XXXIV

Atila Takacs ordenó a su criado que tomase todas las precauciones posibles para que nadie los siguiera. La mejor virtud de Florian residía en que jamás cuestionaba las razones de lo que se le mandaba, así que recorrió con exagerada lentitud los primeros cien metros para luego acelerar de golpe y tratar de comprobar si algún otro vehículo repetía su maniobra. Aunque no vio a nadie, dio cinco vueltas a una manzana en la que era posible desviarse en media docena de cruces diferentes, y cuando su patrón se dio por satisfecho se encaminó hacia el domicilio del barón Von Schuller, eligiendo con todo cuidado las calles menos transitadas, donde cualquiera que fuese tras ellos no pudiera mimetizarse fácilmente con el resto del tráfico.

Después de dejar a su amo con el barón, Florian volvió inmediatamente a casa, con la orden de explicar a cualquier visitante que el señor Takacs estaba acostado. Aún así, el adivino no se sentía del todo tranquilo, y eso fue lo primero que quiso explicar al barón Von Schuller y a Göring, que lo esperaban hacía ya diez minutos en el salón del aristócrata.

—Disculpen mi tardanza, pero toda precaución es poca. Como ya les dije, me consta que vigilan mi casa y no quisiera que una imprudencia mía les comprometiese.

—Hace semanas que saben que íbamos a verle, así que ya están al corriente de nuestros encuentros, más o menos —repuso Göring, a medio camino entre la condescendencia y el reproche. Lo que de veras quería oír el aviador era una buena explicación sobre ello.

El adivino pensaba dejar su confesión para el final de la reunión, cuando ya estuviese decidido el asunto que le llevaba allí, pero decidió sobre la marcha que todo marcharía mejor si hablaba en primer lugar de su pequeña claudicación. Estaba seguro de que lo entenderían, pero prefería desembarazarse cuanto antes de la sensación de estar engañando a sus socios.

—Antes de nada, señores, quisiera aclararles la razón por la que envié a mi criado a pedirles que no volvieran a mi casa ni me llamasen directamente por teléfono.

—No creo que sea necesario —desdeñó Von Schuller poniendo una copa de brandy en manos del adivino—. Ya nos dijo que había pasado la policía por su consultorio.

—Müller, concretamente —apoyó Göring sin poder evitar llevarse la mano a la herida de la ingle al pronunciar el nombre del odiado comisario—. Uno de sus hombres me pidió la documentación una tarde, después de visitarle a usted.

—También a mí, pero varias calles más lejos. La verdad es que no lo relacioné con el hecho de haber estado en su casa hasta que hace unos días se presentó aquí el propio comisario —reconoció el barón, que habitualmente iba en coche a todas partes, salvo en verano, que prefería desplazarse a pie para hacer ejercicio y disfrutar del buen tiempo.

Takacs apretó los labios.

—Tomaron nota de los nombres de todos y cada uno de mis visitantes. Y el comisario en persona vino a verme y se permitió amenazarme. Pero les aseguro que su visita no tenía nada que ver con nuestros asuntos; de hecho, era ya la segunda vez que venía, aunque nunca les haya hablado de ello.

Von Schuller y Göring cruzaron una rápida mirada de alarma. Luego, para distender el ambiente, el barón tomó asiento y pidió al aviador que hiciera otro tanto.

—Confío plenamente en sus razones —declaró Von Schuller—. Pero debemos ser más prudentes que nunca: ese comisario nos ha relacionado de algún modo con la morfina. Incluso se permitió decirme que algunos testimonios me señalaban. Y fue justo después de preguntarme si conocía a Morrison y Biedermeier, y de mencionarle a usted.

—No puedo imaginar cómo… —trató de disculparse Takacs.

—¿Y qué respondió usted, barón? —interrumpió Göring, tratando de saber cómo estaban exactamente las cosas.

—Lo mandé al Infierno, por supuesto.

