XVI

La prensa del día siguiente recogía en primera plana el ametrallamiento del cabaret restaurante la Quinta Vida. Dos individuos habían entrado el local y habían abierto fuego contra la mesa donde cenaba con sus amigos Helmuth Arkmann, conocido personaje de la noche muniquesa, causando la muerte de dos de ellos y heridas a otros tres, entre los que se encontraba el propio Arkmann. Los heridos habían sido trasladados inmediatamente al Hospital General, donde aún permanecían internados. Según los médicos, sólo una mujer, de la que no se había facilitado la identidad, se encontraba en estado crítico. Los demás, salvo complicaciones, serían dados de alta a lo largo de la semana.

Al parecer no había sido el único acto violento de la noche, pues poco antes, en el puente Max Josef, un hombre había sido abatido por los disparos realizados por un desconocido desde un coche en marcha. Según testigos presenciales, un automóvil de color claro, cuyo marca y modelo no se habían podido determinar todavía, aminoró su velocidad al atravesar el puente, momento en el que uno de sus ocupantes realizó dos disparos por la espalda contra la víctima, Adolf Schack, de treinta y cuatro años, secretario de un conocido balneario, dándose a la fuga acto seguido.

Minutos después, frente a la iglesia de san Lucas, era también asesinado de tres disparos el enfermero Hubert Rottenlink. El asesino, que disparó casi a quemarropa, huyó a pie del lugar de los hechos, mientras un amigo de la víctima que se encontraba en las inmediaciones trató de perseguirlo sin lograr darle alcance.

—¿Eso es todo? —preguntó el comisario Müller, que se entretenía envenenando cebos para ratas mientras le leían las noticias. Desde que había encontrado varios expedientes roídos le había declarado la guerra a aquellos bichos asquerosos, pero el edificio estaba tan podrido hasta los cimientos que era una lucha perdida.

El cabo Polk, que era quien había estado leyendo en voz alta el periódico, dobló el ejemplar y lo dejó sobre la mesa de su jefe. Polk parecía mucho más viejo de lo que era realmente, con perpetuas ojeras y el cabello encanecido. Al principio de la guerra le aconsejaron que se alistara en transmisiones porque así se quedaría todo el tiempo en retaguardia cifrando y recibiendo telegramas, pero en realidad se había pasado cuatro años tendiendo cable bajo las balas y el fuego artillero por los peores campos de batalla. Desde entonces se le había quedado fijo en el rostro un gesto de desconfianza.

—Eso es todo lo que interesa. A partir de ahí se dedican a hacer conjeturas sobre quién pudo hacerlo —repuso el cabo.

—Como fue esta noche pasada no les ha dado tiempo a enterarse de gran cosa. A partir de mañana empezarán a hablar de tráfico de drogas. Los que salgan esta tarde ya estarán mejor informados, seguramente —añadió el sargento Meisinger, que había acudido también a la reunión de urgencia convocada por el comisario.

—¿Y nosotros qué sabemos? —preguntó Müller, tras sentarse en su sillón, al otro lado del descomunal escritorio de su despacho.

—Nosotros, que Arkmann tiene un par de fumaderos y lo que nos cuente la prensa, comisario —contestó Polk sin ocultar su desánimo—. Y sabemos también que ese famoso médicos, Rudiger, que apareció muerto de sobredosis en un portal, no era consumidor. La familia niega que tuviese nada que ver con Arkmann o Dullkraut, pero si tiramos un poco del hilo veremos que todas las muertes están relacionadas. Todas.

—Y hay algo más, de lo que nos hemos enterado hoy mismo —apuntó Meisinger.

Müller alzó las cejas, invitándolo a proseguir.

—Rudiger también era miembro de la Artam, la misma asociación de agricultores mágicos a la que pertenecía Hinkmann. Hemos pedido el listado de socios y se han negado a dárnoslo. Podríamos pedir una orden judicial, pero…

—No servirá de nada —aceptó el comisario, resignado—. Lo único que tiene esa gente es el secreto. Traten de convencerlos por las buenas. Díganles que es para protegerlos.

—Probaremos —acató Meisinger.

—¿Qué más se sabe de Rudiger?, ¿le inyectaron la morfina a la fuerza?, ¿había señales de lucha? —Preguntó Müller volviendo a lo más palpable del caso.

El sargento resopló.

—Mejor no meterse mucho: el caso lo lleva el comisario Krebs y no creo que venga a informarnos de lo que hay.

Müller dejó escapar un gruñido de disgusto.

—Krebs. Me encuentro a Krebs en todas partes —se quejó.

—Pregúntele a él, a ver qué opina —se permitió bromear Meisinger, aludiendo a algunos sucesos no muy lejanos en los que Krebs tuvo que ver a Müller más de lo que le hubiese gustado.

El comisario se frotó las manos, tratando, por inducción, de hacer entrar en calor aquella reunión matinal.

