La agencia de investigaciones Binder había tenido hasta cuatro empleados en sus mejores tiempos, allá a principios de siglo, pero la Gran Guerra y el caos que la sucedió fueron menguando las necesidades de personal hasta el extremo de que un sólo detective, Hans Binder, era suficiente para desempeñar todo el trabajo. Y a menudo sobraba personal.
Hans era un hombre alto y un poco cargado de hombros, que caminaba a grandes trancos tanto si llevaba prisa como si no. Tenía cuarenta y seis años y el negocio de las investigaciones privadas no le interesaba en absoluto, pero la agencia era lo único que había heredado de su padre, y el nombre de la compañía, prestigiosa en el pasado, seguía atrayendo clientes de vez en cuando. En los buenos tiempos, cuando además de su padre trabajaban otros cuatro en la oficina, solía ocuparse de llevar al día los archivos, gestionar las cuentas, y a veces, muy de vez en cuando, de cobrar alguna factura difícil para clientes importantes a los que no se podía enviar a otro lado con esa clase de encargos.
Luego, poco a poco, las cosas empezaron a marchar peor, y las circunstancias se ocuparon por su cuenta de resolver el siempre engorroso trámite de los despidos: uno de los empleados murió en plena borrachera, atropellado por un coche de caballos en 1911, otro se casó al año siguiente y se marchó a América, y el último fue llamado a filas y murió en el frente oriental. Su padre y él se defendieron como pudieron aquellos años, pero un día, poco antes de que terminase la guerra, el viejo sufrió un infarto y apareció muerto sobre el escritorio de su despacho. Así fue como Hans se encontró una tarde, después del entierro, como dueño de la agencia Binder, y también como único detective. Lo tiempos no estaban como para buscar otro trabajo, así que trató de ocultar sus maneras de oficinista y se lanzó a la calle, a intentar resolver los dos o tres casos pendientes que habían quedado sobre la mesa de su padre.
Un amigo le dijo en una ocasión que tenía cara de cartero buscando al destinatario de una carta con las señas equivocadas. Seguramente su amigo tenía razón y por eso le fue bien en aquellos tres casos y en los siguientes que llegaron. Preguntaba con discreción, la memoria le bastaba para evitar tomar notas delante de la persona con la que hablaba, y pasaba completamente desapercibido en los ambientes del pequeño comercio y la industria familiar, donde normalmente se desenvolvía.
A veces se retrasaba unas semanas en pagar su alquiler y otras pagaba tres meses por adelantado, de modo que su patrona no le molestaba con los plazos. A trancas y a barrancas, Binder iba tirando con asuntos de poca monta, y cuando Gunther Strahler lo llamó para que investigase la muerte de su hermano y el fiscal Seidl, estuvo a punto de responder que no podía hacerse cargo del caso. De hecho, se hubiese negado si el industrial no hubiera mencionado ninguna cifra, pero cinco mil marcos era una cantidad que nadie podía dejar pasar. Cinco mil marcos podían ser la diferencia entre afrontar tranquilamente el futuro o estar, como siempre, pendiente a todas horas del teléfono y el timbre. Nada más oír la cifra aceptó sin dudarlo.
Desde entonces había cobrado quinientos, y cada vez que lo llamaba alguien de la familia Strahler enrojecía de vergüenza. Por un lado, no podía permitirse perder aquel cliente, que jamás negaba un pequeño anticipo para gastos, pero por otra parte, cada vez le costaba más ocultar que no tenía más que tesis deslabazadas sobre quién o quiénes podían haber sido los que habían disparado contra el fiscal, el secretario del alcalde y la mujer de este.
El comisario Krebs, que se hizo cargo del caso en un principio, se había negado tajantemente a facilitarle cualquier dato, pero en cambio se había explayado largo y tendido con la prensa, así que le bastó leer los periódicos para conocer las hipótesis que manejaba la policía. Los dos hombres habían aparecido muertos en casa del secretario, cada uno sentado en un sillón. Aunque habían sustraído algunas joyas, estaba claro que el robo había sido sólo un intento, burdo además, de despistar a la policía: no apareció ninguna puerta o ventana forzada, ni señales de forcejeo, ni rastro alguno de violencia en los cadáveres. Existía la posibilidad de que un desconocido, haciéndose pasar por cartero, policía, o con alguna otra caracterización semejante, hubiese llamado a la puerta y hubiese encañonado a quien saliera a abrirle, pero lo más probable era que el asesino fuese un conocido de las víctimas e invitado a entrar en la casa.
Esto era más o menos lo que decían los periódicos, y Binder comenzó a investigar la vida privada de los dos personajes en busca de alguien que tratase con ambos. Así fue como se enteró de que Lothar Strahler y Karl Seidl habían sido compañeros en la Facultad de Derecho de Heidelberg; supo también que el primero decidió no ejercer después de un accidente que lo mantuvo varios días en coma, mientras que el segundo llegó a convertirse en el fiscal Seidl, conocido como implacable perseguidor de estraperlistas y otras bandas organizadas.
Algunos de sus compañeros de Heidelberg ejercían en Munich, pero aunque varios de ellos trataban personalmente a Seidl ninguno tenía relación con Strahler; de hecho, o lo recordaban vagamente o no lo recordaban en absoluto. Al parecer, Lothar Strahler había sido un tipo silencioso, apolítico, reservado y solitario hasta el extremo. Pero no se mata a nadie por rechazar la vida social.
