Aquella noche Karina no quería que Joseph le limpiase el maquillaje.
Lammers la había ido a buscar al lugar de costumbre a las nueve de la noche, mucho antes de la hora habitual, y mejor vestido que otras veces. Ella se agarró a su brazo con fuerza para salir a la calle, y cuando Lammers le anunció que quería invitarla a cenar y a tomar unas copas, ella se echó a llorar.
Entonces ya no pudo seguir disimulando el moratón en la cara ni la herida en el labio, cubierta por una espesa capa de carmín. Lammers levantó una ceja, sólo una.
—No te acerques a él. Es un tipo peligroso —rogó ella dando por explicado todo lo que había sucedido.
Lammers pasó cuidadosamente su dedo por el moratón y luego por el labio, como el especialista en arte que valora los daños en una antigüedad valiosa.
—Yo sólo soy un pobre hombre, pero quiero que esta noche vengas conmigo.
—No puedo. Me matará —repuso ella sorbiendo las lágrimas.
Lammers sacó un billete flamante del bolsillo y obligó a Karina a cogerlo.
—He pagado tu compañía hasta mañana, al menos. Vete y dáselo si quieres, pero esta noche quiero que vengas conmigo.
La muchacha volvió a llorar, más desconsoladamente que antes. Ahora lloraba de decepción. Iba a decirle que esperaba algo más de él, pero cuando se encaró con su mirada para reprocharle su cobardía por intentar arreglarlo todo con dinero, vio algo en sus ojos que la indujo a callar. Además, no tenía derecho a quejarse: ella era una prostituta y él un simple cliente: era estúpido pensar otra cosa.
—¿Qué llevas ahí? —preguntó refiriéndose a una bolsa de cuero estrecha y larga que llevaba él pegada al cuerpo. En realidad no sentía ninguna curiosidad, pero quería cambiar de conversación a toda costa.
Lammers sonrió. A su manera, pero sonrió. Abrió con destreza la bolsa y sacó un par de tacos de billar.
Karina se echó a reír.
—Mi padre jugaba al billar —comentó acariciando la madera.
—Yo no —repuso Lammers.
Luego, como otras veces, caminaron un largo trecho en silencio, cogidos del brazo. No tenían nada que decirse ni sentían la necesidad de hablar de sus preocupaciones, o inventar banalidades. Sepp escuchaba atentamente el ruido de los pasos, pesados los suyos y repiqueteantes los de ella. Los escuchaba casi con devoción, como el melómano que se abandona al influjo de la música en el palco de un teatro. Aquellos zapatos de tacón sonando junto a sus botas eran los mismos con los que soñaba en la trinchera, bajo una lluvia de obuses; los mismos que escuchaba cuando se lanzaba al asalto de una posición. El metrónomo del mundo.
Esquivas un millón de balas, matas mil hombres para volver junto a ella y te dicen que no está, que no se pudo hacer nada contra la tisis. Y entonces lo único que quedan son los pasos, como gotas de añoranza horadando el esqueleto pelado de la cordura. Pasos de mujer. Un corazón con latidos de tacón.
—Es aquí, si quieres —indicó Sepp cuando estuvieron delante de un restaurante.
Ella lo vio demasiado elegante y dudó un momento.
—¿No será demasiado caro?
—Si es muy caro, pagas tú. Tienes dinero.
Karina hizo un mohín de disgusto, pero aceptó.
—Pago yo, aunque no lo sea —decidió de pronto. Le daba igual lo que pasara luego. Si llegaba borracho le pegaría de todos modos.
La cena fue larga. Dieron buena cuenta de tres platos y dos botellas de vino. La bebida le soltó la lengua a Karina, que contó que era viuda, pero no de un soldado como tantas otras, sino de un emigrante que se había ido a Suramérica prometiendo regresar a recogerla o enviarle dinero para el pasaje. En lugar de eso, llegó una carta diciendo que había muerto en un accidente mientras trabajaba en una fábrica de harinas. Ni siquiera había podido comprobar si era cierto o se trataba de una treta para librarse de ella y casarse con otra: preguntó en el consulado y supo que no había entrado nadie en Chile con el nombre de su marido. La carta informaba de la muerte de un hombre que no existía. Escribió a la fábrica pero no le contestaron. Muerto o no, decidió olvidarse de él. El resto de su historia se componía casi exclusivamente de compañías equivocadas, decisiones absurdas y montones de mala suerte.
Sepp la escuchaba con atención y asentía de vez en cuando, pero no contó gran cosa sobre sí mismo. Sólo que había sido soldado y conductor de camiones. Cuando ella le preguntó a qué se dedicaba, él se encogió de hombros.
—Ahora lo verás —dijo solamente.