—Bueno. Pues Krebs tiene los más frescos y nosotros los primeros. En cuanto al del hospicio, está claro que no era una cuadrilla socialista: tenían demasiado interés en hacérnoslo creer y esa misma noche pusieron en fuga a un grupo juvenil que pegaba carteles, robándoles el material, o eso nos han contado, ¿no? —planteó Müller, empeñado en vincular aquel asesinato con el resto.

Polk tomó aire.

—Eso dijeron en su sede, sí, pero con su permiso, comisario, lo mejor es creerse siempre en primer lugar lo que quieren que creas: si los que mataron a ese Hinkmann querían parecer socialistas, nosotros pensamos que eran socialistas. Lo evidente primero. Además, no se puede descartar que estuviesen pegando tranquilamente sus carteles, uno de ellos fuera adicto y llamase a su proveedor. Entonces, abajo, pudo surgir la discusión que acabó en crimen. La declaración de la esposa va por ahí.

Müller frunció el ceño, abrió una de las carpetas que cubrían su mesa y sacó unos cuantos papeles.

—Según la mujer, el hombre que empezó a tirar piedras a la ventana se llamaba Joseph, y era conocido de su marido. Había pasado alguna vez más por allí, pero todo lo que recuerda es que es un hombre fornido, alto, medio calvo, de unos treinta y tantos años. Sólo lo vio una vez y de espaldas. No conoce su profesión ni su filiación política. ¿Hay algo más? —preguntó para concluir.

—Sólo eso, y no imagina lo que costó sacárselo —repuso Meisinger—. Estaba muy asustada.

—No me extraña. Supongo que su marido tenía una agenda o algo así…

—Ya se lo preguntamos y lo negó —informó el sargento.

—Bien. Vuelvan a verla y sáquenle como sea una lista de personas a las que conocía su marido: compañeros de trabajo, parientes, amigos, compañeros de promoción, matrimonios a los que visitaban o por los que eran visitados. Todo. Hay una ley que casi nunca falla: cualquier persona con la que yo me relacione la trata también alguno de mis conocidos. Alguien más tiene que conocer a ese Joseph.

—No creo que la mujer nos diga gran cosa —trató de oponer Meisinger.

El comisario torció el gesto.

—Denle a entender que se enterará todo el mundo; al menos todos los que le puedan importar a ella. Cuando piense que sus amigos y parientes se verán envueltos en esta porquería y acabarán sabiendo por qué murió su marido seguro que se vuelve mucho más cooperadora. Si la agenda no aparece, empiecen por interrogar a todos los vecinos del inmueble.

—Sí, comisario —acató el sargento, que cuando no estaba a solas con su amigo se ceñía estrictamente al tratamiento oficial.

—Pídanle las fotos de su boda y pregúntenle el nombre y la dirección de todas las personas que aparezcan en ellas. Pregunten hasta por el lugar donde se celebró la misa, el banquete, y dónde compraron las flores. ¡Todo!

—Sí, comisario —repuso el cabo, impresionado por la dureza de la maniobra. Y por la marrullería.

—No puede ser que un viajante no tenga una agenda o algo así. Tiene que aparecer: la agenda nos dirá en qué círculos se movía y con qué clase de gente trataba.

—Sí, comisario.

—¿Y se sabe algo del coche que llevaba un bastidor para carteles? —preguntó Müller.

—Ni rastro. Podemos pedir a todos los partidos una lista de los vehículos que emplearon en la campaña electoral, pero no creo que sirva de mucho —propuso el cabo.

El comisario negó con un gesto. Había una idea que le daba vueltas en la cabeza, pero no acababa de decidirse a expresarla en voz alta.

—Vamos a ver… —empezó—. ¿Creen que las tres muertes que nosotros investigamos tienen algo que ver con el ataque de anoche en La Quinta Vida, lo del médico y los otros dos muertos, o que son hechos aislados entre sí?

—Es todo una misma historia. Apostaría algo bueno —repuso el cabo. Meisinger también asintió con la cabeza.

—Entonces, la cuestión es: ¿hay algún asunto político en todo esto o me precipité al darle la razón a Johansonn y pedir que me transfiriese el caso?, ¿cómo lo ven ustedes? —preguntó Müller.

El cabo Polk retorció los labios como si le doliera una muela.

—A estas alturas ya da igual, comisario: si vas por la calle y ves un hombre tendido, puedes pasar de largo o echártelo a los hombros. Pero una vez que te lo echas a los hombros ya tienes que llevarlo al hospital o a alguna parte. No puedes volver a dejarlo en el suelo dos manzanas más allá. Tenemos que detener esto sea un caso político o una simple guerra de bandas, ¿no?

Müller se echó a reír.

—Gracias cabo, pero no es lo mismo. Si se trata de un caso político, tenemos que emplearnos a fondo. Si es una guerra de bandas, no tanto —explicó.

—Entonces, si resulta que se están matando entre ellos, ¿qué hacemos? —quiso saber Meisinger para delimitar mejor las líneas de actuación.

El comisario cogió uno de los cebos envenenados y lo partió en dos pedazos.

—Si en las cloacas de la ciudad se declarase una guerra a muerte entre ratas y cucarachas, ¿de qué lado se pondrían los poceros? —devolvió la pregunta con media sonrisa.