Meisinger se lo había tomado a broma, pero a Müller le parecía un asunto muy serio. Cuando se presentó en su despecho al final de la mañana para informar de las novedades, el sargento le contó que se había enterado de que el humor de Hitler había mejorado de pronto y ya no pensaba retirarse. De hecho, en lugar de seguir con su testamento político, que tenía pensado titular Traiciones y Desengaños, había comenzado a escribir una especie de soflama épica que iba a titular Mi Lucha.
Según el informante de Meisinger, Hitler no había cambiado de opinión por un motivo racional, como la promesa de una donación que rescatase de la ruina a su partido, o la buena acogida que la prensa estaba brindando a las intervenciones de los suyos en el parlamento. A parecer, había decidido seguir en la política porque lo visitó en la cárcel un futurólogo y le dijo que está predestinado para grandes obras.
El sargento se reía mientras se lo contaba, pero al comisario no le hacía maldita gracia. Un adivino, un puñetero brujo había echado a perder su trabajo de meses para desmoralizar al cabecilla nazi.
Para Müller, tratándose de un individuo del carácter de Hitler, nada podía ser más importante que los altibajos típicos de un maníaco depresivo y estaba totalmente decidido a aprovechar sus horas bajas para ponerlo fuera de juego de una vez.
Desde su ingreso en prisión, incluso antes del juicio, la presión era constante: había logrado que se prohibiese que cualquier medio escrito publicase sus artículos, se había personado en casa de los principales donantes del partido para darles a entender que sus aportaciones eran conocidas y no serían toleradas en el futuro, e incluso había solicitado ya su deportación a Austria, por si le todo lo demás fallaba. La estrategia estaba clara: en los momentos de euforia empujarlo a cometer una locura y en los momentos de depresión acumular problemas sobre sus espaldas. Con ese sistema, lo haría reventar tarde o temprano. Hitler estaba desesperado, entre rejas, sin un marco, y escribiendo su testamento político antes de que lo devolviesen al agujero del que había salido, y cuando mejor iba todo aparecía aquel imbécil, aquel brujo de tres al cuarto para ayudar a aquel chiflado a renacer de sus cenizas pulsando la única cuerda que no se había roto todavía. Atila Takacs se llamaba, y era inválido de guerra.
Meisinger seguía sorprendiéndose de que Müller se tomara tan en serio el papel del que para él era sólo un pobre hombre, pero antes de ir a casa a comer, el comisario ya había encontrado su teléfono y lo había llamado para concertar una cita.
Sólo había facilitado su nombre y podía haber otras tres docenas de Heinrich Müller, sólo en Munich. Contaba con que el adivino se negase en un principio a ayudarle, pero si no conseguía por las buenas que modificase el sentido de sus consejos al líder nazi, pensaba emplearse a fondo con él. Aunque pareciese una broma, era la clase de asunto que podía suponer la diferencia entre quitarse de encima el problema o tener que encontrarse de nuevo con Hitler, y seguramente crecido.
No sabía aún qué clase de hombre era aquel Takacs, si tenía familia, o sobre qué puntos débiles podría presionar, pero la próxima vez que Hitler preguntara por su destino o su futuro, era preciso que escuchase solamente hablar sobre desgracias, derrotas, catástrofes e invitaciones al abandono. El apocalipsis, como poco.
El comisario volvió a mirar su reloj y vio que pasaban ya dos minutos de la hora, así que abrió tranquilamente la puerta de la verja y echó una un rápida ojeada a su alrededor, tomando nota mentalmente del buen aspecto de la casa, que seguramente había costado más de lo que ganaría él en veinte años. Luego tiró del cordón de la campanilla.
Unos segundos después le abrió un criado cuadrado y bajo con pinta de estibador y voz cascada.
—¿Qué desea? —le preguntó mirandolo fijamente, como si su cara le resultase familiar.
—Tengo cita con el señor Takacs.
—¿El señor Müller? —quiso asegurarse el sirviente.
—Así es —respondió el aludido disfrutando secretamente de la duda que observó en el sirviente, que no acababa de identificarlo. Con un rostro como el suyo, en cuanto se ponía la ropa de paisano no lo reconocían en ninguna parte.
—Espere un momento, por favor. El señor Takacs le atenderá enseguida —indicó el criado.