Cumpliendo lo pactado, ella pagó la cuenta, dejó una generosa propina y enlazó de nuevo el brazo de él.
—¿Dónde vamos? —preguntó.
—Sólo un par de manzanas más abajo.
La calle estaba desierta y todos los portales cerrados a cal y canto, menos uno, que tenía la cerradura destrozada.
—Aquí es —anunció Sepp—. Sube conmigo, por favor.
Ella pasó delante y enfiló las escaleras. Cuando llegaron al segundo piso, Sepp abrió la bolsa de cuero y sacó un taco de billar.
—Ahora, llama a la puerta y di que te envía el jefe como regalo de cumpleaños. Sé convincente. Tienes que conseguir que abra.
A Karina se le arrasaron los ojos de lágrimas. No esperaba que fuese a convertirse en regalo para otro. Iba protestar pero de nuevo le pareció ridículo. Era una puta y le habían pagado para trabajar como puta. Las cosas claras.
—¿Cómo se llama?
—Es igual. Pregunta si vive aquí el pelirrojo.
Ella intentó sonreír e hizo lo que le mandaban. Llamó tres veces a la puerta mientras Sepp se apartaba para no ser visto. El gesto no le pasó desapercibido a Karina, que pensó, con verdadero alivio, que quizás Joseph no fuese a entregarla a otro hombre. Ni siquiera se le pasó por la imaginación que quizás estuviese colaborando para algo mucho peor.
En el interior del piso sonaron pasos sobre el suelo de madera.
—¿Quién es? —preguntó una voz atiplada.
—Soy tu regalo de cumpleaños —dijo Karina con voz sugerente.
—¿Quién demonios eres? —insistió el de dentro.
—¿No vive aquí el pelirrojo? Me manda tu jefe como regalo, pero si no te gusto me voy, cariño. No hay problema.
La mirilla de bronce se abrió casi de golpe y tras ellas apareció una mirada inquisitiva. Karina se desabrochó un par de botones de la blusa.
—Lo tomas o lo dejas. ¿O prefieres que te manden un chico?
—Déjame verte mejor —dijo el pelirrojo, comenzando a descorrer los cerrojos.
—Soy toda tuya durante dos horas.
En cuanto el pelirrojo abrió la puerta, Sepp lo golpeó con el mango del taco de billar. Karina se llevó las manos a la boca para no gritar, pero aún así no pudo evitar que se le escapase un gemido cuando vio que Sepp daba la vuelta al taco de billar y se lo clavaba al pelirrojo atravesándolo de parte a parte, hasta hacer asomar la suela por la espalda.
El pelirrojo intentó durante unos instantes arrancarse el palo, clavado en su vientre, pero se desvaneció sin conseguirlo. Sepp empujó el cuerpo con los pies hacia el interior de la casa y cerró la puerta.
—Ahora ya sabes a qué me dedico. Vámonos. La muchacha estaba temblando. Sólo después de un centenar de metros consiguió hablar, y no dijo nada de lo que Sepp esperaba que dijese.
—Llamas demasiado la atención con esa bolsa. ¿No había otro modo de hacerlo?
—Hay mil modos de hacerlo. Pero la muerte debe tener algo de espectáculo para que valga la pena. Como cualquier sacramento.
—No lo comprendo.
—No hace falta que lo entiendas. Es cuestión de fe. Como cualquier sacramento —repitió Sepp encogiendo una mejilla en un amago de sonrisa.
Ella sacudió negativamente la cabeza, mordiéndose los labios.
—Y además, prefería no haber estado contigo. Sé como te llamas. Sé dónde vives. Tengo miedo.
Sepp se detuvo en medio de la calle, le acarició el cabello y tomó suavemente su cara entre sus manos.
—No sabes cómo me llamo. Sabes dónde vivía hasta hace unas semanas. Me han visto cenar contigo y sólo un completo idiota haría daño a su coartada. Porque si algo va mal y me preguntan qué hice esta noche, diré que la pasé contigo, y quiero que estés sana y salva para decir que así fue. Y tal vez tarden años en preguntar, ¿entiendes?
Karina asintió, emocionada. Era la promesa de amor más sincera que le habían hecho jamás.
—Hoy pasaremos la noche en tu casa, si quieres —propuso Lammers.
—Pero él me matará si… —empezó Karina, sin atreverse a acabar la frase.
Sepp la besó con furia, haciéndole daño en la herida del labio. Cuando separó su rostro del de ella, la miró muy fijamente, con los ojos húmedos.
—Tú decides. ¿Quieres que vaya esta noche a tu casa?
—Sí, quiero —respondió ella con toda solemnidad. Con la que se acepta un sacramento.