Göring frunció el ceño.

—No estoy seguro de que esa fuese la mejor actitud… —dudó.

—Cada papel requiere unas formas y un parlamento, y el mío exigía una llamada a las altas instancias para que recordasen a ese estúpido comisario que no puede tratarme a mí como a la gente con la que habitualmente se desenvuelve. Y eso hice exactamente.

—¿Llamó usted a alguien importante?

—Al mismísimo ministro. Y le dejó bien claro, por teléfono, que debía dejarme en paz. Se lo ordenó, de hecho. En el acto y con toda contundencia.

Göring y Takacs se echaron a reír.

—Hay que reconocer que su parte la cumple a la perfección —alabó el aviador.

—Por supuesto. Lo que conviene saber es cómo cumplen los demás la suya.

Takacs comprendió que era el momento de ofrecer una explicación completa.

—El comisario Müller vino hace algún tiempo en mi consulta para saber qué había hablado con el señor Hitler en prisión. No debería decirlo, pero lo cierto es que el señor Hitler es cliente habitual mío, y lo cierto también es que me enorgullezco de haberle ayudado a mejorar su estado de ánimo en unos momentos en que pensaba dar la espalda a la política, asqueado de los sinsabores que debía padecer constantemente.

—No, no lo sabía, pero me alegro de que le ayudase usted —celebró Göring—. Todos hemos pasado por momentos muy malos desde aquellos desventurados días de noviembre.

—Prosiga, por favor —solicitó Von Schuller, irritado por la desafortunada coincidencia de que la policía relacionase a su lugarteniente con un personaje tan vigilado como Hitler.

Takacs se aclaró la garganta.

—Por supuesto, no le dije una sola palabra al comisario. Las conversaciones con mis clientes son estrictamente confidenciales. Al comisario no le gustó marcharse con las manos vacías y me avisó de que disponía de otros recursos para obtener mi colaboración. Pensé entonces que ceder era un modo de darle a entender que tenía algo que ocultar y no cedí.

—Y así fue como condujo al comisario Müller hasta nosotros, ¿me equivoco? —preguntó Von Schuller con tono agrio.

—Por mi parte no veo nada reprochable en su actitud —salió en su defensa Göring, más dispuesto que el barón a simpatizar con el hecho de que el mago no quisiera traicionar a Hitler.

El adivino trató de mantenerse firme.

—Sí, esa fue la razón por la que el comisario Müller ordenó vigilar mi casa e identificar a todas las personas que saliesen de ella. Y por eso regresó a mi consulta unas semanas después para decirme que seguramente no me alegraría de que mis clientes fuesen molestados, y menos aún de que se llevara detenido a mi asistente con cualquier pretexto.

—¿Llegó a amenazarle con eso? —se indignó Göring, poniéndose en pie, a pesar del dolor que le producía cualquier gesto brusco.

—Con eso exactamente.

—¡Qué bajeza! —despreció el barón.

Takacs consiguió sonreír, aunque en su frente brillaban algunas minúsculas gotas de sudor, tal vez por el esfuerzo de ocultar que también Elisa, la hija del barón, había sido identificada entre los visitantes de su casa.

—La verdad, señores, era que me preocupaba mucho más que les importunasen a ustedes que el que se llevasen unos días a Florian. Seguramente podría encontrar a alguien para ese tiempo, y aunque reconozco que sería una gran incomodidad, tampoco tendría verdadera importancia. Sin embargo lo otro…

—Comprendo, comprendo —afirmó el barón, más conciliador.

—En todo caso, sepan que accedí a contarle lo que había hablado con el señor Hitler y también a tratar de inducirlo en las siguientes visitas a abandonar la política. Por supuesto, en estas circunstancias, he evitado volver a visitarle en la prisión, aunque me lo haya pedido ya un par de veces en este tiempo.

Göring se echó a reír. Dejó su copa sobre una mesa y se golpeó las rodillas, verdaderamente divertido.

