El hombre de la herida en la ingle seguía esperando. Eran ya las dos y diez y no había aparecido nadie. En otro tiempo se hubiera preocupado, pero la morfina también le ayudaba a aliviar esa inquietud: era dinero para una buena causa y estaba seguro de que la Providencia, o Satanás, se asegurarían de que no surgiese ningún contratiempo de importancia.
Después de consultar el reloj, volvió de nuevo los ojos al calendario. Prefería los recuerdos a las preocupaciones. La preocupación es imaginación mal empleada. Mejor utilizar la imaginación en rellenar los claros que cada vez con más frecuencia se abrían en la memoria. Mejor inventar. Inventar lo que no recuerdas. Eso es la historia. O el amor. La vida misma.
—Mil novecientos catorce —repitió en voz alta.
Aquello también era un dolor, pero de otra clase. Nunca pensó que pudiesen doler las fechas, pero no había calmante capaz de apaciguar el malestar que le causaba aquel calendario. Se sentía mejor cuando nadaba en los recién recuperados recuerdos, o mejor, volaba en ellos, con Loerzer, en su Albatros, aunque cada día estuviese a punto de ser el último, aunque un británico le arrancase el timón de cuajo y tuviera que regresar a sus posiciones utilizando el peso de su cuerpo para dirigir el aparato. Aunque terminase aterrizando de emergencia sobre un cementerio.
Vaya estacazo.
Cuatro meses en el hospital, o en los hospitales, porque fueron tres: Valenciennes, Bochum y Munich. También de eso se acordaba. Estupendo. Volvía la memoria completa. ¿Qué es un hombre sin memoria? Un hombre poca cosa, y un alemán, nada en absoluto. A los alemanes sólo les quedan los recuerdos de lo vivido en otros años, porque el presente no puede producirles más que repugnancia. Mejor la memoria. Cualquier cosa mejor que la realidad.
Cuatro meses en los hospitales, soldando huesos y restañando heridas. En febrero del diecisiete, por fin de regreso al frente, en Alsacia, y otra vez con Loerzer. Por fin podía volver al aire. Volar es un vicio, un vicio tan grande que a veces pensaba si no se debería a eso su adicción a las drogas en vez de a la herida en la ingle. Pero no sólo era volar: era volar en un avión de combate y enfrentase a otros hombres que creían en sus mismas reglas. Los aviadores eran una especie aparte, una orden de caballeros que se mataba sin rencor en justa lid. Nadie hubiese sido tan miserable de seguir disparando después de que al otro se le acabara la munición; él nunca lo hizo ni encontró jamás oponente que se saltara esta norma. Mientras en el fango de las trincheras los hombres se desmenuzaban en el mayor espanto de todos los tiempos, sus compañeros del arma aérea saludaba con pañuelos a los adversarios; mientras en tierra los soldados se embarraban los rostros y los uniformes para mimetizarse con el terreno, los aviadores pintaban sus aparatos de rojo, como Richthofen, para no ser tachados de cobardes. La guerra la hacían los demás; ellos eran caballeros, y los caballeros se matan limpiamente en duelos y torneos, no a cuchilladas en trifulcas y reyertas.
Fueron buenos tiempos, pero luego…
El hombre estiró las piernas y volvió a abrir el libro que tenía entre las manos. Si los recuerdos se encaminaban hacia momentos amargos era mejor acabar la novela. Le quedaban sólo un par de páginas y ya había comprobado que la memoria volvía a agitar las palas de su hélice; no tenía sentido amargarse recordando los últimos días. Pero ya no podía parar. ¿Y para qué parar? Si tenía que estrellarse se estrellaría. Pero detenerse no. Detenerse nunca.
Fueron buenos tiempos, con Richthofen y su intrépido Circo Volante. Y después, el desastre. La rendición llegó como una puñalada por la espalda. En lugar de entregar los aviones a los aliados según los términos del armisticio, ordenó a sus hombres que volaran hacia Darmstadt, y los licenció personalmente en las instalaciones de una vieja fábrica de papel. Fue la primera vez que habló en público como algo más que un jefe militar que da órdenes o arenga a sus hombres para la batalla. Los arengaba para la rendición, ¡qué demonios! Volveremos; yo os juro que volveremos, amigos míos. Eso les había dicho. ¿Qué más podía decirles?
