XXI

El éxito del partido nazi en las últimas elecciones no había servido para que su presidente, Gregor Strasser, se sintiera cómodo en la sede oficial de la calle Cornelius, y menos aún en el número treinta y nueve de la Schellingstrasse, donde a pesar de que no se imprimía ya el periódico del partido a causa de la prohibición, seguían reuniendose los hombres de las SA.

En ambos lugares tenía un despacho, con su nombre sobre la puerta, pero Strasser sabía muy bien dónde no era bien recibido y se dejaba ver lo justo por aquellos sitios. Era el presidente, sí, pero no olvidaba que había sido designado para el cargo sólo porque los demás líderes del partido estaban en la cárcel o fugados después del fiasco de noviembre. Por eso Strasser prefería la cervecería Mädchen, un local oscuro y húmedo en el sótano de un edificio tres veces más grande de lo que parecía desde fuera. Allí era donde se sentaba a beber cerveza con los suyos en torno a una mesa, sin preocuparse siquiera de ocupar la cabecera porque, según decía, eso sería como reconocer que la autoridad se la otorgaba el asiento a él en lugar de prestársela él al asiento.

—La presidencia está donde me da la gana —bromeó en una ocasión, y desde aquel día su gente ni siquiera le reservaba un lugar determinado y todos se limitaban a apretarse un poco más en los bancos para hacerle hueco cuando llegaba.

Tal cosa hubiese sido impensable con Hitler, pero Strasser era un hombre muy diferente: donde el austriaco ponía vehemencia y arrogancia, él prefería conducirse con humor y socarronería, e incluso en los discursos políticos intercalaba algún chascarrillo; donde Hitler hablaba de patria, honor, orgullo y dignidad, Strasser hablaba de los anillos empeñados de las madres, las sonrisas de las novias y los dientes de los niños, apelando a la parte más sentimental de su auditorio. Pero sus diferencias no se limitaban a lo formal: Hitler hacía hincapié en la necesidad de recuperar el espíritu nacional y rearmar Alemania, mientras que para Strasser lo primero era sacar a la gente de la miseria y luego, con un pueblo sano y deseoso de conservar el pequeño bienestar conseguido, lanzarse a la reconquista de los derechos nacionales. El magnetismo personal de Hitler era su mejor baza, pero Strasser era farmacéutico, un hombre con estudios acostumbrado a tratar amablemente con la gente, y sabía moverse mejor que Hitler en ambientes poco dados al tumulto. Strasser, ante todo, inspiraba confianza a los burgueses, y eso había sido clave para lograr que el partido nacionalsocialista dejase de ser un grupo de alborotadores y se convirtiera en un verdadero partido político con representación parlamentaria, incluso tras haberse presentado con unas siglas recién inventadas para burlar la prohibición.

Sin embargo, la vieja guardia del partido no le perdonaba sus concesiones al sistema parlamentario ni lo que algunos llamaban lametones a la botas de la República. Muchos de ellos esperaban solamente la salida de Hitler de la cárcel para intentar controlar de nuevo las calles con sus patrullas, pero mientras Strasser fuera el jefe y el partido se mantuviese proscrito tenían que conformarse con la disciplina y la contención.

Esa era una de las pocas cosas en las que Hitler y Strasser estaban completamente de acuerdo: una retorno prematuro a las calles alejaría el levantamiento de la prohibición y sería una magnífica baza para que el comisario de asuntos políticos, aquel maldito comisario Müller que diera orden de disparar contra ellos durante el fallido golpe del año anterior, lograse que le denegaran la libertad condicional a Hitler.

Strasser se encontraba en una situación compleja, pues mientras todos los pesos fuertes del partido, hombres como Streicher, Göring, Hess o Röhm apoyaban incondicionalmente a Hitler, él sólo contaba con gente como Himmler, perfecto organizador pero nulo en la lucha dialéctica, y con su hombre de Berlín, el doctor Goebbels, que se había mostrado un brillantísimo orador en la campaña electoral pero que estaba demasiado lejos para resultar de alguna ayuda en la crisis que se avecinaba.

—En el parlamento estamos nosotros, y es nuestra voz y nuestra opinión la que suena en toda Alemania —trataba de convencer Strasser a los más reacios.

—No debíamos haber acudido al parlamento —se empecinaba Esser, jefe de propaganda del Partido. De todos los presentes aquel día, Esser era el más cercano a las tesis de Hitler.

—¿Y para qué nos presentamos entonces a las elecciones? —quiso saber Himmler. Himmler había tomado parte como abanderado de una unidad en el desastre de noviembre, pero incluso la policía lo había menospreciado y en lugar de detenerlo lo enviaron a su casa con sólo una patada en el trasero.

—También fue un error presentarse a las elecciones —insistió Esser—. No puedes condenar un sistema y aprovecharte de él al mismo tiempo.

—¿Cómo que no?, ¿y en qué consiste ese puñetero sistema si no? —arguyó Strasser medio en serio medio en broma, rascándose su prominente papada.

