XXIII

Aquella misma tarde, un par de horas después, el detective Binder se encontraba en el número doce de la Reisingerstrasse, contemplando una vez más el lugar de los dos crímenes y renovando su asombro por que la esposa de uno de los muertos, y víctima también ella misma de un disparo por la espalda, quisiera seguir viviendo sola en aquella casa. La mujer, sin embargo, no parecía muy impresionada; de hecho, la señora Strahler lo recibió casi con una sonrisa, como si en lugar del investigador del asesinato de su esposo fuese un representante comercial de cualquier chuchería.

—Me alegro de poder hablar finalmente con usted, señor Binder —lo saludó.

—Encantado siempre de servirla —respondió el detective, que desplegaba en sociedad los diálogos aprendidos en las novelas de Goethe.

Gunther Strahler le tendió también la mano, pero no dijo una palabra. Se sentía molesto por tener que estar allí una vez más, entre su testaruda cuñada y aquel investigador inútil que no decía más que vaguedades.

La mujer invitó a los dos hombres a sentarse en los mismos sillones donde habían encontrado a su marido y al fiscal Seidl, y aunque ambos se dieron inmediatamente cuenta de ello, ninguno exteriorizó la menor muestra de darse por enterado. El detective dejó sobre la mesa el grueso legajo que llevaba consigo y se sintió en la obligación de ser el primero en hablar.

—Si hubiera venido hace diez de días solamente, tendría que haberles dicho que el caso no avanzaba. A pesar de que no he parado de trabajar ni un instante sobre este asunto, hasta hace muy poco tiempo no encontré más que callejones sin salida, como sin duda ya saben.

Gunther asintió con demasiada firmeza. Esperaba con expectación las novedades que había anunciado el detective, pero su actitud no pasaba de un belicoso escepticismo.

—Ninguna de las dos vías que había emprendido parecía dar frutos. —Prosiguió Binder—. Ni lograba profundizar en la vida privada del señor Seidl ni era capaz de encontrarle enemigos conocidos al señor Strahler. Sin embargo, ha surgido una nueva línea de investigación que podría resultar un poco más fértil: el señor Seidl preparaba la acusación de varios casos cuando fue asesinado, y resulta que cuatro de ellos, no uno, sino cuatro, tenían que ver con las mafias del tráfico de drogas. Uno de los acusados era el señor Helmuth Arkmann, que como sabrán resultó herido en un ametrallamiento hace unas semanas.

Gunther Strahler cruzó los brazos en actitud defensiva.

—¿Seidl era el fiscal que acusaba a ese Arkmann?

—A Arkmann y a tres de sus hombres, señor Strahler. El fiscal que sustituyó al señor Seidl retiró algunos cargos y los acusados fueron absueltos del resto o condenados a multas y penas menores. Tras pagar las fianzas, todos volvieron a la calle.

—Interesante —reconoció el hermano del difunto Lothar Strahler.

Binder agradeció el tanto concedido con un gesto.

—Eso creo yo. No es descabellado pensar que el propio Arkmann o alguno de sus hombres tratase de negociar con el fiscal Seidl, y que el señor Strahler se ofreciese él mismo como mediador, proponiendo su propia casa como lugar de encuentro…

Gunther Strahler se pasó la mano por el mentón.

—No conocía mucho a Seidl, pero sí lo bastante para dudar que entrase en esa clase de juegos —desconfió.

Binder ya tenía la respuesta preparada. Esa y casi todas.

—También pensé en eso, pero háganse cargo de que el fiscal Seidl, a pesar de ser conocido por su agresividad contra todo tipo de crimen organizado, también era conocido por su afición a la vida nocturna. Nada más lejos de mi intención que acusarle a la ligera, pero no es imposible que el difunto fiscal frecuentase alguno de los locales propiedad de Arkmann.

—Entiendo. Arkmann o sus hombres podían tratar de chantajearle. No lo consiguieron y lo mataron a él y a mi hermano, que era el mediador.

—Exactamente. Arkmann o alguno de sus hombres —apostilló el detective.

—Si su hipótesis es correcta, fue Arkmann personalmente. No se encarga a un sicario este tipo de negociaciones —delimitó Gunther.

Magda había seguido la conversación en silencio, pero en ese punto mostró con un gesto de su mano el deseo de intervenir.

—Su nueva hipótesis me parece muy interesante. Por lo menos tan interesante como aquella otra en la que mi marido había descubierto algún complot político o de corrupción en el ayuntamiento y el fiscal Seidl era el mediador.

Binder bajó la vista, mortificado.

—En este caso sabemos a ciencia cierta que el fiscal Seidl llevaba la acusación contra Helmuth Arkmann. Esto es mucho más concreto, si me permite… —trató de diferenciar.

Magda encendió su mejor sonrisa.

—Por supuesto. Y me alegro de veras de que su trabajo avance, señor Binder. Pero aún así, y disculpe mi insistencia, hasta tener algo más que conjeturas sigo dándole vueltas a lo del punzón. ¿Ha descubierto por qué se mencionó el nombre de mi marido en ese tema?

El detective recogió el legajo y se lo entregó a la mujer. Había tardado un par de días en recopilar la información solicitada sobre el caso del estilete, aunque esta vez, y acaso para compensar sus constantes fracasos anteriores, había reunido prácticamente todo lo publicado sobre el tema desde que tuviese lugar la primera de las muertes, a mediados de 1921. Además, había redactado un informe de ocho páginas en el que resumía toda la información e incluso aportaba su propia opinión sobre el asunto: si quería solicitar otro pequeño anticipo, no podía dejar ningún cabo suelto, y menos uno tan fácil como buscar y recortar periódicos, aunque en su fuero interno lo considerase un esfuerzo inútil.