Luego llegó la paz y, tras unas cuantas semanas de explicaciones humillantes y papeleos engorrosos, recibió varias ofertas para probar aviones en Suecia y en Dinamarca. A eso se dedicó un tiempo, y también a realizar exhibiciones acrobáticas con sus antiguos compañeros: de nuevo eran el Circo Volante, pero el nombre aludía ya a su audacia, sino a que se habían convertido en un verdadero circo repleto de payasos voladores. Más tarde aceptó aquel estúpido trabajo: piloto comercial, decía su contrato, pero en realidad era un taxista que esperaba en el aeródromo para pilotar aviones privados que condujeran a empresarios o vividores a su próxima cita. De piloto de caza a taxista para ricos o payaso volador. Gloriosa de veras su trayectoria.
Se ganaba la vida, sí, pero aquello no era vida. Aquello era sobrevivir viendo cómo el país se desmoronaba, cómo la inflación crecía de día en día haciendo perder sus ahorros a todo el que no fuese lo bastante miserable o lo bastante aventurero para invertir su capital en acaparar mercancía, o especular con el hambre de los demás.
El hombre apoyó la cabeza en un costado del sillón, abandonándose a la somnolencia que empezaba a invadirle. La morfina había hecho desaparecer ya completamente el dolor de la ingle, pero quedaba aún un pequeño resto de ansiedad de la espera que se había impuesto antes de inyectársela. No tardaría en dormirse. Intentó acabar el libro, pero lo cerró de nuevo.
Aquello no era vida. Sólo las hienas y los buitres engordaban. Los comunistas querían imponer una revolución que uniera a los pobres del mundo, y para que nadie se sintiera excluido de la nación que iban a fundar, iban a convertirlos en pobres a todos. Los separatistas creían que si Baviera se separaba de Alemania podría librarse de pagar su parte en las reparaciones de guerra del tratado de Versalles, aquella monstruosidad que tendrían que pagar durante cien años, hasta el 2018. Comunistas, separatistas…, ¿y el resto? Los demás se conformaban con dos hogazas y media libra de carne más en las negociaciones con los aliados. Lo mismo los conservadores que los socialdemócratas, lo mismo los liberales que los populistas. Quedaban los nazis, pero los nazis ni siquiera contaban con apoyo exterior, como los comunistas. Los nazis eran una banda de desharrapados formada por trabajadores manuales que jamás habían leído un libro. Los comunistas al menos leían las tonterías de Marx, pero los nazis ni eso.
Sin embargo, en el año veintidós escuchó a Hitler y se unió a su partido. El que es consciente los males, si tiene fuerzas y edad para luchar, es un miserable si no lucha. Por eso estaba allí de nuevo, aunque si lo cogían podía costarle una buena temporada en la cárcel, o algo aún peor.
El año veintidós. En el año veintidós se unió a los nazis porque estaba cansado de hacer el tonto por media Europa y se había convencido ya de que no era tan necesaria gente de clase, o de cultura, como gente de fe y de coraje. Y los nazis creían. Eran gente capaz de creer en lo que hacía y de hacer creer a los demás. Escuchó a Hitler y creyó en él. ¿Por qué? Credo quia absurdum. Le creo porque es absurdo. ¿En qué otra cosa se puede creer más que en lo absurdo cuando el mundo entero se vuelve loco?, ¿en qué se puede creer cuando ha desaparecido el ejército en el que uno ha luchado, te han quitado el orgullo, la tierras y ves a tu gente morir de hambre y frío?
Hambre y frío: eso fue el año veintitrés. Gente muriendo de hambre en la cama, demasiado avergonzados para salir a la calle a convertirse en mendigos. Gente muriendo de frío en sus casas, en las calles, en los portales de las iglesias, en los hospitales y en todas partes. Mendigos a millares, desempleados a millones, y dinero que dejaba de valer de un día para otro.
Un dólar valía diez marcos. Luego, cien, luego mil, un millón, y cuatro billones al final. Cuatro billones y medio europeos, de los que se cuentan en millones de millones. Nadie escapó de aquello. Nadie. Ser sensato equivalía a morir. Ser razonable era un mero suicidio. Sólo los traidores del dieciocho salieron adelante: ¿para eso habían hecho una revolución?, ¿para eso habían enviado a Holanda al Kaiser? El veintitrés fue el año de los prestidigitadores, o mejor, de los nigromantes. En Alemania, un país tan apegado a la ley y al orden, quien creyera en la ley y en el orden perecería sin remedio. No podía haber destrucción más profunda de una nación. Acabar con la confianza en el ahorro, en el esfuerzo y en la honradez como recta forma de vida: no podía existir peor aniquilamiento.
