Nada más salir de casa de la señora Strahler, Müller pensó que la mejor manera de aprovechar su estado de ánimo de aquel momento sería ir a hacerle una vista al barón Von Schuller. Quizás fuese mejor idea volver a comisaría y tratar de hablar con Binder, el detective que investigaba los casos de que se ocupaba el fiscal Seidl en el momento de su muerte, pero se sentía más predispuesto en aquel momento a una escena desagradable, la segunda del día, que al despliegue de cortesía que pensaba ofrecerle al investigador.
Caminó tranquilamente un par de calles, comprobando con satisfacción que volvían a abrir muchas de las tiendas y cafés cerrados durante el año anterior, y cuando paró a su lado un tranvía que lo dejaría bastante cerca de casa de Von Schuller, se subió a él.
Un grupo de estudiantes charlaba animadamente en el fondo, mientras varias mujeres, cargadas de bolsas, ocupaban la parte central del vehículo. A aquella hora no había mucha gente, pero la actividad volvía a cobrar pulso y poco a poco habían desaparecido las viejas ropas anticuadas y comidas de remiendos, herencia del abuelo rescatada a toda prisa de un arcón.
Cuando el tranvía se detuvo por quinta vez con su habitual chirrido, Müller se bajó y siguió calle arriba hasta el domicilio del barón. El comisario hizo un gesto apreciativo ante la extensión del jardín y el buen aspecto general de la casa, que sin ser un ostentoso palacete transmitía una sensación de prosperidad difícil de describir. En el piso superior había dos ventanas con las luces encendidas, así que era casi seguro que el barón estaba en casa.
El criado que le abrió la puerta después de una espera más larga de lo común lo miró de arriba abajo y le aseguró que el barón no estaba. Müller iba a dar media vuelta, pero algo en la expresión del sirviente, tal vez un asomo de sonrisa o un destello demasiado triunfante en sus ojos, lo indujo a insistir.
—¿Y sabe cuándo volverá el barón? —preguntó.
—El barón no suele informarme de ese tipo de cosas, comisario.
—¿Puedo esperarle aquí?
—Es posible que no venga hasta la medianoche, comisario —se defendió el criado.
Müller carraspeó.
—En ese caso será mejor que venga en otro momento —propuso.
—Me parece lo mejor, comisario.
—Pero supongo que no le importará que mande cuatro agentes uniformados a que esperen a la puerta el regreso del barón, ¿verdad?
El sirviente reaccionó con un gesto de alarma.
—Si me permite, comisario, creo que eso irritaría enormemente al barón…
—Pues si eso le irritaría, dígale que quiero verle ahora mismo. Sé que está en casa —contestó Müller expeditivo.
—Aguarde un momento —musitó el criado casi sin abrir los labios antes de cerrarle a Müller la puerta en las narices.
Un par de minutos después apareció de nuevo el sirviente e invitó a entrar a Müller, pero no más allá del recibidor.
Von Schuller se presentó poco después con ropas informales y le preguntó malhumorado al comisario qué demonios quería. Müller respondió mostrándole la placa y el barón reaccionó explicando que no le importaba quién era, sino qué quería de él para atreverse a importunarle en su casa.
—Quiero saber si conocía usted a Paul Biedermeier y a Wolfgang Morrison, asesinados hace escasas fechas en el Jardín Inglés —respondió Müller abandonando cualquier intento de mantener una charla amable.
—Los conocía, sí —repuso el barón.
—¿Qué trato tenía con ellos?
—Ninguno.
Müller suspiró.
—¿Conoce usted a Atila Takacs?
—Lo conozco —respondió Von Schuller endureciendo aún más su tono.
—¿Qué trato tiene usted con él?
—Lo visito.
—¿Puedo preguntarle para qué lo visita?
—No. No puede.
A Müller se le agotó la paciencia.
—Mire, barón, estoy aquí para tratar de esclarecer un asunto muy grave…
—El único asunto grave es que esté usted aquí.
—Algunos testimonios lo relacionan a usted con el tráfico de estupefacientes —arriesgó Müller.
El barón frunció el ceño.
—Sígame, por favor —casi ordenó al comisario dirigiéndose al salón.
Cuando llegaron a la pieza principal de la casa, el barón descolgó el teléfono y contó a alguien, en media docena de frases, quién estaba en su casa y la acusación que se había atrevido a lanzar contra él. Luego le pasó el auricular a Müller.
—Creo que el señor ministro quiere hablar con usted.
Müller tomó el aparato y escuchó como Karl Stützel le ordenaba dejar en paz inmediatamente al barón Von Schuller. La palabra inmediatamente la repitió hasta tres veces. Cuando el ministro colgó con un topetazo, Müller le devolvió el teléfono al barón.
—Y ahora váyase de mi casa. Ahora mismo. Y no vuelva —ordenó Von Schuller.
Después de aquello, y maldiciendo en voz baja al ministro, al barón, y a toda la asquerosa aristocracia del mundo, Müller emprendió el regreso a su comisaría sospechando, de pronto, que un vistazo a las cuentas del gobernante partido conservador explicaría aquella escena mejor que cualquier otra pesquisa.
Aquella clase de hombres era la que había llevado a Alemania al desastre en la Gran Guerra, con su maldito orgullo, con sus arcaicos prejuicios y con su empecinamiento en negarse a reconocer que había quedado atrás la Edad Media. La gente como Von Schuller era el verdadero cáncer de Alemania, un país que había modernizado su industria y su economía pero que mantenía las riendas del poder en manos de gente que consideraba súbditos, vasallos y recaderos a sus semejantes. Con personas así en todos los despachos públicos y todos los resortes, no era de extrañar que los comunistas hubiesen estado a punto de hacerse con el poder. O que apareciese un movimiento como el partido nazi. Con gente así, lo raro era que no hubiesen importado un buen millar de guillotinas francesas.
—Si al ministro no le importan las drogas, a mí menos. ¡A la mierda! —exclamó Müller lanzando el paquete de tabaco vacío contra un farola después de encender el último cigarrillo.