Lo que menos le gustaba de su trabajo al detective Binder eran las interminables esperas delante de una puerta, o más bien en cualquier lugar desde el que se pudiese ver esa puerta, pero lejos de ella. Como era verano al menos podía sentarse en un banco a fingir que leía el periódico, o vestirse de albañil para simular, armado de paleta y caldereta de cemento, que reparaba los bordillos y las aceras.
Llevaba varios días siguiendo los movimientos de Helmuth Arkmann, y desde que había recibido la llamada del comisario Müller se sentía mucho más tranquilo. Al final, Müller no había resultado tan mal tipo como él se lo imaginaba; todo lo contrario: lo citó en comisaría y tras felicitarlo efusivamente por su idea respecto a investigar los casos en que trabajaba el fiscal Seidl antes de su muerte, le ofreció toda su colaboración. Desde entonces llevaba en el bolsillo un distintivo policial que le había facilitado el propio Müller para que pudiese mostrarlo si alguien hacía más preguntas de la cuenta, o si era él quien necesitaba imponer su curiosidad en alguna parte. Además, el comisario había puesto a su disposición los archivos de la policía y eso le había ahorrado muchas horas de trabajo, y le ahorraría muchas más, seguramente.
En primer lugar había tratado de localizar a los tres hombres que, junto al propio Arkmann, iban a ser acusados por el fiscal Seidl antes de que fuese asesinado. Uno de ellos había muerto de un infarto poco después que el fiscal. El tipo sólo tenía treinta años y todo sonaba un poco extraño, pero en cuanto preguntó a cuatro o cinco personas del vecindario no tardó en saber que el ataque cardiaco sólo había sido una pudorosa tapadera para ocultar la muerte por sobredosis.
El segundo del trío se llamaba Richard, pero todo el mundo lo conocía como Blovi y había muerto durante el ametrallamiento de la Quinta Vida, el cabaret restaurante atacado sin ninguna duda por la banda de Dullkraut como represalia por la muerte de dos de sus hombres aquella misma tarde. Binder lo tachó de su lista y se fue a buscar al tercero. Era Hans Fallen, un conocido matón que había trabajado de guardaespaldas de algunos personajes importantes, exboxeador, exladrón según su ficha policial, y condenado varias veces por distintos actos de violencia, aunque parecía más inclinado a utilizar sus puños que cualquier otro arma.
Llevaba un par de años con la gente de Arkmann y desde entonces no se había vuelto a meter en líos, o si lo había hecho había resultado bien parado, como en el caso de tráfico de sustancias prohibidas por el que el fiscal Seidl iba a acusarle. Con la ayuda de Müller, Binder consiguió su dirección y comenzó a seguirle. Era un hombre alto y fornido, con la nariz partida, y cojeaba ligeramente de la pierna derecha.
Los dos primeros días había salido tarde de casa y había ido a comer a un restaurante barato de las afueras. Después de comer iba siempre al Fettice, una especie de café cantante con billares que se iba llenando de gente y de humo a medida que avanzaba la tarde. Fallen solía quedarse hasta la madrugada, apoyado en la barra con una cerveza en la mano o ayudando al camarero a colocar botellas.
Aquella tarde, en cambio, nada más salir de comer había ido a casa de Arkmann, y Binder lo siguió hasta allí. En la casa debía de estar celebrándose algún tipo de reunión, porque a lo largo de la tarde habían llegado dos coches y habían entrado otros cuatro hombres. Uno de los coches, un Duesenberg gris claro, le llamó la atención a Binder, que anotó el número de la matrícula pensando que podría ser el mismo desde el que asesinaron al hombre del puente Max Josef.
Su disfraz tampoco le permitía mucho más que estar atento a la gente que entraba y salía, pero de momento eso era más que suficiente: ya tendría tiempo más tarde de escrutar las ramificaciones de la organización, y si algún otro de sus miembros había conocido también al fiscal Seidl.
El detective recorría con la vista la ventanas del piso superior cuando en una de ellas apareció el propio Arkmann, con rostro preocupado y un brazo en cabestrillo.
Arkmann sacó una pitillera y con la única mano útil consiguió ponerse un cigarrillo entre los labios. Antes de que guardase de nuevo la pitillera en el bolsillo apareció otro hombre junto a él con un mechero encendido. Luego ambos se retiraron de nuevo tras la cortina y Binder no pudo ver nada más.
El hombre del mechero aguardaba una respuesta.
—Ese tal barón Von Schuller no ha ocupado el sitio de los nuestros. Se niega incluso a suministrar a clientes que no conoce. Y los demás igual. No es obra de alguien que quiera hacerse un hueco a codazos. Es cosa de Dullkraut y sus italianos.
—Nosotros también podemos reclutar a algunos de esos italianos. Cada día llegan más —propuso el hombre del mechero, un joven moreno en el que contrastaba la elegancia de su atuendo con su nariz picada de viruelas.
—Si los dejamos entrar en el negocio acabarán quedándose con todo —protestó otro, de más edad, que permanecía sentado en un sillón de cuero rojo, al fondo del salón.
