A la una y cuarto de la madrugada, el comisario Müller llevaba ya dos horas acostado. No solía irse a la cama tan temprano, pero desde hacía unas semanas su hijo Friedrich se despertaba con pesadillas, y tenía sueño atrasado.
Por eso, aquella noche, cuando en vez del niño fue el teléfono el que lo despertó, maldijo con toda su alma la hora en que se le ocurrió ingresar en la policía en vez de hacerse funcionario del Ministerio de Agricultura. En el ministerio de Agricultura no llaman en mitad de la noche ni aunque se desborde el Inn.
—El teléfono es cosa tuya —musitó Ludmilla, su esposa, con un tono que a él le sonó a secreta satisfacción.
—¡Por todos los…!, ¡ya voy! —le gritó al insistente timbrazo, sin miedo a despertar él mismo al niño. Con su hijo se verificaba la extraña paradoja de que solamente lo sobresaltaban las pesadillas, pero parecía totalmente inmune a cualquier ruido que no procediese de su imaginación.
Después de dar un par de tumbos por la habitación, tratando de orientarse a oscuras, llegó a la salita, donde el teléfono seguía intentando derribar el edificio, o el barrio entero, con su infernal estruendo.
—¡Müller, dígame! —ladró al auricular con voz malhumorada.
—Soy yo… —respondió al otro lado el sargento Meissinger con tono hastiado.
El sargento no se acostaba nunca antes de las dos de la mañana y a veces se daba una vuelta por la comisaría antes de irse a casa. Como no tenía familia, el trabajo era todo su entretenimiento.
—¿Qué ha pasado? —preguntó Müller.
—Va a ser cierto lo de las drogas que decían los periódicos. Tenemos otro muerto, y además en nuestro distrito. Dos disparos a quemarropa, uno en el vientre y otro en el pecho.
El comisario chasqueó la lengua.
—¿Está ya identificado?
—Sí. Mathias Humm. Llevaba encima el pasaporte, como si estuviese pensando en largarse al extranjero en cualquier momento. —Explicó el sargento—. Estaba fichado por traficar con opio y otras porquerías.
—Estás en comisaría, ¿no?
—Sí, claro.
—Pasa en cinco minutos a buscarme por mi casa —se despidió Müller.
Acto seguido el comisario volvió a la habitación y trató de vestirse a oscuras sin despertar a su mujer. Casi lo había conseguido cuando se le cayeron varias monedas del bolsillo del pantalón.
—¿Qué pasa? —preguntó ella.
—Perdona. Tengo que irme.
—¿Algo muy grave?
—Nada. Un muerto, pero conviene echarle un vistazo.
—Vaya lata… —lamentó Ludmilla.
—La policía es lo contrario de la hechicería, ya sabes —bromeó Müller.
—¿Hechicería?
—Si eres hechicero te dedicas a levantar a los muertos. Si eres policía son los muertos los que te levantan a ti —sentenció el comisario.
—¿Cómo… cómo puedes hacer chistes sobre eso y a estas horas? —protestó la mujer, adormilada.
—Es lo que me queda —respondió Müller, acercándose a dar un beso a su mujer antes de irse.
La calle estaba completamente desierta. Había llovido un poco al final de la tarde y la ciudad olía a limpio. De hecho, las calles parecían limpias de veras, como si el ayuntamiento hubiese conseguido al fin que algún Hércules, uno viejo y despistado, barriese de una vez la ciudad y recogiese la basura acumulada durante semanas en los cubos rebosantes que se oxidaban tranquilamente en las esquinas.
El comisario encendió un cigarrillo y se apoyó en una farola, esperando al sargento. Luego se dio cuenta de la imagen lamentable que ofrecía a cualquiera que lo viese y prefirió esperar dando un paseo: un policía paseando por la calle parece que está trabajando; un hombre apoyado en una farola parece siempre un borracho, aunque vaya de uniforme.
Meisinger llegó un par de minutos después, y frenó el coche con estruendo. Siempre había sido un conductor pésimo y no dejaba pasar ni una ocasión de demostrarlo.
—¿Dónde ha sido? —preguntó el comisario nada más subirse al vehículo, un Doktorswagen negro de principios de siglo que funcionaba o no dependiendo del humor con que se despertara en su garaje.
—En los soportales de la Baidestrasse, junto a un gimnasio bastante concurrido —explicó el sargento—. Han sacado de la cama al dueño del negocio y parece que lo conocía. No era socio pero pasaba por allí de vez en cuando, sobre todo a dejar recados. Seguramente usaba el gimnasio como punto de distribución, aunque el dueño lo niega tajantemente.
