Magdalena Strahler mostró a sus allegados el artículo que relacionaba a su difunto marido con el caso del punzón, y a todos les pareció inverosímil. Sin embargo, era a ella la que más le dolía aquella columna de prensa, en primer lugar porque estaba segura de que el periodista no se lo había inventado, y también, sobre todo, porque Lothar le hubiera ocultado el hecho de haber sido interrogado por la policía. Lo normal en él hubiese sido contarlo, aunque sólo fuera para burlarse de semejante estupidez. Pero no había dicho una palabra. Nada.
Entre ellos había una confianza absoluta y hablaban de todo, sin reservas. Lothar le había contado incluso que a resultas de un accidente de su juventud pasó mucho tiempo sin poder conciliar el sueño y que temió llegar a volverse loco. Conocía a sus pocos amigos, sus aficiones, y sabía que detestaba por igual la política y los negocios, hasta el punto de haber dejado la empresa familiar completamente en manos de su hermano Gunther.
Sabía muchas cosas de él, o eso creía, y cuando le dieron el alta todo el mundo esperaba que como esposa conociese algún detalle íntimo que se le escapara al resto. Pero no pudo decirles nada. Eso fue lo que más le dolió: darse cuenta, después de perderlo, de que su marido le había ocultado algo tan crucial que le había costado la vida.
Había tenido tiempo de sobra para pensar en ello, sobre todo en el hospital. Cincuenta y dos días, exactamente, y aunque había pasado inconsciente al menos la mitad de ellos, su mente había seguido metamorfoseándose como la crisálida en su ovillo, hasta que la mujer alegre, tímida y azorada, la que ingresó al borde de la muerte con una herida en la espalda, dejó paso a otra mucho más fría y reflexiva que a veces se asustaba a sí misma.
Ella misma lo notaba. Desde que no tenía a Lothar trataba de decir y de pensar lo que él hubiese dicho o pensado. El gusto por la racionalidad que no consiguió imbuirle del todo en vida se lo habían instilado después de muerto las corbatas colgadas en el armario, los libros subrayados de las estanterías y la cama vacía; sobre todo aquella cama inmensa y fría como un aeródromo del Báltico.
Cuando insistió en seguir viviendo en aquella casa en lugar de regresar a la de sus padres, todos pensaron que aquella era la reacción enfermiza de quien se niega a aceptar lo sucedido y que acabaría por hundirse en su propio dolor. Se trataba justamente de lo contrario, pero no la comprendían. No podían comprenderla.
Ser la esposa de un hombre no es sólo vivir con él, y entregarte, y desearlo, y preocuparte por sus problemas y alegrarte con sus triunfos, y criar con él a los hijos, y acumular canas juntos con alegre condescendencia: ser la esposa de un hombre es ante todo defender su espacio del abandono y del olvido. Defender su destino cuando está y su memoria cuando se ha ido.
No la comprendían porque en realidad conocían a otra. Un disparo por la espalda y dos meses en el hospital cambian muchas cosas; y la imaginación, figurando al hombre que amas desangrándose en un sillón, en el salón de la casa que debía ser hogar y se convirtió en columbario de un futuro cercenado. La imaginación era lo peor, pero al mismo tiempo constituía la fuerza que alimentaba su metamorfosis.
Magda se miró en el espejo. Las ojeras casi habían desaparecido por completo.
—Tienes que dormir más, chiquilla —le hubiese dicho él y los dos hubiesen sonreído luego, comprendiendo la alusión a los años que él dijo no haber dormido en absoluto.
—No quiero dormir más —respondió Magda a su propia ensoñación frente al espejo.
Luego se dirigió al teléfono y llamó a su cuñado a la oficina de la fundición. A las once de la mañana estaba segura de que, con la máxima cortesía e incluso con un toque cariñoso, le facilitaría la información que necesitaba y trataría de quitársela de en medio cuanto antes.
Así fue. Ella le preguntó por el detective que habían contratado para investigar la muerte de Lothar, y aunque Gunther hubiese preferido decirle que se olvidara de aquello de una vez, acabó dándole el nombre. Binder se llamaba, y no había descubierto nada en absoluto.
