XXXI

Frank Dullkraut también bebía.

Hasta hacía poco tiempo, Dullkraut se quedaba muchas veces en el piso de arriba, pero después del ametrallamiento de la Quinta Vida pensaba que Arkmann, por mucho que se las diese de exquisito, quizás no tuviese inconveniente en convertirse en imitador de su idea. Desde entonces pasaba muchas horas en el sótano, al lado de los billares, mirando las partidas mientras sus hombres discutían sobre los sucesos del día.

Aquella tarde no jugaba nadie. Un joven delgado y bajo hacía rebotar una y otra vez la bola roja contra la banda larga y la volvía a recoger en su regreso. En torno a la mesa donde Dulkraut daba largos tragos a su cerveza, otros cuatro hombres permanecían en silencio, con cara de pocos amigos, esperando a que su jefe siguiera hablando. Dullkraut, sin embargo, prefirió rascarse su gruesa papada y callar. Cuando alguna idea complicada le rondaba por la cabeza, parpadeaba lentamente, como si quisiera masticarla cuidadosamente con los ojos.

—Esto no puede acabar bien, muchachos —dijo al fin, sacando del bolsillo de su chaqueta una cajita de rapé. Solía decir que de todos los vicios posibles sólo era aficionado al único que no le daba dinero. Y era verdad: jamás había vendido tabaco en polvo.

Los que estaban a su alrededor se limitaron a gruñir un asentimiento. Era la cuarta o quinta vez que su jefe repetía aquella frase, seguramente vacía en labios de otro cualquiera, pero no en los suyos.

—Es tarde para un final feliz. Ahora tenemos que hacer algo —dijo antes de inspirar el rapé.

—Podemos acabar con ellos —refrendó el que se entretenía con la bola de billar.

—No queda más remedio —se unió otro, alto y de cejas salientes.

Dullkraut respondió con un ronco sonido gutural.

—Siempre hay otro remedio. O debería haberlo. Ellos son menos, pero están mejor relacionados.

—De nada les van a servir sus relaciones en el cementerio —bromeó otro, moreno y nervioso, que no podía estarse quieto en su asiento.

—Todos sabemos que eres un idiota, Suff, pero podías intentar disimularlo —amonestó Dullkraurt al último que había hablado—. A nosotros tampoco nos sirven para nada en el cementerio, porque lo que queremos es seguir con nuestro negocio. Si ellos mueren y los jueces se enfadan, y la policía se enfada, y los políticos se enfadan, se va al garete nuestro negocio. No se trata de si podemos acabar con ellos o no: se trata de si podemos acabar con ellos y seguir nosotros donde estamos, porque tienen demasiados amigos y demasiado arriba para permitir que los liquidemos tranquilamente.

—Perdone, jefe —se disculpó el tal Suff.

—Que te perdonen estos por haberlos hecho dudar.

Todos protestaron. Dullkraut golpeó la mesa.

—Callaos. Os ha hecho dudar, porque todos queréis acabar cuanto antes con esto. Por eso habéis dudado. He llegado hasta aquí por saber lo que hace titubear a la gente y lo que no.

—Si no acabamos con ellos nos seguirán cazando uno a uno —opuso otro, vestido de claro. Hasta los zapatos eran blancos.

—A la policía le da igual que maten de vez en cuando a uno de los nuestros. A veces la prensa ni lo menciona.

—Mejor —repuso Dullkraut—. Cuanta menos gente sepa que lo estamos pasando mal, menos nos perderán el respeto. Si todo el mundo supiera que nos cazan como a gatos, pronto surgiría media docena de listos intentando trabajar por su cuenta.

—Hay que hacer algo —dijo el que se sentaba en el borde de la mesa de billar.

—¿Se puede intentar hablar con ellos de nuevo? —quiso saber el de las cejas prominentes.

Dullkraut dio otro trago a su cerveza. Tardó casi medio minuto en responder, después de intentar eructar sin conseguirlo.

—Es inútil. No nos creerán. Nosotros tampoco les creemos. No vale la pena.

—Debimos intentar negociar antes de ametrallar aquel cabaret —dijo el hombre vestido de blanco.

Dullkrut negó con la cabeza.

—Ametrallar el cabaret era lo único que tenía sentido. Habían matado a dos de los nuestros aquella misma tarde. Tú mismo viste al tipo que lo hizo, Suff, y saliste tras ellos, ¿no es así?

—Estoy completamente seguro, jefe. Eran sus hombres.

—No lo dudo. Nadie lo duda, Suff. Estate tranquilo. Pero si matan a dos de los nuestros y vamos a hablar con ellos antes de reaccionar pueden pensar que nos tienen en la mano. Sólo se negocia cuando hay algo que ofrecer y algo con lo que amenazar. Ametrallamos el cabaret y traté luego de hablar con Arkmann en el hospital. Ese es el orden correcto. No el contrario.

—Pero era como reírse de él…

Dullkraut se encogió de hombros.

—Tuvo temple. Incluso me dio las gracias por las flores. Dijo que no merecía la pena hablar del tema. Creyó que ahí hubiese terminado todo, pero luego sucedió lo del Jardín Inglés, esos dos tipos estrangulados con alambre de espino, y empezaron a matar a los nuestros. De momento han empezado por los pequeños, por los italianos de las barriadas, pero estoy seguro de que están esperando a que nos dejemos ver para dar el golpe definitivo.

Todos se pusieron a hablar a la vez como si lo hubieran ensayado previamente, pero enseguida se impuso el orden por sí solo. Cuando cada uno pudo hacer oír a los demás lo que tenía que decir, resultó que no había gran cosa que opinar.

—¿Y quién hizo lo del jardín Botánico? —preguntó el del traje blanco, haciendo de portavoz del resto.

Dullkraut frunció el ceño.

—Hace mucho tiempo que no pienso en otra cosa. No tengo ni idea y creo que no importa ya. Ahora la pregunta que interesa es otra: ¿qué hacemos?

De nuevo se desató un barullo de voces.

—Esto no puede acabar bien —repuso Dullkraut, levantándose trabajosamente de su silla, mientras sus hombre seguían discutiendo.

Luego fue hacia una diana, cogió media docena de dardos y los fue lanzando uno a uno. Sólo dos se clavaron en la diana, y muy lejos del centro. Entonces, con una agilidad imposible de imaginar en su corpachón, sacó un revólver del cinturón y disparó cinco veces contra la diana, colocando los cinco balazos por dentro del triple, y uno de ellos en el mismísimo ojo de buey.

—Ya está bien de tonterías —añadió solamente.