La tarde de los jueves, a partir de las ocho y media, se celebraba en casa de Willibald Hentschel la reunión semanal de los artamanen. Por supuesto, no todos los miembros estaban invitados, sino solamente un grupo de seis o siete socios prominentes, elegidos directamente por Hentschel, fundador y presidente de la asociación.
La Hermandad Artam era a la vez una asociación política, económica y cultural, convencida de que el resurgir de Alemania sólo podría producirse a través de la resurrección de la agricultura, la roturación de nuevas tierras y el establecimiento, sobre todo en los territorios del este, de grandes comunidades agrarias, étnicamente limpias y socialmente conservadoras. Sus fuentes de inspiración se encontraban en los más profundos posos del romanticismo germánico, las sagas nórdicas y el ciclo de los Nibelungos. En sus celebraciones, trataban a veces de imitar los antiguos rituales paganos y redactaban algunos de sus comunicados internos en caracteres rúnicos. Su lema, que encabezaba todos sus documentos y estaba grabado en la sede social de la Hermandad, representaba a la perfección el ideal que los unía: «somos devotos servidores de la Tierra y de su grandioso morir y renacer».
Unos decían de ellos que eran una sociedad defensora de la naturaleza, otros que una agrupación política nacionalista, y otros aún que una sociedad secreta dedicada a la magia. Cuando Hentschel era preguntado sobre ello, se encogía de hombros y ofrecía invariablemente como respuesta la opción que no se había atrevido a incluir el que preguntaba: «somos un grupo de chiflados».
Lo que no podía negarse era que disfrutaban con la mutua compañía, las buenas cenas de casa de Hentschel y las animadas charlas que sostenían hasta bastante tarde. La sociedad se había fundado a mediados del veintitrés, y mientras el resto de Munich y de Alemania se desesperaba con la insoportable inflación, ellos mantenían el buen ánimo en torno a un ideal.
Aquella noche sólo eran cinco y la conversación había girado de nuevo en torno a la lamentable muerte de Robert Hinkmann, uno de los miembros más antiguos de la Hermandad, y de por qué los miserables que lo habían asesinado decidieron lanzar su cuerpo al hospicio. El anfitrión pensaba que simplemente trataban de ocultar el cadáver para darse unas horas antes de que lo encontrasen, mientras que los otros trataban de buscarle alguna implicación simbólica a al hecho.
Himmler, un oscuro perito agrónomo que era invitado a casa de Hentschel más en calidad de ahijado de los Wittelsbach que de entendido en agricultura, opinaba, igual que Höss, antiguo combatiente en Turquía y especialista en temas orientales, que se trataba de una advertencia para el resto y que debían tener cuidado. Según ellos, lanzar el cadáver al orfanato era tanto como hacerles ver el estado de indefensión y abandono en que se encontraban, porque eno había duda de que Hinkmann había sido asesinado por su pertenencia a la Artam.
El doctor Rudiger se sonreía para sus adentros mientras escuchaba semejantes muestras de ingenuidad, pero defendía con toda su energía la inocencia del muerto, sobre todo contra la desconfianza de Walter Darré, un especialista en cría de ganado hijo de padre alemán y madre argentina poco dispuesto a creer en la honorabilidad de nadie, por intachable que fuese su fama. Darré había leído los periódicos y no consideraba descartable que Hinkmann estuviese efectivamente involucrado en el tráfico de drogas y fuese esta actividad, y no su pertenencia a la Artam, el móvil de su asesinato.
El doctor Rudiger defendió aún con mayor vigor la indudable honradez de Hinkmann, pero Darré rechazó su alegato con un gesto irónico.
—Somos amigos, pero no ángeles, doctor —objeto.
El doctor Rudiger, dijo entonces que consideraba inadmisible que se alimentara la difamación contra un compañero muerto, saludó al resto y abandonó la reunión. Darré se disculpó y el doctor aceptó las disculpas, pero aseguró que de todos modos prefería volver a casa para acostarse a una hora prudente. Los demás hicieron otro tanto y, por aquella noche, se dio por terminada, con sabor agridulce, la asamblea de la élite de la hermandad.
En cuanto se hubo despedido del resto, el doctor volvió a sonreírse, esta vez pensando en la perspicacia del suramericano. Un hombre como él podía ser peligroso, pero después de la escena de aquella noche sería difícil que Hentschel lo volviese a invitar. Hentschel odiaba las discusiones y si tenía que renunciar a alguien prescindiría antes de Darré que de él. Los demás eran unos idiotas consumados, pero Darré podía escuchar cosas y, conociéndolo, podía preguntarle un día de sopetón que opinaba de la morfina y sus derivados.