—Si lo utilizas, lo legitimas —razonó Esser.

—El ser humano lleva diez mil años utilizando la traición y la mentira para sus fines y eso no las ha legitimado. O no en público, al menos —replicó Strasser.

—Si no hubiésemos concurrido a esas elecciones no estaríamos ahora en la ruina. No debimos gastarnos hasta el último penique en eso —reprochó Rosenberg, arquitecto, ideólogo del partido, y editor del Volkischer Beobachter hasta su prohibición.

—Otros no andan tan faltos de dinero —criticó Schreck, el hombre duro de Strasser, que había estado al mando de los servicios de seguridad en los últimos mítines.

—Rumores —descartó Strasser.

Un murmullo sordo recorrió la mesa, dando la razón a Schreck.

—¿Insinuáis que hay gente en el partido que guarda dinero fuera de la caja? ¡Eso es igual que si lo guardaran en sus bolsillos! —protestó Strasser.

Schreck volvió a la carga.

—No insinúo nada. Sé a ciencia cierta que hay gente, sobre todo en las SA, que está juntando dinero, y sé también que cuando Hitler salga de la cárcel saldrá como un gran mecenas repartiendo dinero para lo que haga falta. El que tiene el dinero es el que manda, y el dinero lo tienen ellos.

—¿Y de dónde lo sacan? —preguntó Himmler.

—No lo sé. He oído que andan en negocios raros y esos negocios pueden salpicarnos a todos —gruñó Schreck.

—¿Qué negocios? —preguntó Rosenberg.

—No está claro: juego, drogas, putas, ¡algo así! No sé de qué se trata, pero hay demasiados corros que se disuelven cuando me acerco. Están tramando algo y creo que tiene que ver con el dinero, pero no me he enterado de más.

—¿Alguien más está mejor informado que yo? —preguntó irritado Strasser.

—Yo también he oído algo, pero no gran cosa. En la asamblea de Bogenhausen escuché algo sobre mucho dinero y un conde sueco, que parece que es el que manda —aventuró Otto Strasser, hermano del presidente, que lo acompañaba a menudo a aquellas reuniones informales.

—¿Un conde sueco? —casi gritó Strasser.

—Yo también he oído hablar de un conde sueco —refrendó Esser.

—Pues traedme a ese conde sueco de las narices. Tenemos que enterarnos de qué está pasando aquí —concluyó Strasser apurando su cerveza—. Solo faltaba que nos cayese la policía encima y no supiéramos por qué. El día que yo vaya a la cárcel no quiero ser inocente.

—Lo más posible es que sean sólo habladurías —trató de atemperar Himmler.

Schreck golpeó la mesa con su jarra.

—Hay dinero. No lo tenemos nosotros. Eso es lo que sé y eso es lo único que importa.

Por un momento se hizo el silencio, y Rosenberg aprovechó la ocasión para volver al tema que estaban discutiendo antes, un tema puramente ideológico en el que se encontraba mucho más cómodo que hablando de dinero o de escisiones dentro del partido.

—Vamos a ver. Hitler dice que no debemos seguir en el parlamento porque eso sería un gran desprestigio para nuestra causa —trató de enunciar.

Strasser ya tenía una decisión tomada y no quería seguir discutiendo.

—No me importa lo que dice Hitler sino a quién se lo dice. ¿A quién le dice todo eso?

—¿A quién? —dudó Rosenberg.

—Sí, ¿a quién se lo dice?

—A Hess, a Röhm, a todo el que quiera escucharle.

Strasser dio un puñetazo sobre la mesa.

—Se lo dice a otros presos. Eso es lo que hay. Nunca he tenido en cuenta las charlas de los presidiarios, y tampoco ahora las voy a tomar en consideración. Nosotros hablamos en el Reichstag a toda la nación mientras Hitler habla en la cárcel para otros presidiarios como él, así que me da igual si tiene razón o no: en la vida cuenta mucho más a quién puedes hablarle que lo que dices, así que damos ese asunto por cerrado: seguimos en el parlamento y listos.

—¿Y a quién apoyamos? —preguntó Esser.

—A nadie. Nos opondremos a todos. Pero si nuestro voto es necesario para sacar adelante una buena ley, la apoyaremos. Lo que no podemos es dar a entender a nuestros electores que votarnos a nosotros es como meter la papeleta en una alcantarilla. No puedes pasarte un mes pidiendo el voto a los lectores para luego decir que no los vas a representar.

Todos, salvo Esser, asintieron.

—La democracia mancha —alegó.

—No te lo niego. Pero Hitler lo intentó por la fuerza y el partido casi se fue a la mierda. Yo me he presentado a las elecciones y he obtenido treinta y dos escaños, así que tú eliges: puedes venir conmigo al parlamento o ir con Hitler a la cárcel, y me cuentas luego qué es lo que mancha más.

Esta vez no hubo réplica alguna y todos comenzaron a levantarse de sus asientos.

—Y si alguien se entera de qué es esa historia del dinero y el conde sueco, que me lo cuente enseguida —apostilló Strasser.