Ya hacía tiempo que había amanecido cuando la esposa de Müller lo encontró dormido en el sillón. Ludmilla miró el reloj y despertó a su marido sin contemplaciones, sorprendida de que se hubiese bebido media botella de aquel brebaje inmundo que les había regalado el padre de ella.
Müller trató de explicarse con un par de frases difusas, se zambulló en el agua fría del baño comunal de su planta y salió a toda prisa para su trabajo, sin afeitarse siquiera. El bullicio de las calles consiguió a un tiempo convencerlo de que no debía volver a probar el licor de cerezas en su vida y liberarlo de las nefastas imágenes del día anterior. El aire fresco de la mañana logró incluso disolver la borrasca de violencia que le había nublado la mente antes de dormirse y que aún alentaba en su interior.
Cuando llegó a su comisaría eran ya las ocho y veinte, pero aún no se había recuperado lo bastante para afrontar lo que el agente de servicio de puerta le dijo nada más verlo: el comisario Krebs le estaba esperando.
Wolfgang Krebs era un policía de la vieja escuela, con dos veces la edad y el volumen de Müller. Llevaba el pelo afeitado, al estilo antiguo, salvo unos cuantos mechones en la coronilla, y afilaba su mirada con unas gafas pequeñas, redondas, con montura de oro. Desde que Müller fuera nombrado comisario de asuntos políticos en detrimento suyo, a quien todo el mundo le atribuía el derecho al puesto por antigüedad y experiencia, Krebs no ocultaba su antipatía hacia Müller. Además, meses atrás habían tenido algunos graves enfrentamientos a raíz de varias sospechas cruzadas: Krebs creía que Müller estaba involucrado de algún modo en la muerte del fiscal Seidl y Lothar Strahler, y Müller pensaba que Krebs mantenía una amistad demasiado estrecha con las mafias del estraperlo. Habían resuelto sus diferencias de un modo más o menos satisfactorio para ambos, pero ninguno de ellos dudaba que la cordialidad con que se saludaron era un simple reflejo de buena educación y no un gesto de verdadera camaradería.
—¿Cómo no pidió al comisario Krebs que me esperase en mi despacho? —preguntó Müller al agente que atendía a los ciudadanos tras un alto mostrador.
—Lo hizo, pero preferí esperarle aquí —explicó Krebs.
Müller rogó a su colega que lo acompañase a su oficina, cerró la puerta y se sentó en una de las sillas reservadas a los visitantes.
—Tome asiento, por favor.
—No, gracias. Seré muye breve, y además el médico me dice que no debo pasar tanto tiempo sentado, así que aprovecharé para hacerle caso por una vez, si no le importa.
Müller aceptó con un gesto, esperando a que su visitante dijera lo que tuviese que decir.
El comisario Krebs sacó de su bolsillo una placa policial y se la entregó a Müller.
—Creo que es de su comisaría. Se la traigo como muestra de buena voluntad. No me gustaría que quedasen viejos rencores…
—¡Por supuesto que no! Ya hay demasiada gente ahí afuera a la que le molesta nuestro uniforme como para además ponernos dificultades entre nosotros —ganó tiempo Müller mientras examinaba la placa.
—¿Es de esta comisaría o me he equivocado? —preguntó directamente Krebs.
Müller apretó los labios. Lo que menos le convenía era otro enfrentamiento con Krebs.
—Es de aquí, sí. Ya sé que usted desaprueba ese tipo de cosas, pero lo cierto es que se la presté a un detective privado que colaboraba con nosotros para ayudarlo en su trabajo. Y él nos ayudaba en el nuestro, por supuesto —concluyó como si confesara una pequeña falta.
—Hans Binder, de investigaciones Binder, ¿no?
—El mismo.
—La placa se la traigo yo. Al detective tendrá que ir usted a verlo al depósito de cadáveres.
Müller se puso en pie de un salto.
—¿Qué ha ocurrido?
—Dos cuchilladas en un callejón, cerca de la Quinta Vida, ese cabaret restaurante que fue ametrallado a principios del verano.
Müller resopló. Le hubiese gustado dar un puñetazo en la mesa, o propinar una patada a algo, pero se contuvo.
—Estaba siguiendo a algunos hombres de Arkmann. Su trabajo ha sido extremadamente útil para nosotros. Lamento de veras su muerte. Espero que encuentre usted a los culpables. Si necesita algo de mí, estoy a su disposición. De hecho, tengo unos cuantos informes que el propio Binder redactó sobre lo que iba averiguando —se ofreció Müller, mientras buscaba en el archivo los documentos de los que hablaba.
—Gracias. Por eso mismo he venido también. Y para preguntarle qué era lo que estaba investigando Binder, si es que lo sabe.