—Creo que pierdes el tiempo, Magda: me parece imposible que circulase el rumor de que Lothar estuviese envuelto de algún modo en el caso del estilete y no viniese algún canalla a restregarme la noticia —añadió Gunther a modo de despedida.
Magda le dio las gracias por la información, aceptó comer en su casa al día siguiente y colgó, satisfecha de haber conseguido lo que quería.
Pensaba llamar al detective en otro momento, pero ya que las cosas estaban marchando a su gusto, prefirió aprovechar la inspiración. Se miró en el espejo de nuevo y se encontró enérgica. Nadie iba a conseguir que se olvidara del asunto. Ella no.
Sin darse tiempo a pensarlo más, marcó el número que le había dado su cuñado. El detective Binder tardó casi un minuto en coger al teléfono, y cuando lo hizo su voz sonaba pastosa, como si se acabase de despertar.
—Binder. Investigaciones —se presentó.
—Soy la señora Strahler y tengo entendido que trabaja usted para mi familia.
—¿Strahler?…¡ah sí! La verdad, señora… —comenzó el detective, vacilante—. Lamento no poder ofrecerle noticias sobre el caso, pero le aseguro que no olvido ni un momento…
—Le llamo para preguntarle algo distinto —atajó Magda, que antes nunca se hubiese atrevido a interrumpir a nadie.
—Dígame entonces —aceptó Binder.
—Hace unos días leí en la prensa que se mencionó el nombre de mi marido durante la investigación del caso del estilete. ¿Había llegado también a usted ese rumor?
El detective se rascó la barba con tanta fuerza que Magda pudo escuchar el crepitar de los cañones sin afeitar.
—¿Su marido?, ¿en el caso del estilete?, ¿pero qué demonios tenía que ver…? Oh, disculpe mi modo de hablar, pero es que no me puedo imaginar qué relación podía tener su marido con ese asunto, ni cómo pudo aparecer su nombre en algo así.
—Es lo mismo que creo yo, pero el periodista que escribió el artículo parecía muy seguro.
—¡Periodistas, bah! —despreció Binder, escupiendo las palabras.
—Muchas gracias, señor Binder y disculpe que le haya molestado para esta tontería.
—Siempre a su servicio, señora —repuso el investigador, colgando acto seguido.
Magda dejó suavemente el auricular en su soporte y comenzó a pasear por el salón. Sintió ganas de llorar pero se sobrepuso a ellas, intentando pensar. Su familia no quería que siguiera dándole vueltas al tema, y el detective al que habían contratado no sólo no conseguía avanzar un milímetro en el caso, sino que ni siquiera estaba enterado de los rumores. Pero si de algo estaba segura era de que el periodista había tenido sus razones para escribir aquello. Lo mejor sería llamar directamente a la policía; a aquel comisario gordo, de pelo blanco y gafas doradas.
Había ido a interrogarla al hospital nada más que recobró la consciencia, pero como no pudo decirle el nombre del culpable, no se tomó ninguna molestia en averiguarlo por sí mismo. Todo su esfuerzo para resolver el caso consistió en preguntarle si había visto al hombre que le había disparado. Si la víctima te lo cuenta, ¡qué bonito es ser policía!
Pero aunque fuese un incompetente podrido de indolencia tenía que estar al corriente de los rumores. Aunque no le importase un ardite la muerte de su marido y ni siquiera se hubiese molestado en volver a llamarles después de tanto tiempo. Siete meses y ni una sola llamada. Pero quizás fue él quien interrogó a Lothar; y si no, sabría al menos quién se ocupó de aquel famoso caso del estilete.
En alguna parte había apuntado el nombre de aquel comisario por si conseguía recordar algo. Magda revolvió en el cajón de una cómoda y no tardó en encontrar una tarjeta amarillenta. Wolfgang Krebs, de la comisaría de la Thorplatz.
Con ánimo renovado, volvió junto al teléfono y marcó enérgicamente el número.