Tras ese primer fracaso, Binder pensó que un político bien podía ser a la vez alguien conocido por el secretario del alcalde y por el fiscal de lo penal. Strahler podía haberse enterado en el ayuntamiento de algo que no debería saber y el interesado, simulando querer negociar una salida aceptable con Strahler y el fiscal, prefirió quitárselos de en medio a ambos. La idea era perfectamente sostenible, sí, ¿pero cómo avanzar por ese camino? ¿cómo investigar esa hipótesis? Fue un callejón sin salida.
La siguiente línea de trabajo fueron las deudas. El fiscal era jugador, bebedor, y mujeriego, con lo que muy fácilmente podía haberse endeudado. El escenario que se imaginaba Binder era que el prestamista hubiese intentado cobrar, y Seidl se hubiese revuelto amenazándolo de algún modo desde su posición en los juzgados. Seidl estaba en casa de Strahler para que este mediase en el asunto, y durante esa conversación algo marchó mal y la persona con la que tenía que llegar Seidl a un acuerdo los mató a ambos. Sin embargo, aquella teoría no encajaba del todo en su esquema de cómo funcionaban las cosas en el mundo real: nadie mata al que le debe dinero si puede evitarlo, y además, por mucha que fuese la amistad de Seidl con el secretario del alcalde, le parecía casi increíble que ventilase semejantes asuntos delante de otra persona.
De todos modos, logró averiguar que el fiscal, aun sin gozar de la abundancia de su amigo Strahler, disfrutaba una situación económica saneada. Otra vía muerta.
Tras aquel último fracaso, Binder se limitaba a esperar un golpe de suerte que lo sacara del atolladero y respondía a su cliente con evasivas. Cuando lo llamó la señora Strahler, pensó que había llegado el momento de despedirse del caso y de la posibilidad de ganar aquellos cinco mil marcos que tan bien le vendrían. Pero en lugar de eso, la mujer sólo deseaba saber qué podía haber tenido que ver su marido con los crímenes del estilete, tan famosos en los años anteriores.
Al detective le costaba imaginar cómo habían podido relacionar a un hombre como Strahler con aquellos hechos, tan comentados por la prensa en su día, pero la llamada, o más bien la urgencia por inventar algo plausible que contar a la viuda, le había dado una idea: los crímenes que a él le interesaban podían estar de alguna manera relacionadas con alguno de los casos en los que trabajaba el fiscal Seidl.
A veces, cuando la verdad es tan escurridiza que no se deja echar el lazo, se la puede engañar simulando que se inventa una patraña. ¿Por qué no?
Echando pestes contra sí mismo por no haberlo pensado antes, completó en un par de días el trabajo de recopilación de artículos sobre aquel macabro y estúpido caso del estilete y se lanzó de lleno, con renovadas fuerzas, a averiguar en qué casos trabajaba el fiscal Seidl en el momento de su muerte. Pensó echar un vistazo también a los que había despachado en los últimos meses, pero luego cambió de idea: si hubiese sido una venganza lo hubiesen apuñalado por la calle, pero habiendo sido asesinado por alguien conocido y en casa de un amigo, lo más probable era que se tratase de una negociación sobre algún asunto no decidido aún completamente.
Siguiendo esa corazonada, se fue a la sala de lo penal en la que Seidl había desempeñado su trabajo y solicitó una lista de los casos que quedaron pendientes tras el asesinato del fiscal. Un par de días después, una funcionaria que parecía tan solterona como él le ofreció la respuesta en doce folios a cambio de su firma en un recibo y el juramento tácito de no volver a sonreírle.
Eran once casos en total: uno por corrupción en la concesión de obras públicas, uno de abusos deshonestos, dos robos, un allanamiento, dos estafas, y cuatro por tráfico de drogas.
El funcionario envuelto en el caso de corrupción había sido condenado poco después de la muerte de Seidl, así que quedaba descartado de momento, aunque sólo fuese porque no había obtenido nada del asunto. El acusado de abusos deshonestos había quedado en libertad bajo fianza, pero no parecía que su delito ni la condena que podía caerle fuese razón bastante para lanzarse a cometer unos crímenes que podrían suponer un castigo mucho mayor, lo mismo que los robos, el allanamiento, y las estafas.
En cuanto a los cuatro procesos por tráfico de drogas, se trataba de Helmuth Arkmann, un conocido vividor, y tres hombres a los que se acusaba de trabajar con él, formando asociación de malhechores.
Cuando Binder se enteró por el periódico de la tarde de que Arkmann y su gente habían sido ametrallados en el cabaret la Quinta Vida ya no albergó ninguna duda de que había dado con la pista correcta: había encontrado el primer eslabón de una cadena que nadie sabía aún a qué podía conducir. Sólo le faltaba recopilar todo lo que hubiese sobre la guerra entre bandas de traficantes. Satisfecho de tener al fin algo que ofrecer, descolgó el teléfono y llamó a la señora Strahler para decirle que en una semana tendría el informe completo sobre el caso del estilete y un par de novedades interesantes que contarle.