La morfina era dinero. Y poder. Y también influencia. Desde que estaba con Arkmann no había visto más que puertas abriéndose a su paso. Todo el mundo hablaba de las drogas como un vicio, pero eran muy pocos los que le hacían los mismos ascos al dinero que generaban. Y en el fondo, ¿qué tenía de malo que la gente quisiera alegrarse la existencia o buscar una ayuda para compensar sus carencias?, ¿no se procuran los enfermos la medicación necesaria para sus males?, ¿no se allegan antibióticos para sus infecciones? ¿Qué tenía entonces de extraño que alguien que viese la vida como un valle de lágrimas procurase adormecerse con morfina?, ¿qué podía haber de perverso en que alguien entristecido y sin interés por la vida tratase de buscarse un mundo paralelo? Cada cual necesita su medicamento para su enfermedad y cada cual se lo busca como puede.
—La morfina no es peor que la penicilina —musitó el docto en voz baja.
La penicilina aniquila los microorganismos y la morfina los terrores, siguió para sus adentros. ¿Y qué es peor? No hay nada más terrible que las infecciones del alma, esas obsesiones y esos miedos que se repiten y se agrandan en la mente de quien los padece hasta convertir la existencia en un dolor constante.
No podía haber nada malo en vender aquello.
Y la cosa marchaba bien. Y mejor aún marcharía en los próximos meses. Tras la muerte de Homkmann había entablado contacto con los proveedores y había alcanzado un acuerdo excelente. Mejor que el que tenían cuando era el viajante de farmacia el que se ocupaba del asunto. El nuevo trato era ventajoso para Arkmann y más aún para él mismo, pero Arkmann no preguntaría nada mientras se viese favorecido; aunque sospechara. En ese sentido, Arkmann era un patrón inmejorable: exigía que se le obedeciese y que se le pagase puntualmente lo acordado en cada operación, pero no quería saber más.
Si todo salía según lo esperado, en pocos meses empezaría a construir la nueva casa en Schwabing y en cuatro o cinco años se jubilaría. No pensaba seguir eternamente. La clave de aquella clase de asuntos, en los que la justicia podía echarse encima, era salir a tiempo, con lo bastante para no preocuparse de nada, pero manteniendo a raya la avaricia. Podía seguir ejerciendo de médico un tiempo y luego, a escribir sus memorias, o simplemente a pescar en algún lago de las montañas. Seguramente, sí, con el tiempo trataría de comprarse una casa cerca del Alpsee, junto a los castillos de Luis el Loco.
Rudiger iba tan embebido en estas ensoñaciones, evocando las estilizadas torres de Neuschwanstein, que ni siquiera intentó gritar cuando dos hombres salieron de un portal, le taparon la boca y lo arrastraron violentamente al interior.
Sin mediar palabra, mientras uno de ellos lo sujetaba, el otro sacó una jeringuilla de un estuche, le hizo un torniquete en el brazo al doctor, y le inyectó algo. Luego Rudiger, poco a poco, dejó de agitarse, hasta que finalmente su cuerpo se distendió completamente. Cuando la orina mojó sus pantalones, el hombre que lo sostenía lo dejó caer.
—Con esa dosis reventaría un caballo —comentó Lammers.
—¡Maldita sea!, ¿no le podías pegar un tiro o una cuchillada como haría cualquiera? —se quejó el que había sujetado al doctor.
Lammers sonrió.
—¿Por qué iba a hacer eso? ¿Acaso vendía pistolas o cuchillos?
—Vámonos de aquí —susurró el otro.
—Vamos, pero despacio. Te invito a una copa. Hay un sitio por aquí cerca que seguramente estará abierto. Y puede que esté allí una chica la que quiero ver esta noche.
Efectivamente, ella estaba. Y lo recibió con un largo beso en los labios, dejando de lado al cliente que trataba de trabajarse desde hacía media hora.
—Hola, Karina. Te dije que volvería.
Ella lo besó de nuevo.
Un hombre moreno y huesudo que se sentaba al fondo del local creyó que debía decir algo sobre el modo en que su chica interrumpía el trabajo. Se levantó de su asiento, chasqueó los dedos y escupió al suelo.
Luego, cuando estaba ya sólo a tres o cuatro pasos de Lammers, se detuvo, bajó la cabeza y volvió a su asiento sin decir una palabra.
Hay trabajos en que el instinto lo es todo, y aquel hombre era un profesional muy bueno.
De los mejores.