XXXVI

Lo primero que hizo Hans Fallen nada más recoger sus cosas y salir de la prisión fue darse una vuelta por el gimnasio Punch. Allí todo el mundo lo saludó con afecto, y le llovieron las palmadas en la espalda y hasta algún que otro golpe amistoso en la mandíbula, que él inmediatamente respondía con un simulado directo de izquierda. Aunque nunca había llegado a ganar ningún título importante como boxeador, en el Punch era toda una personalidad, más incluso que algunos otros con un palmarés muy superior al suyo, y todo porque siempre estaba dispuesto a enseñar lo que sabía a los más jóvenes, o a pelear un par de asaltos con ellos.

Después de los saludos fue a su taquilla a buscar la ropa de deporte y los guantes. Allí, en una bolsa de papel, seguía su querido Smith&Wesson del 44, un magnífico ejemplar del modelo Schofield, con tambor cromado y cachas de marfil. Por suerte, a la policía no se le había ocurrido registrar su taquilla del gimnasio después de husmear por toda su casa. A la policía nunca se le ocurriría algo así, y menos tratándose de un tipo como él.

A sus casi cuarenta años, Hans Fallen aún se sorprendía de que siguiese funcionando el viejo truco: cuando has sido boxeador y pones cara de tonto, todo el mundo da por hecho que lo eres. Los policías y los jueces debían de pensar que el cerebro residía en la nariz, porque nada más ver a un hombre de nariz rota y cejas llenas de cicatrices tendían a hablarle más despacio.

Durante las dos semanas que había pasado en la cárcel, Hans Fallen había tenido tiempo de sobra para pensar en unas cuantas cosas. Por ejemplo, en que parecía que su patrón estaba perdiendo influencia, porque en otro momento hubiese sido imposible que lo tuviesen dos largas semanas entre rejas con un pretexto tan flojo: que figuraba como propietario de un coche parecido al que, según dos personas, habían utilizado unos pistoleros para asesinar a un hombre en el puente Max Josef. O lo que es lo mismo: alguien mató a un tipo desde un coche que se parecía al suyo, así que lo encerramos a usted porque resulta que el muerto era amigo de un enemigo de un amigo suyo. Todo un trabalenguas. Un puñetero acertijo que no se sostuvo cinco minutos delante del juez.

Había estado ya otras tres o cuatro veces en la cárcel, y poco le desagradaba más que la forzosa promiscuidad de aquellas celdas pensadas para tres reclusos y ocupadas habitualmente por seis o siete. Conocía los mecanismos sociales y psicológicos de los presos y sabía hacerse respetar, pero de todos modos, como cualquiera, prefería salir cuanto antes. O eso era lo que había preferido siempre; en esta ocasión, sin embargo, no le hubiese importado pasarse otro par de semanas encerrado, o un mes incluso: la cárcel no es cómoda, pero es segura.

Las cosas andaban revueltas fuera. En sólo diez días habían muerto tres de sus amigos, y a veces pensaba que seguramente él mismo también habría sido víctima de un tiro por la espalda de no haber estado en prisión.

Al final, la guerra había sido inevitable. O eso creían todos, incluso él, antes de que lo detuvieran por lo del puente Max Josef. Pero en la cárcel había tenido mucho tiempo para pensar, y estaba seguro de que había algo podrido en toda aquella historia. Arkmann no se tomó en serio sus sospechas cuando se lo dijo. Arkmann no podía tomarse en serio nada que no fuese acabar con aquella guerra antes de que alguien le volase la cabeza, pero é no tenía otra cosa que hacer en la cárcel que saltar a la comba, contestar con monosílabos a sus compañeros de celda y darle vueltas a las sospechas que le rondaban desde hacía tiempo.

Aquel día, en el gimnasio, después de propinar unas cuantas docenas de golpes al saco, también cogió la cuerda y comenzó a saltar con la perfecta coordinación de un bailarín. La cuerda era el único ejercicio que nunca dejaba, ni siquiera en la cárcel, donde pasaba horas enteras saltando de manera automática, mientras su mente se centraba en otros asuntos. La cuerda siempre le ayudaba a aclarar las ideas.

Tenía las piezas y estaba a punto de hacerlas encajar. De hecho, hacía días que creía haber resuelto el rompecabezas, pero prefería contemplar con detenimiento la imagen resultante antes de darla por buena. Tenía que asegurarse.

El chasquido de la cuerda contra la madera del suelo actuaba de segundero en el gimnasio, imponiendo su ritmo a la otra media docena de púgiles o aspirantes a boxeadores que entrenaban a aquella hora. El aire olía a sudor y a humedad, como en la cárcel. Un buen olor para pensar.

Todo había empezado cuando un grupo de hombres fue a buscar a Hinkmann a su casa la noche antes de las elecciones; lo asesinaron y tiraron su cadáver al hospicio. El tipo que fue a buscarlo se llamaba Joseph, o eso dijo la mujer de Hinkmann. Podían ser los hombres de Dullkraut, y el tal Joseph podía ser Giuseppe Artabaldi. Giuseppe es lo mismo que Joseph, y sus amigos tenían experiencia pegando carteles en Italia. Porque habían pegado muchos carteles y lo habían hecho bien; podían ser ellos. Y era normal que pegasen carteles socialistas. Eran socialistas. O comunistas. Los socialistas y los comunistas eran los que escapaban a toda prisa de la Italia de Mussolini, no los reaccionarios, que estaban encantados con el nuevo régimen.

