A Hans Fallen le hubiera gustado tener su cuerda para saltar en el magnífico entarimado oscuro del salón de Arkmann, pero debía conformarse con ver cómo su jefe paseaba arriba y abajo con las manos en la espalda.
Arkmann tenía los ojos inyectados en sangre, el cabello totalmente despeinado y los faldones de la camisa por fuera de los pantalones. En un hombre de talante, semejante aspecto sólo podía significar que se encontraba al borde del colapso.
—¡No puede ser, maldita sea! —gritó, derribando de un manotazo una figurilla antigua de porcelana.
El antiguo boxeador apretó la mandíbula antes de responder.
—Piénselo bien, señor Arkmann. Yo he tenido mucho tiempo para pensarlo. Los que mataron a Hinkmann y tiraron su cuerpo al hospicio eran unos cuantos, y me apuesto el cuello a que también eran unos cuantos los que entraron en la Hermandad de Armeros a por Morrison y Biedermeier.
—Socialistas italianos. Tú mismo lo dijiste —opuso Arkmann.
—Era una posibilidad, pero hay más. Puede ser gente de aquí.
El joven tomó en sus manos otra figurilla y la arrojó contra la pared de enfrente, acertándole de lleno a un espejo.
—¡Lo que ocurre es que tienes miedo y quieres evitar que te agujereen tu maldito pellejo! —exclamó.
Fallen había pasado demasiado tiempo en los rings para caer en un truco tan malo como aceptar una provocación que le indujera a bajar la guardia o lanzarse a un ataque alocado.
—Piénselo, señor Arkmann. Puede que ellos mataran a Hinkmann, pero nosotros no matamos a Humm delante del gimnasio No fuimos nosotros.
—Dullkraut está seguro de que sí.
—Así es. Está seguro. Y alguien le ha engañado. Y nosotros también estamos seguros de que no tuvimos nada que ver con aquello, y alguien puede estar engañándonos.
Arkmann detuvo un instante su deambular de fiera enjaulada.
—No puedes decir eso después de estar como estuviste en la Quinta Vida cuando nos ametrallaron.
Fallen se mordió el labio superior.
—Eso sí lo hicieron los de Dullkraut. Dos idiotas que no sabían manejar las ametralladoras y dispararon a lo loco. Si hubiera sido gente con experiencia nos hubiesen matado a todos. Después cayeron los suyos, pero la prensa habla de cinco y nosotros sólo matamos a tres, además de los italianos del otro lado del río. Pero esos no cuentan. La prensa menciona cinco y a dos nio los hemos visto.
—¡A la mierda la prensa! —desdeñó el jefe.
—Yo también pensé eso, señor Arkmann, pero ahora creo que hay alguien más en esta guerra. Alguien que nos ataca a nosotros o a la gente de Dullkraut en cuanto las cosas empiezan a apaciguarse. A nosotros no nos salen las cuentas y estoy seguro de que tampoco a ellos. Nos atribuyen más muertos de los que conocemos. Aquí hay alguien más, señor Arkmann.
—¿Quién mató a Blovi? —se encaró el jefe.
—La gente de Dullkraut, sin duda. Ellos nos ametrallaron en la Quinta vida.
—¿Y a Reinhard? —Siguió preguntando Arkmann.
—También fueron ellos. Sus italianos. Tres puñaladas en el vientre. ¿Pero quién mató al doctor Rudiger y al pelirrojo? —se encaró Fallen.
—Los mismos.
El exboxeador negó on la cabeza.
—La gente que te golpea primero en la cabeza y te apuñala después no es la misma que ensarta a un hombre con un palo de billar, le inyecta una sobredosis o lo estrangula con alambre de espino. Demasiado refinado…
Arkmann se echó reír con carcajadas de demente.
—No me vengas con psicologías…
—No son psicologías. Es supervivencia. Nosotros no podemos aguantar mucho más y estoy seguro de que Dullkraut tampoco. Aquí hay alguien más que se ríe en nuestra cara y todo porque no hablamos. Había negocio para los dos y hay negocio para los dos. Basta con hablar con ellos y hacer un recuento. Contar a quiénes hemos eliminado nosotros y a quiénes han matado ellos. Nada más que hablar. Sólo un recuento.
Arkmann recorrió de nuevo el salón a grandes trancos. Luego se detuvo, a punto de sollozar.
—Me gustaría que los otros estuvieran aquí para poder consultarles —se quejó, apoyando la cabeza en la repisa de la chimenea.
