movimiento nacional alemán de liberación, y estoy íntimamente convencido de que en el momento presente mi persona es más un estorbo que una ayuda.

El líder nazi hizo una pausa para permitir que los periodistas tomasen nota. Luego prosiguió:

—Muchos políticos afirman estar dispuestos a dar la vida por su patria, pero jamás darían su puesto. No he de ser yo uno de ellos. Conocer las propias fuerzas y las propias limitaciones ha sido desde siempre mi mayor empeño personal, y en las presentes circunstancias no puedo hurtar a mi patria ni a mis camaradas el sacrificio, doloroso y sentido, de mi obligada despedida. Ruego por tanto a mis amigos, a mis seguidores y a todos cuantos con su ánimo y su calor constantes me han apoyado en este tiempo, que suspendan sus visitas, sus cartas y sus peticiones de indulto a las autoridades competentes. Mi decisión es irrevocable: no escribiré más en los periódicos ni me dirigiré a ningún otro medio publico. El tiempo que deba pasar en prisión lo emplearé trabajando en mi testamento político. Si a alguien le interesan mis ideas, allí las encontrará, si la salud me permite dar fin a esa obra. Incluso en estos momentos de claudicación ante las potencias extranjeras, sigo convencido de que Alemania acabará venciendo; con el coraje, el tesón y la constancia de quien me suceda, y el de todos los alemanes de los años venideros, llegaremos a ver una nación rica, próspera y orgullosa de su papel de liderazgo en Europa y en el mundo. Quiero dar también las gracias a mis camaradas por su entrega sin límites y rogarles que no incurran en divisiones estériles. Suya es la hora presente y la lucha que sin duda habrá de librarse aún hasta la victoria definitiva. Por mi parte, esto es todo.

De entre los asistentes surgió un aplauso espontáneo.

Y de todos, el que más aplaudió, fue el comisario Müller, mientras sostenía la mirada de Hitler, clavada en sus ojos.