—Soy la señora Strahler y deseo hablar con el comisario —solicitó imperiosa al agente que contestó su llamada.
—¿La señora Strahler? —dudó el agente.
—Sí señor: la viuda de Lothar Strahler, el secretario del alcalde asesinado hace unos meses junto al fiscal de lo penal, Karl Seidl. El caso corresponde a esa comisaría y quisiera hablar con el comisario, si es posible.
El agente cedió ante el tono de la mujer y los puestos que ocupaban los difuntos. Incluso entre los muertos se mantienen las distinciones de clase.
—Un momento, por favor —aceptó.
Medio minuto después, una voz mucho más grave y ronca sonó en el teléfono.
—Krebs al habla. Dígame en qué puedo ayudarla, señora.
Magda trató de suavizar su tono.
—Muchas gracias por atenderme, señor comisario. Sólo quería preguntarle dos cosas.
—Lamentablemente, no hay de qué darlas, señora. Usted dirá.
—Lo primero es si han avanzado algo, aunque sea mínimamente, en el esclarecimiento de la muerte de mi esposo y de su amigo el fiscal Seidl.
—No, señora. Nada en absoluto. Y no crea que olvido que también usted estuvo entre la vida y la muerte. Al culpable de aquello lo buscamos por tres delitos, no dos. Debo decirle, además, que ya no llevo el caso. Hace cosa de un mes el expediente pasó a manos de la comisaría de asuntos políticos: existen indicios que apuntan a que los hechos pudieron estar relacionados con las luchas partidistas de los últimos tiempos.
Aquello sobrepasaba la capacidad de Magda para seguir mentalmente los hechos.
—¿Un asunto político? —preguntó extrañada.
—Personalmente, no lo creo, señora, pero reconozco que no es descartable. Aunque su marido no tuviese relación con formación política alguna, podía tenerla el fiscal Seidl. No sabemos quién de los dos fue el objetivo principal del asesino.
—Pero fue en nuestra casa… —trató de oponer Magda sin mucha convicción.
—Eso es lo de menos, señora —repuso el comisario—. Si, como creemos, el asesino era conocido de las víctimas, es lógico que supiera que iban a estar ambos en la casa.
Cada minuto que hablaba con el comisario Krebs se convencía de que no era un incompetente ni había tratado el caso con desidia: estaba perfectamente al corriente de todo lo que había sucedido y barajaba con habilidad las distintas posibilidades. Sin embargo, casi nada de lo que estaba escuchando cuadraba en su esquema previo, y decidió expresar sus reservas:
—El señor Seidl cultivaba una amplia vida social. De haber sido el señor Seidl el objetivo principal, ¿no hubiese sido mejor citarlo a solas o esperarlo a la salida de alguna de las muchas fiestas a las que acudía? Si me lo permite, comisario, yo creo que es más probable que el objetivo principal del asesino fuese mi marido y el señor Seidl estuviese con él casualmente.
—Mire, señora Strahler —la voz del comisario se había endurecido apreciablemente— usted piensa justa y exactamente lo mismo que yo. Lamentablemente, ninguno de los dos tenemos manera de demostrar lo que creemos y ahora el caso no está ya en mis manos.
—¿Puede informarme de quién lo lleva? —preguntó la joven.
—Asuntos políticos, como le dije. Müller. En la comisaría central. Lo conoció usted el día que vino con su padre a pagar la recompensa al mendigo que llamó avisando de que había oído disparos en su casa.
—Sí, creo que lo recuerdo —repuso Magda sin conseguir dibujar su rostro—. Intentaré hablar con él, pero aún quisiera preguntarle algo más, si no es abusar de su amabilidad, comisario.
—Por favor.
—Hace unos días el Allgemeine Zeitung informaba del asesinato de un hombre que resultó ser hermano de una de las víctimas del asesino del punzón, y acto seguido el periodista afirmaba que en ese caso había sonado el nombre de mi marido. ¿Puede decirme qué hay de cierto en ese rumor?