Los comunistas, apretaron. Los separatistas apretaron y los nazis apretaron también. Él ya era para entonces uno de los nazis. Lo recibieron con los brazos abiertos, encantados de que alguien que no fuese un pelagatos se uniera a sus filas. Su nombre sería útil en el partido, y quizás a él le permitiesen trasponer algunas puertas vedadas a los demás: por eso lo aceptaron. Por eso, y porque aceptaban a todo el mundo, ¡qué demonios!
Y entonces vino el putsch de la Bürgerbraukeller, y el fracaso, y el intento de que el grupo de manifestantes armados llegase hasta el edificio del Gobierno Militar. Y allí empezó el tiroteo, y cayeron los muertos a su alrededor. Y allí estaba, allí enfrente, el miserable del comisario Müller ordenando disparar contra los manifestantes nazis y apuntando él mismo contra Hitler. ¡Maldito canalla! Allí lo vio, con su uniforme de la policía. Müller: que había sido compañero en la escuadrilla. ¿Compañero? Había sido subordinado suyo, un tipo obediente y sumiso. Ni valiente ni cobarde. Se le ordenaba una misión, saludaba, y la cumplía. Si era fácil, se alegraba seguramente; si era peligrosa, seguramente se preocupaba; seguramente, porque si reaccionaba de alguna manera lo hacía para sus adentros. De su pellejo para afuera sólo saludaba, se subía al avión y cumplía lo que se le había ordenado. Aquel mismo Müller era el que estaba allí, en medio de la calle, dando la orden de abrir fuego. Dijeron luego que los nazis habían disparado primero, pero fue Müller, él mismo, personalmente, quien dio la orden de disparar y apretó el gatillo de su pistola.
El hombre se llevó la mano de nuevo a la herida de la ingle. Ya no le dolía, pero la sentía más presente que nunca al recordar el momento en que la sufrió.
¡Ese Müller, hijo de la gran puta…! Por su culpa era un lisiado y dependía de la morfina. Müller lo había matado. Lo había matado de la peor manera posible: dejándolo con vida. Con vida para avergonzarse de su debilidad y para seguir arrastrándose, sudoroso, cada vez que la morfina exigía su tributo.
Un piloto, un aviador como él mismo, había sido el culpable. Un maldito esbirro de aquella república corrupta. República de mierda, declarada por una cuadrilla de mequetrefes que luego no supieron qué hacer con ella. ¡Ahí tenéis vuestra república, majaderos!, ¡ahora ya no sois súbditos del Kaiser!, ¡ahora sois ciudadanos! Ya podéis hacer la revolución y declarar una república soviética, espartaquista, libertaria, o lo que os venga en gana ¡Famélica legión de imbéciles! ¿A dónde van vuestras repúblicas? A estrellarse contra vuestra propia incapacidad de hacer nada que funcione. Si Gepetto hubiera sido republicano, Pinocho sería cojo.
El hombre se rio de su propia ocurrencia y volvió a abrir el libro. Aún no necesitaba gafas para leer, pero el brillo de la lámpara empezó a temblar de pronto y el hombre desistió de la lectura, esperando a que la luz se estabilizara. Su mente aprovechó el instante para escapar de nuevo.
Maldito Müller. ¡Qué desastre! Hitler en la cárcel, él en el hospital y huido de la justicia, Hess en la cárcel, Röhm en la cárcel, y el partido en manos de un idiota como Strasser, una especie de socialdemócrata emboscado que se había presentado a las malditas elecciones. Años enteros renegando del sistema parlamentario para que ese zoquete acabase presentándose a las piojosas elecciones. Strasser. Un inútil. Un mierda. Menos que un medio hombre, que además se dejaba robar una parte de lo logrado en el asalto al Banco de Alemania durante el putsch y se gastaba el resto en la campaña electoral. ¡Idiota! ¿No sabe que la fuerza del partido está en tener una caja de solidaridad fuerte? Cuando algún camarada resulte herido en un altercado, en vez de pagarle su salario de la caja del partido, que le digan que el dinero se fue a la campaña electoral. ¿Quién va a salir en esas condiciones a la calle? Dominaban la calle por la caja, porque la gente se sentía segura, y el imbécil de Strasser se la gasta en tres semanas. Hay que recobrar la maldita caja.
Hay que reunir dinero de nuevo. Con lo que sea. Como sea. Hay que buscar una fuente de ingresos enseguida para hacerse de nuevo dueños de las calles. Ese majadero de Müller piensa seguramente que la paz en las calles es mérito suyo, pero fue la quiebra del partido la que calmó el ambiente. ¡Hay que conseguir dinero! Dinero para la caja. Para la morfina. Dinero. Es la clave de todo.