Müller echó un vistazo a la pequeña habitación que cumplía las funciones de sala de espera, recorriendo desdeñosamente con la vista las imágenes orientales, los cuadros con extrañas figuras descritas en griego y latín y la gruesa vela encendida que seguramente ningún otro vistante se hubiese atrevido a usar para encender un cigarrillo, como él hizo. En el centro de la pared opuesta al único sillón de la salita había un gran pentáculo trazado en tinta granate sobre un pergamino amarillento, y el comisario se entretuvo averiguando las correspondencias entre los símbolos que aparecían en el pergamino y los signos del zodiaco, que eran el único conocimiento esotérico que él había tenido alguna vez.
Trataba de encontrar la diferencia entre Aries y Capricornio cuando la puerta se abrió silenciosamente.
—El señor Takacs le recibirá ahora. Sígame, por favor —solicitó el criado.
El despacho de Atila Takacs era sólo un poco más grande que la sala de espera y estaba completamente cubierto de telas negras, como la caja de un teatro. En el centro, sobre una mesa redonda guarnecida con un mantel escarlata, le aguardaba el adivino. Müller le tendió la mano, pero Takacs rehusó.
—Disculpe, pero no debo contaminarme tocando a ninguna persona mientras trabajo. No me lo tome a mal, se lo ruego. Son exigencias de esta profesión —explicó con voz cansada, casi adormecida.
El comisario retiró la mano.
—Desde luego.
—Siéntese, se lo ruego.
Müller obedeció.
—Cuénteme algo de usted, por favor —solicitó el mago, colocando el dedo corazón de su mano izquierda sobre el centro de la frente. Luego cerró lentamente los ojos, como si el peso de los párpados fuera excesivo para soportarlo mucho tiempo.
—¿Qué quiere que le cuente?
—¿Tiene familia?, ¿a qué se dedica?
—Tengo familia y soy comisario —repuso Müller, que no le veía sentido a seguir ocultando su identidad.
Takacs no se inmutó.
—Comisario de policía, ¿no? —preguntó el augur.
Müller asintió.
—O sea que comisario y de policía —repitió el adivino, casi para sí mismo.
—¿Se puede ser comisario de algo más? —preguntó Müller un tanto irritado, mirando fijamente a su interlocutor, que sólo con grandes esfuerzos mantenía los ojos abiertos.
—Comisario de abastos. Comisario de una exposición… Comisario es todo el que está en comisión ¿O debería decir a comisión? —Takacs rio su propia broma—. No me tenga en cuenta estas tonterías, por favor. Necesito hallarme en trance para poder entrar en contacto con las fuerzas superiores y eso a veces me empuja a no ser todo lo correcto que debiera con las fuerzas de este mundo.
—Su trance es lo primero —repuso Müller.
El adivino no captó la ironía o no se dio por aludido.
—Claro que sí. No hay nada más importante que escindir el alma del cuerpo para llegar a las esferas desde donde se puede observar el libro de lo venidero. Hay que saber desdoblarse, abandonar la materia, renunciar incluso a la gravedad para flotar… Flotar…
El comisario permaneció en estoico silencio hasta que el adivino, después de un par de interminables minutos, se decidió a hablar de nuevo, acariciando la baraja.
—¿Quiere conocer su futuro, comisario?, ¿le preocupa el amor?, ¿el dinero?, ¿o es su trabajo lo que le preocupa? No me extrañaría, en estos tiempos.
—El trabajo. Quiero hacerle una consulta de trabajo —respondió Müller.
—Percibo violencia en usted. No se sienta violento, comisario. Más de un policía a venido a verme.
—No lo dudo.
Takacs barajó parsimoniosamente las cartas, y algunas se le resbalaron de las manos.
—Vamos a ver… —musitó tras colocar algunas sobre la seda escarlata que recubría la mesa.
—Me temo que debo preguntarle sobre su trabajo y no sobre el mío, señor Takacs —atajó Müller.
El adivino levantó los ojos sin alzar la cabeza, tratando de que sus párpados acompañasen a la mirada, pero sólo consiguió enfocar al comisario después de unos segundos.
—¿Sobre el mío?, ¿viene a mi consulta a preguntar sobre mi trabajo? He tenido clientes muy raros, amigo Müller, pero usted es el primero que viene a preguntar una cosa así…
—Por el momento no necesito sus servicios, o al menos no la clase de servicios que presta usted habitualmente.
