No negarás, querida amiga que hay seres, seres sin nombre, ni personas ni animales, que se engendran por sí solos en el placer malvado de los pensamientos absurdos.
Era el final de La Mandrágora de Hans Heinz Ewers, y el hombre de la herida en la ingle repetía aquella frase casi de modo obsesivo, sospechando un oráculo en ella, como si haberla leído entre el sueño y la vigilia la hubiese adherido a su mente de algún modo irremediable.
El ambiente, pálido y fresco, no ayudaba a desechar obsesiones. Las siete de la tarde de aquel día de junio parecían un mediodía soleado de invierno. Había llovido hasta las cinco y desde entonces el sol, entre nubes ralas, iba secando con parsimonia las aceras y los tejados, convencido de que no valía la pena esforzarse en aquel trabajo, porque pronto llovería de nuevo.
Después de verse con el bastón, la barba, un sombrero de ala ancha y gafas de montura redonda, el hombre de la herida en la ingle pensó que casi ni él mismo se reconocía.
Le quedaban apenas doscientos metros para su destino y apresuró el paso a pesar de su cojera. Precisamente aquel defecto era algo que no llamaba en absoluto la atención en unos tiempos en que había en el país varios millones de heridos de la Gran Guerra. Las cifras oficiales hablaban de un millón de inválidos, pero no contaban a los que podían realizar algún trabajo, igual que el recuento oficial de muertos no contabilizaría nunca a los que murieron meses después de la rendición a causa de sus heridas, de las enfermedades contraídas en las trincheras, o simplemente porque prefirieron acabar con sus sufrimientos pegándose un tiro.
Con estos lóbregos pensamientos, el hombre del bastón se detuvo ante una casa de dos pisos, defendida del ruido y de las miradas del exterior por un alto seto en el extremo de un jardín arbolado, no demasiado amplio pero sí lo bastante para dar a entender que aquella casa era propiedad de alguien que quería dejar bien clara su posición. Era un edificio antiguo, bien cuidado, que parecía trasplantado del campo, de alguna campiña francesa o de una pequeña ciudad tirolesa, y su principal seña de distinción era su modesto tamaño respecto a la superficie del solar que ocupaba en una zona de la ciudad donde cada metro cuadrado costaba una pequeña fortuna. En aquel barrio, más que las estatuas o las columnatas, lo verdaderamente ostentoso era el césped, y a aquella casa no le faltaba hierba.
El hombre del bastón traspuso la verja y se dirigió a la puerta principal. Esta se abrió antes de darle tiempo a llamar y un criado delgado y calvo lo invitó a entrar.
En el piso de arriba, el Barón Von Schuller, sentado en su despacho ante varios tomos de tamaño considerable, se esforzaba en decantar la línea genealógica de unos Hohenzollern olvidados en sus tierras de Pomerania, después de que las disensiones familiares los arrinconaran durante varias generaciones, lejos de los asuntos de verdadera importancia.
El barón llevaba veinte años redactando un largo trabajo sobre los Hohenzollern y su relación con los Stauffenberg, marcada unas veces por la alianza y otra por los enfrentamientos, hasta dar lugar, a entender el barón, al tronco principal de la historia de Alemania.
Unos leves golpes en la puerta sacaron al barón de sus reflexiones.
—El conde Von Kantzow está abajo y pregunta por usted —anunció el criado.
El barón frunció el ceño con disgusto: que un hombre como Göring se atreviese a emplear un título nobiliario para ocultarse le parecía una indecencia; que usase uno de rango superior al suyo le parecía un insulto; pero que utilizase precisamente el del anterior marido de su esposa le resultaba ya francamente escandaloso.
—Bien —respondió con un suspiro—. Hazlo pasar al salón y dile que enseguida voy.
—Sí, señor.
El criado hizo lo que se le ordenaba y dejó a Göring contemplando los cuadros de la casa, todos buenos a juicio del barón, aunque al aviador no se lo parecían tanto. Si de algo entendía Göring era de arte, y a su juicio, tanto los retratos como los motivos mitológicos estaban bien pintados, pero había algo en ellos que los delataba o como obras menores de grandes autores en unos casos, o como obras cumbre de autores menores en otros. El resto era relleno.
La herida le dolía menos que otras veces, pero de todos modos hubiese agradecido que lo invitasen a sentarse. Esa tensión lo hizo volverse con demasiada brusquedad cuando se abrió la puerta. Pero no era el barón, sino su hija.
Elisa Von Schuller era una muchacha espigada de veintiséis años, ni demasiado guapa, ni demasiado fea; ni demasiado graciosa, ni demasiado tímida. Göring la recordaba ocho años más joven, con un vestido muy parecido al que llevaba en ese momento, pero son los ojos mucho más brillantes y el rostro más risueño.