Müller se dio perfecta cuenta de que su colega estaba ya al corriente de los asuntos que se traía Binder entre manos, pero respondió de todos modos.
—Lo había contratado la familia de Lothar Strahler. Había descubierto que el fiscal Seidl trabajaba en la acusación contra Arkmann y tres de sus hombres antes de ser asesinado, y también que después de la muerte del fiscal todos habían quedado libres.
Krebs se rio con una carcajada ronca.
—Y a usted le encantó esa teoría. Lo adivino.
—Me pareció sostenible. De hecho, todo encaja. Y como yo también investigo a Arkmann y su gente, le propuse que colaborásemos —justificó Müller.
Krebs volvió a reír.
—Comisario, reconozco que me sorprende. ¿Y puede decirme cómo explica que estuviesen en casa del secretario del alcalde?
—El fiscal Seidl era un vividor, y Strahler no podía dormir desde hacía años. Cualquiera de los dos podía ser consumidor de drogas, pero nos inclinamos por el secretario. El fiscal encausó a Arkmann y este buscó un buen mediador entre sus clientes.
Krebs dudó. La duda era tan palpable que tuvo que sacudírsela del rostro con un gesto brusco.
—¿Y han encontrado alguna prueba que sostenga esa hipótesis? —preguntó después de unos segundos.
—Sólo indicios, que yo sepa. Pero la muerte de Binder me hace pensar que no íbamos por mal camino —repuso Müller frunciendo el ceño.
—Le acharé un vistazo a los informes, si me permite —concluyó Krebs, negándose a aceptar completamente la tesis, pero sin atreverse a rechazarla abiertamente.
—Por supuesto. Sí llegamos a saber algo más, se lo comunicaremos inmediatamente. Y le agradezco que me haya traído la placa.
—Gracias a usted por el expediente. Y cuídese: tenemos demasiados muertos estos días —se despidió Krebs sin tender la mano a su colega.
El comisario Müller acompañó a Krebs hasta la salida. Luego regresó a su despacho, se acercó a la ventana del patio y buscó algo a su alrededor para echarle a los pájaros. Como no encontró nada que pudiese darles de comer, rompió en trozos diminutos un papel cubierto de notas y los lanzó al patio. Los gorriones acudieron al instante, pero no tardaron en darse cuenta del engaño y volvieron a dispersarse.
El comisario cerró la ventana y fue a sentarse a su sillón, tras la enorme mesa escritorio. Se pasó ambas manos por la cabeza como si buscara el hilo por el que empezar a trabajar aquella mañana aciaga, pero sólo encontró la resistencia de su pelo crespo recién cortado.
Sin embargo, había que empezar por alguna parte. Tenía que llamar a la señora Strahler para comunicarle la muerte de Binder: era mejor que lo supiese por él que acabara enterándose por otro camino. Tenía que seguir buscando a Sepp Lammers, y tenía que ajustarle un poco más las clavijas al propio Takacs. El orden en que fuese cumpliendo con todas aquellas tareas podía ser importante, pero no tanto como empezar de una vez, y cuanto antes.
Desentendiéndose de la hora que era, Müller cogió el teléfono y llamó a casa de la señora Strahler. Al tercer o cuarto timbrazo respondió una voz de mujer.
—Dígame.
—Soy el comisario Müller. ¿La señora Strahler?
—Al habla —respondió la mujer.
—Me temo que tengo que darle una mala noticia —trató de empezar Müller con tacto.
—Sinceramente, comisario, es lo único que espero de usted —repuso ella fríamente.
Müller comprendió entonces hasta qué punto había hecho daño a la joven en la última visita detallando en qué había fundamentado las sospechas contra su marido, y pasó por alto el comentario.
—El señor Binder ha muerto —declaró solamente.
Al otro lado de la línea sonó un pequeño respingo.
—¿Cómo ha sucedido?
—Llevaba un tiempo investigando a los esbirros de Arkmann y había conseguido reunir bastante información. Lo han asesinado cor arma blanca en las cercanías de un local de diversión visitado habitualmente por la gente de Arkmann —explicó el comisario.
—Se lo comunicaré a mi cuñado de inmediato.
—Parece ser que esta vez el señor Binder estaba tras la pista correcta. Su muerte lo prueba. Habíamos avanzado mucho en la investigación y le aseguro que no pararé hasta detener a los culpables —se comprometió Müller.
—Gracias por llamar, comisario. Y por todo.
—Gracias a usted señora. Si puedo ayudarla en algo más, no dude en llamarme.
—Me gustaría mantener con usted una última charla sobre mi marido, si no le importa —solicitó la joven.
—Por supuesto.