Poco después habían muerto uno de los hombres de máxima confianza de Dullkraut, Mathias Humm, a las puertas del gimnasio Apolo y ellos respondieron de inmediato matando a Hoffer delante del café Neumayr. Todo parecía normal, salvo que ellos no habían matado a ninguno de aquellos dos tipos. Dullkraut decía que los habían liquidado a los dos, a uno para vengarse de la muerte de Hinkmann y al otro por soplón, pero lo cierto era que no habían matado a ninguno. Luego Dulkraut cogió al doctor Rudiger, lo llevó a un portal y le metió todo un cargamento de morfina en las venas. Incluso la prensa y la policía pensaron que fue un accidente. Todo el mundo lo creyó, menos la familia de Rudiger y una vecina de la casa, que escuchó gritos, y forcejeos, y oyó salir del portal a varios hombres. Costó mucho trabajo y algún dinero convencerla de que era mejor olvidarlo y no acudir a la policía. Arkmann se puso fuera de sí por aquello. Su respuesta fue el tiroteo en el puente Max Josef y la muerte de uno de los de Dullkraut frente a la iglesia de San Lucas.

Y justo después se produjo el ametrallamiento en la Quinta Vida. Alguien pudo reconocer al pelirrojo, pero de todos modos se habían dado demasiada prisa. Alguien los había seguido. El pelirrojo volvió con prisas porque iba tras él. Era posible que alguien lo hubiese reconocido.

Después murieron varios italianos del otro lado del río, a los que nadie se tomó la molestia de mencionar, y la respuesta de Dullkraut fueron los estrangulamientos de la Hermandad de Armeros. La prensa y la policía hablaban del Jardín Inglés, pero la mujer de Morrison, el médico, dijo que su marido había ido a comer ese día a la Hermandad de Armeros. Y el otro, Biedermeier, también era socio y también había dicho a unos amigos que comería en la Hermandad. Los habían matado en la Hermandad de Armeros, aunque no podía imaginarse por qué la policía mentía sobre aquello. En realidad, sí se lo podía imaginar: para echar mano directamente al primero que supiese la verdad. Una trampa para bobos.

Y luego otra vez los italianos al otro lado del río, y un importante proveedor berlinés de Dullkraut, un joyero al que la prensa ni siquiera había relacionado con el opio y la morfina. Y un contacto turco, y un checo, todos gente de Dullkraut. Y luego la guerra, aquella maldita guerra que estaba acabando con todos, mientras Dullkraut permanecía escondido y sus hombres no podían acercarse siquiera a los sitios que solía frecuentar Arkmann y los suyos.

El ritmo de la cuerda se aceleró y Fallen comenzó a resoplar. En el despacho de administración alguien encendió una radio y comenzó a sonar música americana. Todo empezaba a ser americano en los últimos tiempos, como un preludio de la entrega económica sin condiciones que supondría la entrada en vigor del plan Dawes para reducir las penurias alemanas. Pan a cambio de correa. Trato de perro.

Había sucedido algo extraño, sobre todo al principio. Los seguían y los encontraban demasiado fácilmente. Se suponía que Dullkraut no contaba con hombres armados, ni con gente que le informase, pero respondía con demasiada rapidez, ¡y demasiada puntería!, a las muertes de los suyos. Dullkraut era un pelado; había hecho dinero pero no amigos, y los italianos que se habían unido a él eran sólo unos muertos de hambre, pero respondía con rapidez y con terrorífica eficacia a los ataques. ¿Se habrían equivocado al juzgarlo o había alguien más, además de Dullkraut, en todo aquello? Era alguien que disponía de armas, y de coches, y de gente preparada. Un grupo de rateros habituales podía estar detrás del ametrallamiento de la Quinta Vida: dos muertos y quince heridos en un local donde había trescientas personas. Eso y un techo lleno de disparos, porque los que manejaban las ametralladoras era la primera vez que las tenían en la mano. Extranjeros y novatos, sin duda, porque después de la guerra hasta los críos sabían manejar una ametralladora en Alemania. Pero lo otro no. ¿Cómo habían matado al pelirrojo? Lo habían ensartado en un palo de billar. Eso no era propio de Dullkraut. Mandar a tres idiotas con ametralladoras, sí, pero no una cosa tan refinada. Todo el mundo sabía que Dullkraut tenía varios salones de billar. Era lo obvio. Demasiado obvio. Y lo mataron en su casa, sin señal de que forzasen la puerta. El pelirrojo le abrió la puerta a sus asesinos a medianoche. Tenía que conocerlos. Los conocía de algo, y el pelirrojo no se trataba con italianos, ni le hubiese abierto la puerta a un desconocido, o a uno de los hombres de Dullkraut. Ni a un tipo disfrazado. ¿De qué te podías disfrazar para que el pelirrojo te abriese a esas horas? ¿De policía? Seguro que no. ¿De sacerdote? ¡Bah! De chica. Quizás fuese una chica. Pero era raro. El pelirrojo no abría a desconocidos y menos en medio de una guerra desatada.

