XXII

—¿Pero a dónde coño vamos a estas horas? —preguntó el más bajo del grupo, el mismo que la noche antes de las elecciones llevaba los carteles socialistas para empapelar la calle.

—Tú tranquilo —repuso Sepp Lammers, echando el cuarto o quinto vistazo a su reloj en cinco minutos.

Eran las tres menos diez de la tarde y en el aquel encargo resultaba de vital importancia tener en cuenta el tiempo, como en algunos asaltos durante la Gran Guerra: si salías antes de lo debido, te freían tus propios cañones, pero si te retrasabas medio minuto, tendrías que recorrer la zona más peligrosa cuando el enemigo se atrevía ya a levantar la cabeza en sus trincheras. El terreno despejado había que cruzarlo mientras tu artillería mantenía pegados al suelo a los tiradores adversarios; ni diez segundos antes ni diez segundos después. Eso sí que era ballet, y no lo que representaban en los teatros.

—No me gustan los trabajitos a primera hora de la tarde —se unió otro.

—Nadie te obliga a venir —gruñó Sepp.

—Hay un montón de gente en todas partes —protestó también el que cerraba el grupo, un joven moreno tocado con una gorra de visera.

Los cuatro vestían ropas de trabajo deterioradas y sucias, aunque un observador sagaz se hubiera extrañado de verlos juntos por lo variado de la suciedad: el más bajo estaba manchado de tierra, el de la visera iba ennegrecido de carbón, mientras Sepp y el otro, un hombre de unos cuarenta años de frente hundida y nariz aguileña, lucían grandes lamparones de grasa.

—Hay que ir de pesca cuando salen los peces, ¿o qué os habéis creído vosotros? —bromeó Sepp sin dar muestras de la menor vacilación. A él tampoco le gustaba actuar en plena tarde, pero le habían explicado la importancia de aquel trabajo y además le agradaba meterse en el santuario más íntimo de los ricos a alborotar su complacida tranquilidad de mascotas satisfechas.

La Hermandad de Armeros era algo más que un club a imitación de las asociaciones elegantes inglesas. En sus salones se fraguaban los acuerdos comerciales más importantes, se pactaban los precios de las mercancías, los salarios de los trabajadores y hasta se concertaban alianzas matrimoniales. A diferencia de otras sociedades similares, ela hermandad de Armeros no tenía nada de secreta pero lo tenía todo de privada.

Cuando el grupo llegó a la fachada principal de la Hermandad, en un lateral del Palacio Real, Sepp creyó que era el momento de levantar el secreto. Se detuvo a liar un cigarrillo y ofreció tabaco a los demás, que aceptaron sin excepción.

—Ahí es donde vamos a entrar —anunció escuetamente, comprobando luego las reacciones de los otros.

—¿En la Hermandad de Armeros? —preguntó el de la nariz aguileña.

—Ahí mismo.

—Tú te has vuelto loco… —lamentó resignado el más bajo.

—Nada de eso. Tranquilos.

—No nos van a dejar entrar con esta pinta —opuso el de la visera.

Sepp esperó a que se callasen.

—Vamos a entrar por las cocheras. Por eso hemos venido con las herramientas. Si sólo está el vigilante, le atizáis bien fuerte y lo quitáis de en medio. Bastará con atarlo y amordazarlo. No quiero violencia innecesaria. ¿Entendido?

Los otros tres asintieron.

—Bien —prosiguió Sepp—. Si hay más gente en las cocheras o nos están mirando desde la calle, hablamos con el vigilante. Tenemos que colocar en el jardín unas cuantas estacas con alambre para las enredaderas y reparar una pérgola.

—¿Y la escalera? —preguntó el de la visera.

—Si el vigilante pregunta por la escalera le decimos que nos busque una. Y en cuanto se aleje de la puerta, le atizáis.

—Al vigilante le sacudimos de todos modos —resumió el de la nariz ganchuda.

—Eso es. Pero sin que os vean desde la calle y si no hay nadie con él.

—Si hay alguien con él, les sacudimos a todos —propuso el más bajo.

—Si es rápido y limpio, no hay problema. Recordad que no tenemos más que medio minuto para deshacernos del vigilante. Todo tiene que estar sincronizado a la perfección —concluyó Sepp.

—¿Y luego? —preguntó el de la visera.

—Luego ya os diré lo que hay que hacer.

—Yo quiero partirles los morros a esos ricachos de mierda.

—De momento, confórmate con el vigilante.

—Pero ese es tan pobre como nosotros —se quejó el de la nariz llamativa.

—Mala suerte para él. Andando.

El grupo se puso en marcha sin llamar la atención de los transeúntes. Cada hombre llevaba dos estacas y Sepp, además, un rollo de alambre. La entrada de la cochera estaba en una calle lateral, menos concurrida, y cuando llegaron ante la puerta, Sepp miró a los lados y comprobó que no venía nadie. El vigilante, un sesentón de bigote blanco, estaba sentado leyendo tranquilamente el periódico.

—Ahora —musitó Sepp.

