Aunque hubiese cambiado de nombre para burlar la prohibición, el partido nazi seguía teniendo su sede principal en el número doce de la Corneliusstrasse. Después de mucho pensarlo, Gregor Strasser se había dejado convencer por su secretario, el perito agrónomo Himmler, para convocar la reunión en la sede oficial del partido en lugar de acudir a la cervecería Mädchen, como hacían otras veces. Himmler pensaba que, en la situación que atravesaban, las apariencias podían ser de vital importancia y que no era bueno dejar vacante el despacho del Presidente del partido mientras los seguidores de Hitler seguían considerándose los dueños de todo.
Strasser pensó que algo de razón debía de tener su secretario cuando no había acudido a su llamada ninguno de los fieles de Hitler. Seguramente habían considerado que reunirse con él en la Cornelius significaba reconocerle una autoridad que no estaban dispuestos a aceptar.
En la reunión sí habían estado presentes, sin embargo, hombres como el ideólogo Rosemberg, Schreck, jefe de seguridad, y dos docenas de líderes locales del partido, especialmente de Baviera, aunque también habían acudido algunos de más lejos.
Strasser los había convocado para in tema de vital importancia: Hitler anunciaría en las próximas horas su retirada de la política y era necesario diseñar una nueva estrategia tanto a nivel público como a nivel interno. Después de unas cuantas frases de reconocimiento al carácter heroico de Hitler y de sus incontables sacrificios por el partido, no quedó duda de que todos los que se habían acudido tenían en mente desentenderse de su influencia y apartarse radicalmente de las líneas antiparlamentarias de su discurso.
En los meses transcurridos desde las elecciones, su presencia en el parlamento les había ayudado a ganar prestigio e influencia sobre la política real, algo que ni hubiesen podido soñar de haber seguido comportándose como un simple grupo de agitadores. La obstinación de Hitler no podía conducirles más que al arroyo del que habían salido: en Alemania hasta las revoluciones había que plantearlas dentro de un orden. Hitler había sido un hombre fundamental en los inicios, pero ya había agotado su papel.
Strasser se daba perfecta cuenta de que aquella reunión era el principio de un cisma, pero sentía de todo corazón que al inducir a sus camaradas a rechazar el liderazgo de Hitler cumplía con su deber para con el partido e incluso para con la nación. Las reformas que necesitaba el país no podían llevarse a cabo desde las afueras de la ley y las antípodas del orden. Alemania necesitaba una revolución que la hiciera fuerte para enfrentarse a sus enemigos exteriores, pero para eso lo primero era unir a todas las clases sociales, trabajadores y patronos, en aras de un fin común.
—La lucha de clases es algo real, amigos, y no un invento del marxismo. Hay dos clases de hombres: los que luchan y los que se resignan. La batalla contra los derrotistas es la que nosotros tenemos que dar. Desde el orden y desde las instituciones. Si no, nos tomarán por bandoleros con un pretexto brillante para saquear el país, como ha hecho el resto —dijo Strasser para cerrar el acto, después de dos horas de discusiones sobre todo tipo de temas.
Aunque no se trataba de un mitin, las veintena de asistentes respondieron a estas palabras con un aplauso. Todos se llevaban de regreso a sus células locales una consigna muy clara: recrudecer el trabajo de captación de afiliados antes de que Hitler saliese de la cárcel, y ya se vería en el siguiente congreso si el austriaco volvía a ser elegido presidente del partido.
Después de las despedidas de rigor, sólo quedaron en la sala de reuniones Gregor Strasser, su hermano Otto, Himmler, Schreck y Rosemberg. Strasser sudaba copiosamente, y por más que se pasaba el pañuelo por la frente y la papada no conseguía secarse.
—Maldito calor. ¡Y que haya quién llame a esto buen tiempo! —gruñó irritado.
Los otros seguían comentando sus posibilidades de imponerse a los partidarios de Hitler. Contaban con una parte de Baviera, Franconia, y sobre todo con el apoyo incondicional del líder de Berlín, Joseph Goebbels, que había excusado su asistencia a la reunión pero aseguraba que secundaría cualquier decisión que mantuviese al partido dentro del parlamento.
—Puede que de momento tengamos mayoría, pero ellos traman algo —dijo Himmler—. No sé el qué, pero traman algo.
—De momento, Hitler sigue en la cárcel. Dice que se retira pero ni los niños se lo creen. Y mientras esté en la cárcel nosotros podremos seguir moviendo nuestros hilos —respondió Strasser.
—Pero el dinero lo tienen ellos —gruñó Schreck.
La mención de las finanzas ensombreció el optimismo de Strasser.
—¿Qué hay de ese dinero?, ¿se sabe de dónde lo sacan?
Schreck se encogió de hombros.
—He preguntado aquí y allá, pero seguimos como estábamos: paga un conde sueco. Lo más que se le puede sacar a quien quiera que se le pregunte es que se dice que paga un conde sueco. ¿Quién paga los carteles contra el plan Dawes? Un conde sueco. ¿Quién paga los uniformes nuevos para las secciones de asalto? Un conde sueco. —Explicó Schreck enfadado.
Strasser golpeó con los dos puños sobre la mesa.
—Lo que está claro es que algo traman. Nos han informado a última hora de que Hitler piensa anunciar su retirada y ni siquiera se presentan aquí cuando se les convoca.
—¿No estarán preparando otro intento de golpe? —propuso Rosemberg alarmado.
—No creo que estén tan locos. Y además, ¿quién lo dirigiría? ¿Hess? En la cárcel. Göring, huido. Röhm, desaparecido también.
—He oído decir que se fue Bolivia cuando lo soltaron —informó Schreck.
—¿A Bolivia? —casi gritó Strasser—. ¡Esa sí que es una buena noticia! ¡Si Röhm está en Bolivia no tienen nada que hacer! ¡es el único capaz de organizar algo de verdadera envergadura! ¿Pero qué demonios hace Röhm en un sitio como Bolivia?
—Le gustan los chicos morenos, ya sabéis —respondió Schreck, propiciando las risas de todos.
—Bueno. Que haga lo que quiera. Nosotros a ver si encontramos al conde sueco de los demonios y lo convencemos de que nos preste algo de dinero, o cualquier día nos desahucian de la sede. Y ya sólo nos faltaría un ridículo así. —Concluyó Strasser levantándose trabajosamente de su asiento.