El comisario Krebs aspiró aire a través de sus dientes, produciendo un silbido amortiguado. Tardó casi medio minuto en responder, y a cada segundo que pasaba, Magda se convencía más aún de que el periodista no había lanzado un bulo sin fundamento.
—Bueno… Verá… —empezó con prudencia el comisario—. Yo no investigué ese caso. Me enteré posteriormente de algunos pormenores por si me podían ser útiles a la hora de esclarecer la muerte de su marido y el fiscal Seidl…
Magda ató inmediatamente cabos en su mente.
—Entonces, debo entender que usted pensó que ambos casos podían estar relacionados.
—Así es, señora —repuso Krebs con un suspiro—. Lamento de veras decirlo y más a estas alturas, cuando…
—No se preocupe. Se lo agradezco enormemente. ¿Puedo saber por qué se mencionó a mi marido en aquel horrible asunto? —preguntó la mujer haciendo acopio de todo su aplomo para afrontar cualquier respuesta.
—Nada consistente: buscaban a un hombre que se llamaba Lothar, usaba un cuarenta y tres de calzado y disponía de cierta cantidad de dinero. Su marido fue uno de los muchos que coincidieron con esos datos.
—¿Muchos?
—Unos cuantos —corrigió el comisario.
—Muchísimas gracias por su tiempo y su comprensión, comisario. Le agradezco de todo corazón su franqueza. ¿Puede decirme quién investigó aquel famoso caso del estilete?
—Müller, señora —repuso Krebs escuetamente.
—¿El mismo Müller del que hablamos hace un momento?
—No hay más comisarios Müller, señora.
—Hablaré con él, entonces. Gracias.
—A su servicio para lo que desee. Buenos días —se despidió Krebs.
Sin apartarse del teléfono, Magda iba a llamar directamente al comisario Müller, pero lo pensó mejor y prefirió esperar. Había percibido algo en el tono del comisario Krebs que la inducía a ser prudente. Y también le parecía extraño que no la hubiese llamado ni hubiese ido a verla después de que le transfiriesen el caso de la muerte de su marido. Muy extraño.
Tendría que hablar con él, pero más adelante, cuando supiera a qué atenerse. En lugar de a Müller, llamó de nuevo al detective privado.
—Binder investigaciones —respondió la misma voz de antes, un poco más despejada.
—Soy de nuevo la señora Strahler.
—¿En qué puedo ayudarla?
—Acabo de enterarme de que el comisario Krebs, de la Thorplatz, ya no lleva el caso de la muerte de mi marido y el fiscal Seidl. Lo han transferido a otro departamento.
—Pues habrá sido hace muy poco, unos días a los sumo… —respondió Binder tratando de disimular su ignorancia—. ¿Quién lo lleva ahora?
—El comisario Müller, de asuntos políticos.
—¡Se han vuelto locos! —exclamó Binder sin poder contenerse.
Magda pasó por alto la justificación que acababan de darle para el cambio. No valía la pena.
—¿Conoce al comisario Müller? —preguntó en cambio.
—Sí, claro. Todo el mundo lo conoce.
—¿Y qué clase de hombre es, en su opinión?
Binder titubeó.
—Es difícil describirlo usando palabras que se puedan dirigir a una dama —repuso—. Digamos que no se lo daría de comer a mi gato.
Magda suspiró.
—Pues ese comisario Müller es el que lleva ahora nuestro caso, así que tendrá que hablar con él. Y fue también el que se ocupó de los crímenes del estilete, por lo que me han dicho.
—Sí, fue su éxito más sonado.
—Por lo que ya le conté antes, tengo mucho interés en saber todo lo posible sobre ese tema. Necesito todo lo que publicó la prensa sobre el caso del punzón.
—Pero oiga, eso fue durante…
—¿También tendrá problemas para encontrar unos cuantos recortes de prensa? —preguntó Magda cortante.
—No, creo que no. Enseguida me hago con el material.
—Gracias —dijo Magda antes de colgar con fuerza, intentando que el auricular golpeando su soporte sonase a portazo.