—¿A qué diablos ha venido entonces? —gritó el inválido, y por un momento pareció que estaba a punto de levantarse de su silla.
A Müller le pilló por sorpresa aquel repentino cambio de humor y se echó hacia atrás, sobresaltado, pero enseguida se rehízo.
—Vengo a preguntarle por su trabajo. Ya le dije que soy comisario de policía y quisiera hablar con usted un momento. Como ve, he sido todo lo discreto que me ha sido posible, porque se trata de un asunto que no tiene por qué salir de aquí.
A Takacs le empezaron a temblar las manos. Sacó un pañuelo del bolsillo y se secó la frente. Luego, tratando de controlar el temblor empezó a envolver la baraja en su paño de seda.
—No hace falta que la guarde. A lo mejor nos es útil —sugirió Müller—. Sólo quiero pedirle su colabortación para que todos podamos vivir un poco más en paz.
El gesto de Takacs se relajó de nuevo hasta el extremo de hacer pensar a Müller que el anterior acceso de cólera no había tenido lugar más que en su imaginación.
—Dígame entonces, por favor. Yo siempre he sido un amante de la paz. Sólo pensar en la violencia que padecemos actualmente me duele la cabeza. Me duele mucho…
—Hace unos cuantos días fue usted a visitar al señor Adolf Hitler en la prisión de Landsberg —comenzó Müller.
—No puedo hablar de mi relación con otros clientes. Tampoco le hablaré a nadie de lo que trate con usted. Es una garantía para todos —repuso Takacs inmediatamente.
Müller se echó contra el respaldo de su silla y se golpeó los muslos con las manos.
—Creo que estamos empezando mal, señor Takacs, porque el asunto que me trae aquí tiene que ver con su relación con ese otro cliente. Soy el comisario de asuntos políticos y me temo que su visita al señor Hitler se ha convertido en un asunto político.
—En ese caso no podré ayudarle —respondió el adivino, y aunque su voz sonaba apesadumbrada, la expresión de su rostro no concordaba con ella.
Müller sacó una libreta del bolsillo interior de su chaqueta, echó un rápido vistazo a sus notas y dudó unos instantes sobre el camino que debía seguir.
—Quizás si soy yo el que habla no tema usted cometer ninguna indiscreción y podamos salir del paso —propuso tras un suspiro.
—Mi trabajo consiste fundamentalmente en escuchar y saber interpretar lo que se me dice.
—Gracias. El pasado once de junio fue usted a visitar al señor Hitler a la prisión de Landsberg. Allí conoció su deplorable estado anímico y tuvo noticia de su determinación de abandonar la vida pública. Creo que incluso le contó a usted que estaba escribiendo su testamento político.
Takacs frunció el ceño, tratando de adivinar sin duda de dónde procedía toda aquella información. Lo más normal era pensar que Hess, el secretario de Hitler, se lo había contado a alguien, pero conocía a Hess desde hacía mucho tiempo y no lo consideraba propenso a hablar con nadie de los asuntos de su jefe, y mucho menos aún a traicionarle. Era más plausible pensar que el propio Hitler había hablado de sí mismo con alguna visita. A Hitler le apasionaba hablar de sí mismo.
—¿Puedo preguntarle cómo ha supuesto todo eso? —inquirió Takacs remarcado la palabra supuesto.
Müller esbozó un gesto de disculpa.
—No le estoy pidiendo que sea indiscreto, así que no me lo pida usted a mí tampoco.
Takacs apoyó su cabeza sobre un brazo, como si deseara encontrar una buena postura para dormir.
—Prosiga, por favor —pidió.
—Después de esa visita, y lo que le voy a contar le hará sin duda sentirse orgulloso de su destreza profesional, tenemos razones para creer que el señor Hitler ha abandonado su inicial propósito de alejarse de la política, y ha resuelto convertir lo que iba a ser su testamento político en uno más de sus panfletos.
—No niego que tenía mejor ánimo cuando me fui —se jactó el mago.
—¿Puedo preguntarle qué le dijo exactamente?
—Lo lamento, pero no puedo hablar de eso.
—Sea razonable, se lo ruego —insistió el comisario.
Takacs suspiró. Luego dejó que sus párpados fueran cayendo lentamente, y cuando habló de nuevo tenía ya los ojos completamente cerrados.