—Los otros están todos muertos, señor Arkmann. Todos los que importan —respondió fríamente Fallen.
Arkmann alzó la cabeza y miró fijamente al antiguo boxeador como si acabase de proferir una injuria, pero al ver que su expresión no resultaba amenazante se fue relajando poco a poco.
—Es lo mejor, señor Arkmann. Ellos también lo agradecerán. Alguien está riéndose de nosotros. Alguien ha preguntado más de la cuenta. Un hombre andaba por ahí husmeando, preguntando qué teníamos que ver con la muerte de aquel fiscal, Seidl, el que nos enchironó…
—¿Con la muerte del fiscal?, ¿pero qué demonios…?
—Era un cochino pretexto. Husmeaba. Tomaba nombres. Preguntaba en todas partes. Era un detective conocido, no un pelagatos de los de Dullkraut…
—¡Hay que cogerlo y saber para quién trabaja! —gritó el joven.
Fallen miró al suelo, incómodo.
—Ya me he ocupado de él, pero no pude sacarle nada. Juró que le pagaba la familia del secretario del alcalde, el que apareció muerto junto al fiscal. Mentía. Intenté obligarlo a subir al coche, pero sacó un arma de algún lado y tuve que ponerme serio. Muy serio.
—¡Le pagaba Dullkraut! —gritó Arkmann.
—Puede que lo contratase Dullkraut, pero no lo creo. No es su estilo. No es su clase de hombre. Estoy seguro de que hay alguien más detrás de todo esto, señor Arkmann. Hay que hablar con ellos y hacer un recuento. Un simple recuento. Alguien se está desternillando de risa en alguna parte a nuestra costa. Hay que hablar con ellos.
Arkmann se dejó caer en un sillón.
—Lo interpretarán como una rendición —vaticinó.
—No lo creo. Dullkraut no es idiota del todo. Tal vez baste con explicarle nuestras sospechas.
Arkmann suspiró.
—De acuerdo. Llámales —concedió al fin.
Fallen se dirigía hacia el teléfono cuando su jefe cambió de opinión.
—Deja. Lo haré yo.
Arkmann fue hasta el teléfono, buscó el número del restaurante Aloisius y preguntó por el señor Dullkraut. Cuando le dijeron que no estaba, anunció que era Helmuth Arkmann y al otro lado le pidieron que esperase.
—¿Qué puedo ofrecerle, señor Arkmann? —preguntó una voz ronca después de unos instantes.
—Me alegro de encontrarle, señor Dullkraut. Tengo razones muy poderosas para creer que sería conveniente para ambos reunirnos a charlar un rato.
—¿No le parece que es un poco tarde para eso?
—Mañana será más tarde aún. Creo que hay un tercero que se está burlando de nosotros y me gustaría que cotejásemos algunos datos.
—Entiendo —respondió Dullkraut después de alargar el silencio.
—Por ejemplo, me gustaría saber quién fue el que ensartó a uno de mis hombres con un palo de billar.
—¡Y a mí me gustaría saber quién fue el que…!
—¡Un momento! —interrumpió Arkmann—. Si fueron los suyos no se lo reprocho. Hicieron lo que tenían que hacer, pero creo que no fueron los suyos. ¿Me equivoco?
El silencio se prolongó más aún esta vez.
—Si a estas alturas sirve de algo mi palabra, le doy mi palabra de honor de que no sé de qué me está hablando.
—Le creo. Por eso le he llamado. Me parece que deberíamos vernos.
—Tiene razón. Cuanto antes.
Esta vez fue Arkmann el que se demoró un par de segundos antes de hablar de nuevo.
—No tengo ningún compromiso esta tarde. Si quiere tomar un café en mi casa, estaré encantado de recibirle. O si lo prefiere, aceptaría una cerveza en su local.
—Creo que estaríamos mejor aquí, si no le importa. Cuando quiera.
—A las seis, entonces. Y sin tonterías, se lo ruego. Nos jugamos mucho.
—En cualquier otro momento puede llevárselo el diablo, pero mientras sea mi invitado respondo personalmente de su seguridad —repuso Dullkraut irritado.
—Por supuesto. Disculpe la impertinencia. A las seis entonces —se despidió Arkmann.
Y fue tan grande el alivio que sintió por poder acabar al fin con aquella maldita guerra que, después de colgar, se abrazó a Fallen sin poder contener las lágrimas.