Elisa miró detenidamente al vistante, de aspecto algo desaliñado, y su rostro le resultó familiar, pero no pudo identificarlo.
—Permítame decirle que estoy verdaderamente impresionado, señorita Von Schuller —la recibió Göring en cuanto besó su mano.
La muchacha reconoció la voz al instante. Era Göring, por supuesto, aquel joven tan apuesto y tan galante que la había cortejado antes de la guerra. Hacía mucho, demasiado tiempo que no sabía nada de él. Había oído decir que se había visto envuelto en problemas políticos, pero no sabía nada más.
—Muchas gracias. Celebro verle de nuevo, después de tantos años —contestó ella, con una sonrisa impersonal. Sin embargo, sus ojos fueron mucho más cálidos y Göring se dio cuenta de que, de no haberse casado, aún hubiese podido tener una oportunidad con ella.
—Demasiados años, sí, pero no par todos han pasado igual: aquí me tiene a mí, convertido en un cojo gruñón, mientras usted ha florecido con el esplendor que está a la vista —comentó el aviador, perfectamente versado en el estilo anticuado y un poco pedante que se estilaba en aquella casa desde siempre.
Elisa reparó entonces por primera vez en el bastón y se llevó una mano a la boca.
—¡Oh, cuánto lo siento!, ¿una herida de guerra? —preguntó.
—Algo así —respondió Göring con una sonrisa.
—Entonces ahora tendrá ocasión de visitarnos más a menudo. Estaría encantada de que viniese una de estas tardes a tomar un té conmigo; incluso podría invitar a algunas amigas que estarían encantadas de conocerle…
Göring se sorprendió de la ingenuidad de la muchacha.
—Me temo que será imposible, señorita. Mi situación es un tanto precaria en estos momentos y nadie debe saber que estoy en Munich, o de lo contrario acabaría en la cárcel. Ya ve que tengo la fe bastante en la causa que defiendo para reconocer que soy un proscrito, pero debo ser discreto.
Elisa sonrió, comprensiva.
—Por mi no tema. Por eso se presenta como conde von Kantzow, ¿no? —preguntó.
Göring lamentó que la joven siguiera siendo lo bastante atolondrada como para hacer preguntas tan poco diplomáticas, pero mantuvo su mejor gesto.
—Sí, ya ve: al final me he casado y las circunstancias me obligan a llevar el nombre de mi mujer en lugar de darle a ella el mío.
—¿El nombre de su mujer? —preguntó Elisa, e inmediatamente empezó a estrujar el pañuelo entre sus manos arrepintiéndose la grosería que acaba de cometer.
Göring, sin embargo, encajó la pregunta con perfecto buen humor.
—En realidad, el del primer marido de mi mujer. Mi mujer se apellidaba Von Fock de soltera. Me encantará presentársela cuando las cosas mejoren un poco.
—Oh, lo siento, no quise… trató de disculparse Elisa.
—¡Por favor, no se preocupe! Comprendo que hayan circulado habladurías, pero estoy perfectamente orgulloso de todo lo que he hecho. Además, usted es una amiga, ¿no? —restó importancia con galantería.
Elisa enrojeció.
—Todos le apreciamos en esta casa… —acertó a responder.
—¿Quiere conocer la historia de mi matrimonio y tener algo bueno que contar a sus amigas? —preguntó el aviador con cierta malicia.
—Oh, por favor, no…
—Me encanta contarla —ofreció Göring risueño. La herida le dolía cada vez más y sería bueno distraerse con algo que alejase su mente de la aguda punzada que se iba incrustando en su cerebro.
Ella trató de negar de nuevo, pero la avidez de su mirada la traicionó.
—Como quiera —acabó cediendo.
—Es una historia de aventuras. Todo empezó cuando el suegro de mi esposa, regresó de un expedición al Gran Chaco. Después de pasar tanto tiempo fuera de casa, llegó a Estocolmo y se encontró con que se había declarado una gran tempestad que podía durar días. Como no estaba dispuesto a esperar a que escampase, llamó a una compañía de aviones privados, y luego a otra, y otra más, pero todas se negaron a despegar con aquel tiempo. Entonces me enteré yo de que buscaba un piloto, pregunté cuánto estaba dispuesto a pagar por aquel viaje, y como la cifra era más que interesante, le dije que podíamos irnos cuando quisiera. Casi nos matamos, pero al final logramos llegar a su castillo y me tuve que quedar allí dos semanas antes de poder regresar. En ese tiempo conocí a Karin, y hasta su marido se convenció de que no podía oponerse a la pasión que nos unía. El conde y yo somos tan buenos amigos que incluso me permite utilizar su nombre en estas circunstancias tan especiales. Por mi parte, le aseguro que haría por él, sin dudarlo, cualquier cosa que me pidiera.