—Cuando tenga tiempo de tomar un café o un té, venga a verme, por favor. Siempre estoy en casa.
—Será un placer señora. Buenos días.
Müller colgó con un suspiro, buscó en su libreta el número de Atila Takacs y reflexionó unos instantes antes de descolgar de nuevo el auricular. Esta vez, la llamada fue respondida de inmediato. Era Florian, el criado.
—Residencia Takacs, dígame.
—Soy el comisario Müller. Tengo que hablar con el señor Takacs.
—El señor Takacs no puede atenderle en estos momentos, comisario.
—En ese caso, pasaré en veinte minutos por su casa.
—Si me disculpa unos instantes, veré si el señor Takacs puede atenderle ahora —respondió de inmediato el sirviente.
—Por supuesto —aceptó el comisario.
Un par de minutos después, sonó al teléfono la voz somnolienta del adivino.
—Veo que ya se ha enterado, comisario, pero esperaba un poco más de consideración por su parte. Estas no son horas de llamar a casa de un hombre que trabaja por las noches.
—De lo único que me he enterado es de que toda la gente que me causa problemas ha pasado por su casa. Y empiezo a hartarme. ¿Quién es Joseph Lammers?
—No sé de quién me habla, comisario.
Müller dio un golpe en la mesa lo bastante fuerte para que se oyera perfectamente al otro lado del teléfono.
—Pues estuvo dos veces en su casa en una semana, así que haga memoria o me presento ahí con una orden de registro y desmontó hasta los marcos de las puertas.
—¿En busca de qué, comisario? —preguntó tranquilamente Takacs, soportando la presión.
—Ya me enteraré cuando lo haya hecho. Seguro que encuentro algo.
—Joseph Lammers, me dice… —simuló ceder el mago.
—Sí, descargador de almacenes de profesión. Sus amigos le llaman Sepp —explicó Müller.
—¡Ah, Sepp!, ¡Sepp Lammers!
—Ya veo que lo conoce. Y no me diga ahora que además de condes suecos, barones y princesas rusas, se interesan también habitualmente por sus servicios los mozos de almacén, porque no estoy para bromas, señor Takacs.
Takacs rio distendido.
—Claro que lo conozco. Es mi enlace con el señor Hitler, por decirlo de alguna manera. Una especie de recadero. ¿En qué lío se ha metido el bueno de Sepp?
—Cuatro asesinatos, como poco. ¿Puede decirme dónde puedo encontrarlo?
—No creo que tenga ninguna dirección suya que usted no haya comprobado ya, pero si quiere puedo consultarlo.
—Se lo agradecería.
El silencio se prolongó otro par de minutos, hasta que volvió a hablar el adivino.
—Arndtstrasse, 27, cuarto —casi recitó.
—La misma dirección que yo tengo, en efecto —gruñó Müller.
—Lamento no poder serle de más ayuda, comisario.
Müller iba a colgar cuando recordó el inicio de la conversación.
—¿Y qué era eso de lo que tenía que enterarme? —quiso saber.
Takacs volvió a reír, pero su risa sonó falsa.
—El señor Hitler se retira. Lo anunciará esta semana en rueda de prensa. Mañana o el viernes.
Müller se quedó sin habla.
—No… No había oído nada —logró articular.
—Pensaba que se había enterado y llamaba para darme las gracias, pero ya veo que lo había sobrevalorado a usted.
—No sabía nada. En todo caso, si es cierto, sepa que lo celebro y que sabré demostrar mi alegría si algún día necesita algo —consiguió rehacerse el comisario.
—¿Puedo pedirle un pequeño anticipo de su gratitud antes de que la noticia se confirme públicamente?
—Por supuesto.
—No me llame. No me busque. Déjeme en paz.
Müller iba a responder algo, pero el adivino ya había colgado.
El comisario estaba tan contento con lo que acababa de escuchar que ni siquiera le importó el desplante. Seguramente sería un truco, pero de cara a sus superiores y para su carrera en la policía contaría de todos modos como un gran triunfo. El abandono de Hitler era la mejor prueba de lo que siempre decía: cuando hay público, lo importante es que la paloma salga de la chistera; si hay que cazarla luego para la siguiente función, es lo de menos.
Sin esperar un instante, se levantó de su sillón y salió a dar la buena noticia a toda la comisaría.
—¡Lo conseguimos, muchachos, lo conseguimos!, ¡Hitler se retira! —gritó al grupo de policías que se había reunido para recibir las órdenes del día.
Todos se abrazaron entre sí, y luego dedicaron un cálido aplauso al comisario.
A Müller le supo mejor aquel minuto de gloria con sus hombres que todos los ascensos y todas las medallas que había ganado ese día.