—Pues vaya a verle hoy mismo. O mañana a más tardar —lo animó.

—No comprendo —dijo Takacs muy serio.

El piloto seguía riéndose.

—Es bien sencillo. Tengo entendido, y puede creer que mis fuentes son de primera mano, que nuestro Führer va a convocar en muy breve plazo una rueda de prensa en la que anunciará que abandona la vida política y pedirá a todos sus seguidores que no le hagan más visitas en la cárcel. No es que semejante idea se le haya pasado por la cabeza, por supuesto, pero nos consta que ese maldito comisario Müller ha reunido un buen montón de informes contra su libertad condicional y Hitler quiere contrarrestarlos a toda costa.

—Se dice que ha solicitado incluso su deportación a Austria —intervino el barón.

—Así es. Y por tanto, mientras el caso no se resuelva definitivamente, lo mejor es dar a entender que se retira de la política. Así que, señor Takacs, aproveche la casualidad y apúntese ese tanto con Müller.

El barón sonrió también, e incluso consiguió reírse un poco. Sólo el propio Takacs permanecía serio hasta que la distensión de los demás logró arrastrarlo a su campo.

—Nada me molesta más que dar a entender a ese… ese canalla que ha conseguido su propósito. Pero si están así las cosas…

—Así, exactamente. Esta semana, o a más tardar la que viene, el Führer anunciará su decisión en rueda de prensa.

—¿Y qué pasará luego cuando quiera volver? —preguntó el barón.

Göring se encogió de hombros.

—Pues cuando quiera volver, volverá. Apelando al sacrificio que le piden sus camaradas, a emergencia nacional o a lo que surja. ¿Desde cuándo importan estas cosas en política?

—Pero perderá credibilidad —insistió Von Schuller.

—¿Cree usted de veras que el que se niega a algo haciéndose de rogar pierde credibilidad? Yo creo que la gana, dando a entender al otro que tiene influencia sobre él. La gente cree sobre todo al que le ayuda a sostenerse la careta, ¿no le parece, señor Takacs? —preguntó Göring con brutalidad.

—Nunca lo había visto así —repuso fríamente el mago.

—Olvidaba que a usted no le interesa la política —bromeó el piloto.

El barón Von Schuller se levantó para atajar la tensión rellenando nuevamente las copas. No estaban allí para intercambiar ingeniosidades.

—Y ahora que estamos seguros de que el comisario Müller no nos molestará más, ¿qué tal si tomamos una decisión respecto a lo nuestro?

—¿Pero no está tomada ya? —preguntó Göring sin dejar el tono jovial de los últimos minutos.

—Creo que me he perdido algo, entonces —trató de ironizar el adivino.

—No se han perdido ustedes nada, pero me parece fuera de toda duda que si Müller va a celebrar estos días el retiro de Hitler, tenemos que aprovechar el momento para dar el golpe de gracia a esas dos bandas moribundas que llevan una semana desangrándose con nuestra ayuda.

El barón Von Schuller sonrió satisfecho. A él era a quien más le perjudicaba el retraso y era, por tanto, el más interesado en que se diera al fin el paso definitivo.

—¿Y quién se marchará primero?, ¿Arkmann o Dullkraut? —quiso saber.

Göring golpeó levemente su copa con el puño de su bastón, como si quisiera probar la sonoridad de ambos.

—Primero se marchará Hitler. Dará su rueda de prensa por la mañana, y esa misma tarde se despedirán también Arkmann y Dullkraut. Ambos.

—¿Lo dos a la vez? —se extrañó Takacs.

—Por supuesto. El Führer no merece menos.

—Me parece un gesto demasiado teatral —trató de oponer Von Schuller.

—Lo es —concedió Göring

—¿Y nos arriesgaremos por un gesto? —dudó el barón.

—Por supuesto. La diferencia entre vivir y sobrevivir también es solamente un gesto, ¿no les parece?