—Perdone, pero no me lo puedo creer —respondió Elisa sin poder disimular su emoción por lo que acababa de escuchar. Aquella era la clase de historias que la conmovían hasta lo más hondo; las que deseaba fervientemente para sí misma en vez de la clase de vida insulsa y aburrida que llevaba entre los algodones que su padre colocaba incansable a su alrededor.
El aviador sacó la documentación del bolsillo interior de su abrigo y se la mostró a la muchacha, que aunque deseaba sustraerse a la curiosidad, acabó viendo el escudo sueco en el pasaporte.
Elisa, azorada, trataba de buscar un modo de marcharse cuando la aparición de su padre le dio el pretexto perfecto.
—¡Mi querido señor Göring!, ¡no sabe cuánto me alegro de verlo! Disculpe que le haya hecho esperar —se disculpó el barón Von Schuller, estrechando a su invitado en un abrazo.
—No hay de qué disculparse, se lo ruego. En otro caso me habría privado de la compañía de su encantadora hija —repuso Göring, haciendo gala de su habilidad para hablar a cada cual según el modo que más se aproximaba al tono habitual de su interlocutor.
—Yo estaba a punto de despedirme —aseguró la joven. Luego deseó una pronta recuperación a Göring, besó a su padre en la frente y se fue, casi con prisa.
—¿Qué tal está su familia? —preguntó Von Schuller, pasando un brazo por el hombro de su invitado, mientras lo conducía hacia la biblioteca.
—Estupendamente, gracias. Mi madre y mis hermanas siguen espléndidas, como siempre. Albert es ingeniero y parece que le va muy bien. —Respondió Göring paseando la vista por el salón, pero evitando mirar los sillones para no delatar su urgencia por descansar.
El dueño de la casa se demoró en una larga sonrisa silenciosa, esperando que fuese el otro el que abordase el tema que les había reunido. Estaba perfectamente al corriente de las dificultades de Göring para caminar y miraba atentamente la mano de este, cada vez más crispada en torno al puño plateado del bastón.
—¡Oh, qué cabeza la mía!, ¿quiere tomar alguna cosa? —se disculpó el barón, viendo que el aviador resistía la presión.
—Lo que usted suela tomar, gracias —respondió Göring, consiguiendo sonreír a pesar de que la herida le dolía cada vez más.
Von Schuller se llegó tranquilamente hasta un aparador oscuro y alto y trajo una botella de cristal tallado. Luego, demasiado parsimoniosamente, busco un vaso. El gesto fue quizás demasiado ostensible y Göring comprendió que no lo iban a invitar a sentarse: le quedaba, por supuesto, la posibilidad de ser él quien tomase la iniciativa de hacerlo, ofreciendo sólo una pequeña excusa, pero no quería dar esa ventaja inicial a su interlocutor, y además era lo bastante orgulloso para preferir desmayarse de dolor a reconocer su debilidad.
El barón encontró finalmente los vasos y sirvió un dedo de licor en cada uno.
—A su salud —brindó.
Göring percibió un ligero deje irónico en la voz del barón, pero agradeció la dedicatoria de todos modos con un gesto de cabeza.
—Supongo que se alegrará de los estupendos resultados de su partido en estas elecciones, ¿no? —preguntó el barón, sin abandonar su tono irónico.
—Para los nazis, triunfar en unas elecciones es como una copa de tenis para un tirador de esgrima —respondió el piloto.
—¿Por qué dice eso? —se extrañó Von Schuller.
—Mi partido, como sabe, no es adepto del sistema parlamentario. Somos muchos los que creemos que este resultado es una claudicación. Pero yo no soy el que manda, sino Strasser…
—Tengo entendido que, a pesar de sus triunfos, no cuenta con muchos apoyos —arriesgó el barón.
Göring torció el gesto, como si hubiese olido algo desagradable.
—Figúrese: ha tenido que nombrar como secretario personal suyo a un criador de conejos. Un tal Himmler…
El barón se envaró un tanto.
—Criador de conejos, pero ahijado de todo un príncipe Wittelsbach —repuso Von Schuller, que no toleraba la menor alusión despectiva al entorno de la nobleza.
—¿Ah, sí? Nunca lo había oído. Sólo estaba enterado de lo de los conejos —anotó Göring.
Luego el piloto se encastilló en su silencio, dedicando todas sus fuerzas a mantener la voluntad de quedarse en pie, resistiendo el dolor cada vez más penetrante de la herida. Sin embargo, no apartaba los ojos de la mirada de su anfitrión, y la suya, en vez de hacerse suplicante, o dubitativa, se volvía más enérgica cada vez.
