El barón Von Schuller cumplió a la perfección con su papel de anfitrión, pero en cuanto Göring y Takacs salieron de su casa dio rienda suelta a su ira, destrozando contra el suelo los vasos con lo que habían brindado.
Aquel imbécil de Takacs se había dejado vigilar por la policía. Por eso le habían pedido la documentación en aquel supuesto control rutinario. ¡Y por eso había aparecido por su casa el maldito comisario Müller! Le había parado los pies con toda contundencia, sí, pero no era igual que simplemente albergase alguna sospecha a que hubiese atado cabos tras comprobar la lista de visitas de Takacs.
—¡Maldito idiota!, ¡mequetrefe! —exclamó el barón.
Podía volver a llamar al ministro, o ponerse en contacto con alguno de sus amigos en las altas esferas, pero eso tenía un coste. En dinero, en prestigio, en cejas alzadas y narices arrugadas. Podía jugar esa carta, pero no podía jugarla siempre y hubiese preferido reservarla para más adelante, cuando el negocio hubiese producido lo bastante para acallar murmullos.
Dinero. Como siempre, era cuestión de dinero. Para no perder sus tierras se había metido en aquello. Para mantener su nombre, su casa y la influencia de su apellido. Cuando supo que prohibirían la circulación de la morfina decidió que era mejor vender aquello que vender las tierras de la familia. Todo iba bien. Todo marchaba a la perfección y tenía bisos de marchar aún mejor, hasta que aquel tullido imbécil había ido a leerle las cartas a Hitler. ¿Cómo era posible que todo el negocio, con lo que representaba, se pusiera en riesgo por una estupidez semejante?
Tendría que poner en marcha toda su influencia. Decir que la policía lo acosaba. Decir lo que fuese. El comisario Müller tenía fama de implacable, pero también de actuar a menudo con métodos y motivaciones turbias. Le creerían. Le tenían que creer, pero saldría caro.
Si el plan funcionaba tal y como Göring lo había previsto, pronto podría gastarse diez veces lo que iba a costar aquello, pero no todo era dinero: también contaban los favores, y el prestigio, y el coste de que hablaran de él en según qué términos. Podía contar con el ministro, y con tres o cuatro diputados, y con un par de ministros más de otros departamentos. Entre todos detendrían a aquel comisario Müller y las cosas volverían a su cauce, pero no podía permitirse ni un desliz más. Ni un solo fallo.
Y Takacs pagaría por aquello. De momento lo necesitaba, pero le cobraría muy cara aquella estupidez. ¿Quién más pasaba por su casa?, ¿con quién más lo había relacionado en los papeles de la policía? Seguramente con alguno de los sicarios de Góring, o con gente aún peor.
El barón se sintió recorrido por un estremecimiento. Se pasó la mano por los cabellos y trató de calmarse. Un par de leves golpes en la puerta lo ayudaron a recuperar automáticamente su aplomo. Sólo los vidrios rotos delataban que algo no había ido bien en aquel salón.
—Pase —invitó el barón, pensando que era el criado.
En cambio, apareció su hija, ataviada con un vestido verde oscuro que le sentaba realmente magnífico.
—Hola papá. ¿Qué ha pasado? —preguntó al ver los vasos rotos.
—Nada. Un accidente estúpido. Ahora iba a llamar para que lo limpiasen. ¿Y tú?, ¿por qué te has puesto tan guapa?
—¿Te gusto? —preguntó ella con coquetería, dando una vuelta sobre sí misma para mostrarse a su padre.
—Siempre estás espléndida, Elisa, pero hoy estás radiante de veras.
—Gracias, papá. Voy al teatro.
—¿Qué vas a ver?
—Eduardo II, de Brecht —respondió la joven, sabiendo que su padre detestaba a aquel autor, lo cual tampoco era de extrañar teniendo en cuenta la clase de cosas que solían decir los personajes de Brecht de la gente como su padre. O como ella.
El barón, sin embargo, no mordió el anzuelo y no hizo comentario alguno sobre el autor.
—Y vas con ese tal Hammerslein, ¿me equivoco? —preguntó en cambio.
La respiración de la muchacha se agitó.
—Sí, papá. Con el señor Hammerslein. Ha sido muy amable al invitarme.
El barón meneó la cabeza con desagrado.
—Sabes que detesto que seas vista en compañía de ese insoportable pelagatos, querida.
—¡Papá, por favor! Ha aprobado su examen y pronto será juez, aunque ahora sea tan sólo un pasante. Y se gana muy bien la vida.
El barón rio sin despegar los labios.
—El dinero no se gana, hija. Se tiene o no se tiene.
—He dicho la vida, no el dinero, papá —arguyó la muchacha.
El barón se rio esta vez a carcajadas.
—Se gana la vida con la judicatura y el dinero en el teatro, me temo. O eso pretende —se burló.
Elisa enrojeció hasta la raíz del cabello mientras sus ojos se llenaban de lágrimas.
—No sé por qué eres tan cruel conmigo. Tengo veintiséis años y no has aprobado ni a uno sólo de los jóvenes que se han acercado a mí.
—Tener veintiséis años no es razón para declararse en saldo. Y dime el nombre de uno sólo de esos jóvenes que se acercaron a ti que estuviese aproximadamente a tu altura para poder darte la razón. Mira bien que no digo a la misma, sino sólo aproximadamente.
—Todos estaban a la altura de mi soledad —respondió ella en un gemido.
—Si quieres compañía, cómprate un gato; pero como mujer, atente a tus obligaciones lo mismo que has disfrutado de tus prerrogativas.
Elisa se limpió las lágrimas, apretó los labios y miró de frente a su padre.
—Sí, papá. ¿Puedo irme ya? —preguntó con los ojos ya secos y una chispa de determinación en la mirada que no gustó nada al barón.
—Por supuesto. No quiero que llegues tarde. Una futura baronesa debe ser puntual incluso con su cochero.
—Gracias, papá.
El barón ya se había encaminado hacia las escaleras, pero se giró de nuevo.
—Elisa.
—Sí, papá.
—Haz algo por los dos, por favor: dile a tu señor Hammerslein que me irrita mucho su presencia a tu lado, y que si insiste en sus pretensiones no sólo me comprometo por mi honor a que jamás vea un céntimo mío, sino que tomaré las medidas oportunas para que lamente haber manchado mi nombre con su sombra. Díselo y si aún así continúa cortejándote, tendré mucho gusto en reconocer que vale más de lo que yo creía.
—Me alegro de que contemples esa posibilidad, papá.
—Mi reconocimiento, por supuesto, no tendrá ninguna contrapartida en efectivo, pero no puedo negarte a ti esa satisfacción. ¿Se lo dirás?
—Te prometo que sí, papá —aseguró la muchacha.
El barón se acercó hasta ella y la besó en la frente.
—Pues que te diviertas, hija.
—Gracias, papá.