Los otros tres se adelantaron, cogieron al hombre por la chaqueta y lo dejaron fuera de combate con un par de golpes rápidos y duros. El más bajo sacó una cuerda del bolsillo y ató al viejo de pies y manos, mientras el de la nariz aguileña lo amordazaba con cinta de embalar.

Sepp tiró una de sus estacas junto a un montón de carbón y ordenó que dejasen allí también al vigilante. Luego, entre todos, lo cubrieron con unas cuantas paladas de carbón para que no lo viese el primero que entrara por cualquier motivo.

—¿Está bien atado? —quiso asegurarse.

—Este va a dormir un buen rato —aseguró el de la visera.

—No lo habréis matado…

El más bajo se rascó el cogote

—Creo que no…

—No, no creo… —refrendó el de la nariz ganchuda.

Sepp consultó su reloj de nuevo. Eran las tres en punto.

—Ahora escuchadme bien: vamos a entrar en el jardín. Allí habrá dos tipos bien vestidos paseando cerca de la puerta por la que vamos a entrar. Hay que ponerlos fuera de combate rápidamente, sin darles tiempo a decir ni preguntar nada.

—Eso está hecho —dijo el más bajo.

Sepp exigió silencio.

—Nada de tonterías. Estos no son viejos y no sabemos si están armados. Podrían llevar una pistola encima. Hay que caer sobre ellos por sorpresa y evitar que griten o pidan ayuda. Si sale alguien al jardín podemos tener problemas.

—¿Y si sale alguien por casualidad? —preguntó el de la visera.

—No debería salir nadie, pero si aparece alguien lo ponemos fuera de combate también. Tú y yo, vamos a por uno. Los otros dos se ocupan del otro. ¿Entendido?

Todos asintieron.

Sepp echó a andar por un pasillo largo y sucio y los otros le siguieron. El suelo era de piedra bien trabajada, pero se notaba que hacía tiempo que nadie se ocupaba como era debido de aquella parte del edificio: las paredes mostraban algunos desconchones y en las ventanas que daban al jardín faltaban varios cristales, dando ocasión a los pájaros de entrar a buscar resguardo y ensuciarlo todo. La puerta que daba al jardín de la Hermandad de Armeros estaba después de un recodo; antes de abrirla Sepp se asomó a una ventana y buscó a los dos hombres que tenía que localizar. Los encontró después de recorrer con la mirada la parte del jardín visible desde aquel punto, pero en lugar de dos había tres.

—Esperad un momento —ordenó a su grupo.

Luego consultó de nuevo su reloj y volvió a mirar por la ventana. El tercer hombre, más viejo que los otros dos, se alejaba hacia el edificio principal. Eso ya estaba mejor.

Los de su cuadrilla lo miraban expectantes.

—Están ahí mismo, a diez metros —susurró—. Salimos, giramos a la derecha y nos encaminamos hacia ellos. Uno es rubio y otro moreno. Georg y yo nos ocupamos del moreno. Los otros dos, del rubio.

Los tres asintieron con un murmullo.

—La señal será que yo dé las buenas tardes. Hasta que yo no salude, somos un grupo de obreros que va a realizar algún trabajo. En cuanto salude, hay que tumbarlos a la primera. Vamos allá.

El propio Sepp abrió la puerta que daba al jardín y se adentró en un sendero de grava en compañía de su gente.

Los dos hombres charlaban tranquilamente pocos metros más allá, junto a una fuente de recargado mal gusto que representaba a las ninfas de las aguas en posición acrobática. Sepp miró discretamente en todas direcciones, e incluso se permitió un vistazo hacia atrás, pero no vio a nadie. Cuando estuvo cerca de los objetivos, echó la vista abajo, como el que no quiere ver a alguien, y siguió caminando. Sólo después de sobrepasar a los dos hombres dio las buenas tardes.

El rubio consiguió contestar al saludo. El moreno se desplomó antes de abrir la boca. En menos de cinco segundos, las estacas habían hecho su trabajo.

Sepp cogió por debajo de los hombros al moreno y lo colocó bajo un árbol. Acto seguido ordenó que dejaran al otro bajo un tilo cercano, al otro lado de la fuente.

—¿Qué hacemos ahora? —preguntó el de la nariz ganchuda.

—Poned en pie a este y sujetadlo contra el árbol —ordenó Sepp.

En cuanto sus hombres hubieron hecho lo que les mandaba, Sepp recogió del suelo el carrete de alambre de espino y le dio dos rápidas vueltas en torno del cuello del hombre y del árbol. La sangre comenzó a brotar inmediatamente y el de la visera tuvo que mirar para otro lado mientras Sepp apretaba con fuerza para que las púas se clavasen profundamente en el tronco del tilo a la vez que en el cuello del víctima. Cundo creyó que era suficiente, aseguró el alambre con un par de enérgicas torsiones y comprobó que el cadáver permanecía casi erguido.

—Ahora el otro —dijo escuetamente.

El de la nariz ganchuda y el más bajo pusieron al rubio contra otro árbol y Sepp repitió la operación con agilidad de experto, sin mancharse de sangre lo más mínimo.

—Vámonos de aquí —ordenó acto seguido dando una fuerte palmada en la espalda al de la visera, que parecía aún como alelado.