—No quería ser brusco, pero la verdad, comisario, es que me ofende con esa clase de preguntas, porque estoy seguro de que no se las haría a un sacerdote. Pretende que yo viole el secreto de mis conversaciones con mis clientes porque no me respeta en absoluto.
—No le preguntaré más, entonces.
—Gracias.
—Al fin y al cabo tampoco tiene ninguna importancia lo que le dijese exactamente al señor Hitler; lo único que importa son los efectos. —Müller unió las manos como si se dispusiera a rezar—. Deje que le explique: este país necesita que el señor Hitler deje la política, y si es posible, también el territorio nacional. El hecho de que usted lo haya animado a seguir, aunque haya mejorado el humor del señor Hitler, puede acarrear consecuencias muy graves para todos. Por eso vengo a rogarle, a suplicarle incluso, que si vuelve a encontrarse con él en el futuro, le anime justamente a todo lo contrario.
Takacs bostezó sin tratar de ocultarlo, quizás demasiado ostensiblemente para ser del todo creíble. Era un actor que exageraba sus gestos.
—No puedo ayudarle, comisario. No puedo falsificar los mensajes del Otro Plano.
Müller asintió. Tenía que elegir cuidadosamente las palabras para hablar el mismo idioma que aquel hombre y le costaba un tremendo esfuerzo conseguirlo.
—Pero podrá seguramente escoger algunos de esos mensajes y descartar otros —sugirió.
El aplomo de Müller alarmó al adivino, que levantó la cabeza.
—No puedo hacer eso. Yo sólo soy un instrumento, una humilde herramienta de fuerzas superiores. Trate de entenderlo, comisario.
—Lo entiendo perfectamente, señor Takacs: yo también soy un instrumento de fuerzas superiores, y sé muy bien que las órdenes y los mensajes que se reciben de otras instancias pueden ser interpretados de muchas maneras. Comprenda que el caso es grave. Le aseguro que si en lo sucesivo induce al señor Hitler a creer que lo mejor es abandonar la política, tendrá cumplidas muestras de mi generosidad.
El adivino arrugo el gesto, como si se le acabase de colar un insecto en la boca.
—Generosidad… ¿pretende comprarme, comisario?
Müller frunció el ceño, afectando inocencia.
—No hablaba de dinero, precisamente.
—¿Pretende comprarme? —gritó Takacs acompañando su grito de un enorme golpe en la mesa, que desparramó todas las cartas sobre el tapete.
—Era sólo una de las dos opciones —respondió el comisario con voz inexpresiva, casi demasiado suave.
Takacs clavó su mirada en los ojos de Müller. Sabía que muy pocos eran capaces de resistir el brillo acerado de sus ojos grises y pocas veces recurría a esa baza, pero en esta ocasión se encontró con una mirada neutra: ni desafiante, ni enfurecida, ni temerosa, y sin embargo atenta. Extremadamente atenta.
—Debo rogarle que se vaya de mi casa, comisario —rogó el futurólogo.
—En ese caso tendremos que vernos más a menudo. Mi intención era hacerle perder solamente unos instantes de una tarde.
—La próxima vez que quiera verme tendrá que buscar un pretexto mejor que una falsa consulta —advirtió Takacs tratando de sonar tranquilo.
Müller se levantó de su silla, estiró su chaqueta de paisano, y se dirigió hacia la puerta de la habitación, donde ya lo esperaba el criado.
—No buscaré ningún pretexto. Por si no lo sabe, señor Takacs, es mucho más fácil encontrar delitos que delincuentes —dijo ya a punto de salir.
—¿Es ese el acertijo de su esfinge? —preguntó el mago, despectivo.
—En absoluto: trataba sólo de decirle que cuando hay un delito no es fácil encontrar al culpable, pero cuando tenemos un culpable, es muy sencillo dar con su delito.
—Váyase, por favor.
—Buenas tardes.
Nada más salir de la casa, Müller buscó un teléfono público y llamó a su comisaría.
—Quiero un agente a todas horas delante del número veintiuno de la Brüderstrasse. Que identifique a quién entra, quién sale y hasta a quién se asoma a las ventanas. Que esté aquí en veinte minutos —ordenó con voz malhumorada—. ¡Y que venga de paisano! —añadió antes de colgar con un golpe.