—A mí tampoco me gustan los italianos —gruñó Fallen, el exboxeador.
—No se trata de si nos gustan o no, sino de qué hacemos. La última vez que actuamos con tibieza casi nos matan a todos —intervino Arkmann.
—¡Fue Dullkraut, maldita sea! —exclamó el que estaba sentado.
—Fue Dullkraut con sus piojosos italianos. Él solo nunca se hubiese atrevido. A Dullkraut no le importa atraerse a toda la gentuza que va llegando del sur; si lo dejamos crecer, dentro de poco no podremos hacer nada.
—Eso es verdad —reconoció el de la nariz cavernosa.
Arkmann trató de rascarse la axila del brazo que llevaba en cabestrillo, pero una punzada de dolor le recordó que debía mantenerlo quieto. El balazo de la Quinta Vida tardaba en curarse.
—Hablé con algunos políticos para pedirles que apretaran a los italianos y me prometieron hacerlo que pudiesen, pero de momento todo sigue igual. Los italianos en sí no son problema, porque no han tenido aún tiempo de organizarse. No entienden el idioma y tratan de juntarse entre ellos, pero no tienen ni contactos ni proveedores. Si acabamos ahora con Dullkraut no tendrán en quien apoyarse y no tardaremos en verlos dando tumbos, como pollos sin cabeza.
—Y entonces serán nuestros —resolvió Fallen en voz alta, al que su nariz y su porte le daban un aire de estupidez nada ajustado a la realidad.
Durante unos instantes no habló nadie. El silencio era tan tenso que se podía escuchar el mecanismo del reloj de bronce que reposaba sobre la chimenea, escoltado por dos húsares con el sable desenvainado. Aquella era la única pieza antigua del salón; el resto de la decoración la conformaban unos pocos y escogidos objetos flamantes, más acordes al gusto de Arkmann que los viejos muebles, oscuros y decimonónicos, que había encontrado al comprar la casa.
—Es el todo o nada —suspiró Arkmann—. A mí, si os digo la verdad, no me importaría que todo siguiera como hasta ahora: cada uno con su territorio y con sus clientes, todos tranquilos y con unas buenas ganancias, pero eso ya no es posible. Ahora, o vamos a por ellos, o vendrán a por nosotros. Es cuestión de ser el primero en decidirse.
Los demás se miraron entre sí, esperando que fuese otro el primero en hablar.
—¿Qué dijo Dullkraut cuando hablaste con él? —preguntó el de las viruelas en la nariz.
Arkmann bosquejó una sonrisa despectiva.
—Eso fue hace mucho tiempo. En otra vida, casi. Me dijo que estaba seguro de que ambos negaríamos toda relación con lo que había pasado y que por su parte podían darse las hostilidades por finalizadas sin necesidad de determinar quién las había empezado.
—Valiente miserable… —empezó el que estaba sentado en el sillón rojo, pero Arkmann le pidió que lo dejase seguir.
—Hasta ahí, todo hubiese podido arreglarse, incluso después de lo de la Quinta Vida. Lo cierto, amigos, es que los tiempos cambian y que no tenemos más alternativa que unirnos o combatirnos, porque con la llegada de los italianos sólo puede haber un jefe. Si no, serán los italianos los que encontrarán un cabecilla y acabarán con todos nosotros.
—¿Vas a proponerle una alianza?
Arkmann alzó la cejas.
—No. Es demasiado tarde. Y está claro cual es su opción preferida. ¡Maldito idiota!
—¿Pero hasta cuándo? De momento ellos han llevado la peor parte, y sin embargo no ceden —dijo Fallen.
—Eso lo sabemos nosotros y lo sabe Dullkraut, pero mientras los periódicos no relacionen a dos o tres italianos muertos con lo nuestro, en la calle se seguirá hablando de que Dullkraut va ganando, y eso es lo que él quiere. No le importa perder más hombres que nosotros con tal de que se diga que está por encima en el marcador. Hay muertos que no cuentan un tanto.
—¿Quería que los firmásemos? —preguntó el que permanecía sentado.
Arkmann se pasó suavemente el índice y el pulgar por su bigote.
—Quizás hubiera sido lo mejor. Hay mucha gente que apoya al más fuerte: pequeños miserables, hombrecillos del montón, petimetres, pusilánimes y oportunistas. Todo ese pequeño ejército se ha unido ahora a Dullkraut porque ha parecido más fuerte que nosotros. Dar la impresión de que vas ganando atrae aliados, y nosotros no hemos sabido dar esa impresión. Ni siquiera la policía nos relaciona con los italianos muertos de las afueras.
El silencio se espesó de nuevo hasta que el hombre que estaba sentado en el sillón se puso en pie y respiró hondo.
—Bien. ¿Qué hacemos entonces? —preguntó.
Arkmann fue hasta un aparador y sacó una botella. La dejó sobre la repisa de la chimenea y la decapitó de un sólo golpe de atizador, tan preciso que la botella ni siquiera se tambaleó. Luego indicó a los demás que acercasen los vasos.
—Beber, por supuesto —repuso con indolencia.