El barón aguardó unos instantes viendo sudar a su interlocutor. Había que apretarle lo bastante para que se ablandara, pero no tanto como para temer de él una reacción violenta. Luego alzó la copa para brindar, pero antes de hacer chocar la suya con la de su invitado se detuvo un instante.
—Pues me alegro de veras de que haya venido —repitió el barón dando por concluidos los comentarios políticos.
—Siempre es agradable venir a su casa, y más para celebrar un trato fructífero. Por nuestra parte, hemos cumplido lo acordado —dijo Göring, abordando directamente el asunto.
El barón sacó un envoltorio de tela del bolsillo de su chaqueta y se lo entregó al aviador.
—Por la mía, cumplo con esto, por supuesto.
Göring seguramente esperaba otra cosa, porque deshizo tranquilamente el envoltorio de seda hasta encontrarse con un lingote de oro en la mano. Cuando lo vio se echó a reír.
—La verdad es que me ha sorprendido —confesó.
—No quisiera que el país padeciese otra crisis monetaria como la del año pasado y acabasen surgiendo entre nosotros diferencias engorrosas.
—Me parece una idea excelente. Con esto quedan saldadas las cuentas —aprobó Göring.
Von schuller frunció el ceño, como si dudara entre hablar o no.
—A mí, sin embargo, me gustaría confesarle una inquietud.
—No faltaba más.
—Por lo que yo recuerdo, acordamos que ustedes se quedarían con uno de cada cuatro puntos de distribución y nosotros ocuparíamos el resto o desviaríamos hacia los que ya tenemos a los clientes que se quedasen sin proveedor.
—Ciertamente —refrendó con aplomo Göring.
—Y sin embargo, hasta la fecha, no han ocupado ustedes los puntos que han quedado vacantes ni han permitido a nuestra gente siquiera una aproximación a los clientes. Viene aquí a cobrar, pero no ha comprado nada ni ha vendido nada todavía.
—Así es, de momento, por el bien de todos —repuso el aviador, enigmático.
El barón chasqueó la lengua.
—Me permito recordarle que la situación de ustedes, y la suya particularmente, no admite esa clase de juegos —advirtió.
—Me permito recordarle que tanto nos da expulsar del mercado a sus competidores como a ustedes, así que su situación es aún peor que la nuestra —respondió Göring con brutalidad.
El barón dio un respingo. Luego, tratando de calmarse, paseó lentamente por la biblioteca.
—Todos nos necesitamos, por supuesto —reconoció, tratando de distender el ambiente.
—Y en este momento preciso, ustedes nos necesitan a nosotros en el punto exacto en el que estamos. No le conviene que Arkmann o Dullkraut le vean aprovechar ninguno de sus percances. Hemos conseguido que ambos crean que ha sido el otro el que ha asestado el golpe y la guerra entre ellos ya se ha desatado. Y cada vez que se apacigüen, ahí estaremos nosotros para reavivar las diferencias.
—Pero pueden hablar un día de ello, y entonces…
Göring soltó una exclamación.
—Esos dos hombres se detestan más allá de la rivalidad en los negocios. Representan dos modos opuestos de entender el mundo. Pueden hablar, pero no entenderse. Eso nunca.
—Espero que tenga razón —deseó el barón, poco convencido.
—La tengo, ya lo verá. Las vacantes que vayan quedando deben ser cubiertas por la gente de Arkmann y la de Dullkraut, hasta que se debiliten lo bastante para poder decapitarlos de un solo golpe. Si antes del momento adecuado ven aparecer a una tercera empresa, entonces es posible que la evidencia les abra los ojos y se unan temporalmente contra usted. Y vea que digo contra usted, y no contra nosotros, así que lo que estamos haciendo es protegerle, simplemente. Sin embargo, si permanecemos ocultos, si no ven a un tercero aprovecharse de su debilidad, se culparán el uno al otro y se seguirán matando entre ellos hasta aniquilarse. Todo eso necesita tiempo.
—Y el tiempo se paga con mi dinero, por supuesto —se quejó el barón.
—Si lo prefiere, pagamos nosotros y los mata usted —replicó Göring con acidez.
—No nos pongamos desagradables, por favor —rogó el barón casi imperativo.
El piloto apuró de un sorbo su vaso. La herida de la ingle le dolía tanto que estaba a punto de gritar, pero la euforia de haberse impuesto al barón de manera tan apabullante le servía de calmante y quiso rematar el trato.
—En cuanto a los detalles… —comenzó.
—¡Oh, no se preocupe! Los detalles puede tratarlos con Takacs cuando guste —concluyó el barón, acompañando al aviador hacia la puerta del salón.