A Magda le llamó la atención el tamaño del legajo, pero no se dejó ofuscar por semejante avalancha de información.

—¿Espero a leer todo esto o me puede contar algo, aunque sea superficialmente? —preguntó.

—De verdad que no entiendo por qué… —trató de oponerse Gunther, que prefería seguir hablando de la hipótesis del traficante.

—Ya que el señor Binder ha trabajado en ello, que me lo explique, ¿no? —justificó ella.

El detective abrió la carpeta que había dejado sobre la mesa y extrajo de ella el informe que había redactado sobre el tema del estilete.

—En realidad, es casi tanto como nada. Después de la detención del culpable, algunos periodistas lograron enterarse de que la policía buscaba a un hombre llamado Lothar, que disponía de cierta cantidad de dinero, y que gastaba un cuarenta y tres de calzado. Entre los que cumplían esas premisas figuraba el nombre de su difunto marido, el señor Strahler. No hay más que eso.

—Me parece raro que no me lo contase —se extrañó la joven.

—Yo tampoco le hubiese contado a mi prometida que la policía había hablado conmigo por un asunto tan desagradable, querida —eximió Gunther a su difunto hermano.

—Como podrá leer en la prensa de aquellos días, la policía manejó toda clase de hipótesis antes de que el culpable fuese detenido poco menos que in fraganti. Fue un caso muy sonado —apuntó Binder.

—Yo sólo lo recuerdo vagamente —comentó Magda con la mirada ausente. Seguía escuchando lo que le decían, pero sus pensamientos se empeñaban en volar en otra dirección, intentando concretar un detalle que se le acababa de ocurrir.

El detective interpretó aquellas palabras como un ruego de que le refrescara la memoria.

—Ocho muertos en dos años. Un sastre, una peluquera, un empleado de banca, un dentista, un impresor, el diputado Eckermann, un mendigo, y finalmente un prestamista.

Gunther Strahler abrió la carpeta que contenía los recortes de periódico y echó un vistazo a los últimos.

—Sin embargo, casi todos los periódicos hablan de siete muertos ¿Hubo alguno dudoso? —preguntó.

Binder sonrió mostrando su irregular dentadura.

—Algunos periodistas con los que he hablado dicen que el último: el del prestamista.

—¿Pero no fue justo después de ese crimen cuando consiguieron capturar al culpable? —se extrañó Gunther.

—Precisamente —repuso el detective acentuando su sonrisa hasta convertirla en una mueca—. Algunos periodistas, casi todos en realidad, creían que la policía había detenido al hombre equivocado y magnificaron el éxito del comisario encargado del asunto para poder acabar con él cuando hubiese un nuevo asesinato; pero este nunca ha llegado a cometerse y las alabanzas se quedaron en alabanzas y no en estopa para hacer un fuego mayor, que era lo que pretendían los que las escribieron.

—Muy curiosa esa versión —opinó Gunther, entre escéptico e interesado.

—Eso fue lo que me contaron y la verdad es que no lo pongo en duda. No es un tipo muy popular ese comisario Müller, de asuntos políticos. Todo el mundo lo detesta. Esperaban jugársela a base de bien con esta historia.

Magda se cambió de dedo el anillo de casada, que aún llevaba puesto.

—Ese comisario Müller… —empezó cautelosa— es quién se ocupa ahora de investigar la muerte de Lothar y de Karl Seidl, y también fue quien interrogó a Lothar por el tema del estilete. Cuando el comisario Krebs me dijo que habían transferido a asuntos políticos la muerte de Lothar y que el mismo comisario Müller se había encargado del caso del estilete, pensé en llamarle, pero antes de hacerlo creí que era mejor saber todo lo posible sobre esos crímenes del punzón.

—No sé a dónde quieres ir a dar… —casi protestó Gunther, que se ponía cada vez más nervioso con los devaneos mentales de su cuñada.

La joven se frotó suavemente los ojos, como si sus reflexiones le hubiesen fatigado la vista.

—Por lo que nos cuenta el señor Binder, nadie creyó que aquel caso quedase verdaderamente resuelto tras la detención del culpable…

El detective consultó rápidamente sus notas.

—Steiner. Lothar Steiner. Un pobre pelagatos.

—¿Qué fue de él? —preguntó Magda.

—Se ahorcó en prisión.

La mujer esbozó una sonrisa soñadora.

—El culpable no convencía a nadie, pero se suicida en la cárcel y no vuelve a haber más asesinatos. Creo que hablaré con el comisario Müller.

—Como ya le dije, es un hombre que no me gusta —opinó Binder categórico—. No me gusta nada.

—No sé por qué te empeñas… —trató de oponerse Gunther.

—Debería hablar con él, aunque sólo sea para preguntarle cómo va la investigación y darle a entender que no nos hemos olvidado del asunto.

—Como quieras —se rindió Gunther.

Magda se levantó para preparar más café. Parecía mucho más alegre y animada.

—En cuanto a esa hipótesis suya del tráfico de drogas y la posible negociación, ¿qué acciones concretas piensa emprender, señor Binder? —inquirió camino de la cocina.

—Informarme aquí y allá, en sus ambientes, supongo —respondió Binder después de una vocal dubitativa que a él le sonó infinita.