El ritmo de la cuerda volvió a convertirse en segundero. Con esa cadencia, Fallen podía saltar durante una hora. No era igual que cuando tenía veinte años menos, pero seguía estando en forma. Podía incluso saltar, hacer alguna broma a alguno de los que llegaban y seguir pensando al mismo tiempo.

No había sido Dullkraut. Había alguien más. Había algo más. Y además estaba lo de aquel fiscal. Alguien los había involucrado en la muerte de aquel fiscal imbécil y estirado que los había detenido el año anterior. Blovi, el pelirrojo, él y el propio Arkmann habían sido investigados y detenidos por culpa de aquel petimetre. Seidl se llamaba. Los detuvo sin pruebas; no tenía nada más que ganas de notoriedad, ganas de salir en la prensa aprovechando que se acababan de ilegalizar las drogas, pero alguien lo había matado después junto al secretario del alcalde y había un tipo haciendo preguntas sobre aquello. Un tipo que sabía muchos nombres y entraba en todas partes. Un tipo que los conocía muy bien.

Había pensado mucho en ello. Había repasado cada día y cada hora de las últimas semanas antes de que lo metiesen entre rejas sin conseguir dar con él. Pero esa misma tarde, cuando salió de prisión, volvió a verlo y lo reconoció. Era el mismo que a veces arreglaba una farola, o reparaba las aceras. Le había seguido. Estaba seguro de que había una cara que había visto demasiadas veces. Una de esas caras sin importancia. Un tipo sin rasgos. Y estaba otra vez cerca de su casa, y seguramente estaría fuera, esperando a que saliese del gimnasio. Alguien le había contado a aquel individuo que lo iban aponer en libertad. Sabía muchas cosas. Sabía demasiado. Lo de aquel fiscal idiota era un bluf, una pantalla para seguir husmeando.

Fallen dejó de saltar, colocó la cuerda en su lugar y se fue hacia el vestuario, respondiendo a las bromas de los que le decían que estaba acabado. Otras veces entrenaba al menos una hora más, pero en esta ocasión prefería salir a la calle cuanto antes, a comprobar si estaba su hombre.

Husmear. Por supuesto. Eso hacía. A eso se dedicaba. ¡Claro que sí! Era el hijo de aquel Binder de la agencia de detectives. ¡De eso le sonaba su cara!

Fallen golpeó la pared del vestuario con la frente, lamentándose de no haberse dado cuenta antes.

Era el hijo de Binder, por supuesto. Su padre lo enviaba de vez en cuando a hacer recados. De eso hacía ocho o diez años. Él acaba de dejar el boxeo y se hacía cargo de algunas chicas. El hijo podía tener por entonces veinticinco o veintiséis años y su padre lo enviaba a entregarle un sobre de vez en cuando. Era patético: lo buscaba por todo el barrio, recorriendo uno a uno los peores garitos, hasta que lo encontraba y urdía el modo de entregarle discretamente el sobre que llevaba. Debía de pensar que se trataba de un informe o un pago por información para algún caso de su padre. Nunca se le ocurrió pensar que su padre era tan buen cliente que las chicas se acostaba con él de fiado. Ese era el lince que estaba ahora al frente de la agencia de detectives, y seguramente ni se le había ocurrido pensar que el tipo al que seguía era el mismo que el chulo de las chicas de entonces, pero con quince kilos más y la mitad de pelo. Era el hijo de Binder. El idiota. Pero quizás hubiese aprendido algo, porque los había jodido bien.

Fallen se lavó las axilas, se secó rápidamente, y sin cambiarse de ropa salió a la calle, en busca de su hombre. Echó un vistazo calle arriba y abajo y no vio a nadie. En aquellos callejones era fácil esconderse, pero no se podía ir muy lejos si no se quería correr el riesgo de perder la pista a la persona a la que se seguía. Después de cinco minutos de deambular sin ver a nadie volvió al gimnasio. Quizás se hubiese ido.

—¡Eh, Heinz!, ¿puedo usar tu teléfono? —le preguntó al encargado.

—Claro.

Fallen se dirigió al viejo aparato de dos piezas, una para hablar y otra para aplicarse a la oreja, buscó en el listín el número de la agencia Binder de detectives y probó suerte.

La tuvo.

—Binder detectives, dígame —respondió una voz al otro lado.

—Tengo algunos datos sobre lo que le sucedió al fiscal Seidl. ¿Le interesan?

Al otro lado se hizo un pequeño silencio.

—¿Dónde puedo verle? —preguntó el detective.

—Esta noche, a las once, en el callejón que hay junto a la Quinta Vida, un cabaret restaurante de…

—Lo conozco, atajó Binder —sin ocultar su ansiedad.

—Hasta las once, entonces —se despidió Fallen colgando acto seguido.