Dinero para la morfina y con la morfina. ¿Por qué no? Nada es sucio si no se usa para enriquecerse personalmente. Nada es sucio si es para luchar. Si alguien va a venderla de todos modos, que la venda quien quiere devolver a la nación el producto del negocio. En forma de brazos, de corazones dispuestos al sacrificio. ¿Por qué lo franceses invadieron sólo el Ruhr y no toda Alemania? Porque sabían que había miles, centenares de miles de patriotas que tomarían las armas contra ellos. Para mantener en pie esas armas se puede y se debe vender lo que sea. Si al enemigo no le bastan las razones hay que levantar monstruos ante él.
El hombre se recostó, pensando durante una ráfaga de lucidez en qué necesidad podía tener él de meterse en algo así, después de lo que ya había sufrido por un partido que no le daba nada más que heridas, peligros y disgustos. ¿Nada? Le daba una razón para levantarse de la cama y no quedarse allí, esperando la muerte. Le daba una razón para no pegarse un tiro. Le daba algo que desear, y un empujón en la sangre de vez en cuando. ¿Cómo podía decir que el partido no le daba nada?
No tenía necesidad de meterse en algo tan sucio. Por eso lo haría. El que lo hace por necesidad es un pobre diablo; el que lo hace por ideales, o por placer, no figura entre los sospechosos de la policía. Claro que lo haría. Haría lo que fuese. Como en el aire. Como siempre. Por la patria, por él mismo, por la eterna lucha contra el tedio de los ricos que conoció de lejos sin llegar a palpar del todo. Porque sus noches de insomnio, euforia y abstinencia, alumbrasen delirios de grandeza en lugar de impulsos de suicidio. ¡Por eso lo haría!
Fatigado y satisfecho de haber cuadrado el edificio de sus pensamientos, el hombre abrió al fin el libro, y leyó: «No negarás, querida amiga, no serás tú quien me niegue, que hay seres, seres sin nombre, ni personas ni animales, que se engendran por sí solos en el placer malvado de los pensamientos absurdos».
—Como nosotros mismos —murmuró en voz baja, respondiendo a los tres golpes convenidos que por fin habían sonado en el cristal de la ventana.
Cuando los tres golpes sonaron de nuevo se levantó trabajosamente del sillón y se dirigió a la puerta principal. Estaba a punto de abrir cuando volvió sobre sus pasos, sacó una pistola de un cajón y se la guardó en el bolsillo del batín.
Los tres golpes volvieron a sonar en la ventana, un poco más fuertes.
El antiguo aviador descorrió con gran estruendo los cerrojos de la puerta y esperó hasta escuchar los pasos que se acercaban por el sendero de graba. Habían acordado que fuese solo, pero se escuchaban las pisadas de dos personas. Algo no iba bien.
La primera silueta era conocida, pero de todos modos, el hombre de la herida empuñó la pistola en el bolsillo, sin llegar a sacarla. En caso de necesidad dispararía desde dentro de la bata, sin dar tiempo al otro a sospechar siquiera que iba armado.
Pero no hizo falta: en cuanto pudo ver el rostro del que se acercaba comprobó que era Joseph. Detrás iba una figura grotesca. Un ser extraño. El hombre de la herida en la ingle frunció el ceño al darse cuenta de que era una mujer. Lo último que esperaba.
—¿Cómo estamos, Sepp? —preguntó tendiéndole la mano al hombre pero sin dejar de mirar a la chica. No la había visto jamás, pero era como si la conociese de toda la vida. O de otra vida.
—Todo perfecto. Le dije a esta amiga que conocía a alguien que aún estaría levantado nos invitaría a una copa, ¿me equivoqué?
—Claro que no. Pasad y ya encontraremos algo.
—Gracias —repuso ella.
—¿No nos presentas? —preguntó el aviador a Lammers.
—No es necesario.
El hombre de la herida en la ingle miró fijamente a la mujer y se dio cuenta de que era exactamente como él imaginaba a la protagonista del libro que estaba intentado acabar de leer mientras esperaba.
—¿Puedo llamarle Alraune? —le preguntó.
—Claro —aceptó ella, sonriente.
—Yo soy von Kantzow. Gustav Von Kantzow, a su servicio, señorita —respondió, utilizando por primera vez ante desconocidos la falsa identidad que se había procurado.