El comisario asintió con la cabeza, complacido. En casos como este sus hombres tenían órdenes de no esperar a la mañana para interrogar a los vecinos: a las dos de la madrugada y delante del muerto la gente suele ser menos reacia a colaborar con la policía que las diez de la mañana y con todo limpio.
Poco después, el sargento aparcó el coche encima de la acera y se bajaron ambos. Al lado del cadáver había tres hombres: dos agentes y un tipo fornido, tan exageradamente musculoso que parecía que le hubiesen reducido la cabeza en algún ritual indio; a una prudente distancia observaban la escena tres o cuatro curiosos, en bata y zapatillas. Uno de los policías tomaba tranquilamente notas en un cuaderno, apoyado en el alféizar de una ventana, mientras el otro miraba al cadáver como si estuviese contemplando una especie de cactus raro en el jardín botánico. Al ver al comisario los dos saludaron.
El que tomaba notas resumió la situación: cuando les avisaron, el cuerpo estaba aún templado, así que no podía llevar muerto mucho tiempo. El vecino que avisó era uno de los que aguardaban aparte.
El cadáver estaba boca arriba, y Müller sacó una linterna del coche para verlo mejor. Era un hombre de unos treinta y tantos años, gordo y con el pelo peinado con gomina o alguna porquería semejante que le daba un aspecto grasiento. El traje era de buena calidad y los zapatos aún mejores. Tal y como había dicho Meisinger, la ropa parecía ligeramente quemada en los bordes de las heridas, lo que significaba que habían disparado, más que a bocajarro, con el arma apoyada en el cuerpo de la víctima. La ropa y el cuerpo del muerto habían hecho en parte las veces de silenciador.
Müller iba a pedir a los agentes que le entregasen la documentación del fallecido pero pensó que eso podía esperar y se dirigió a las personas que aguardaban a medio vestir. Eran tres mujeres y un hombre.
—Buenas noches. ¿Alguno de ustedes fue quien llamó a la policía? —preguntó.
El hombre, un viejo de pelo encrespado y ralo, dio un paso al frente.
—Yo llamé, comisario.
Müller se extrañó de que el hombre hubiese acertado con su grado. Lo normal era que le llamasen agente, teniente o capitán, pero casi nadie le llamaba comisario.
—¿Qué fue lo que lo impulsó a hacerlo?
—Vi un bulto tirado en la calle, casi apoyado en la pared. Primero pensé que sería un borracho o un mendigo, pero luego pasó un automóvil, y a la luz de los faros vi el charco de sangre. Esperé a que pasase otro coche para estar seguro y los llamé a ustedes.
—Muchas gracias. ¿Estaba levantado por casualidad o escuchó los disparos?
—No había oído nada. Simplemente había ido al baño. A mi edad voy dos o tres veces a lo largo de la noche.
Müller sospechó que el hombre le ocultaba algo, y pensó que a un individuo lo bastante observador para reconocer las insignias de comisario tal vez se le pudiese sacar alguna información interesante apretándole un poco.
—¿Y por qué se asomó a la ventana? Por lo que veo, aquí todo el mundo cierra los postigos por la noche.
El hombre titubeó.
—¿Escuchó alguna cosa?, ¿algo que le pareció extraño? —insistió el comisario.
—No recuerdo bien. Quizás unos gritos. Pero nada de disparos. Eso se lo aseguro.
Müller se llevó aparte al hombre, lejos de las mujeres.
—Le aseguro que no quiero causarle complicaciones; todo lo contrario. Si la policía le buscara problemas a la gente que llama para avisar de un delito, en poco tiempo se nos duplicaría el trabajo. Pero créame que es muy importante que me diga si vio alguna cosa más. Los pequeños detalles son los que verdaderamente ayudan a resolver estos casos.
El hombre miró fijamente a Müller unos instantes.
—Mire, comisario; esto fue lo que sucedió: me levanté para orinar, y según iba hacia el baño, que está en el rellano del piso, oí unos gritos, como si dos o tres hombres discutieran entre sí. Tenía prisa por llegar al baño, así que no les hice caso. Pero después, al regresar, abrí la ventana del salón para enterarme de qué pasaba. Lo único que vi fue un bulto en el suelo y un coche saliendo a toda velocidad. El bulto se movió un poco al principio y luego se quedó inmóvil. Después de un momento pasó un coche y vi el charco de sangre, pero como no estaba seguro, esperé a que pasara un segundo automóvil para asegurarme de que lo que había visto era efectivamente un charco de sangre. Y entonces les llamé. Eso es todo lo que vi.
Esta vez fue el comisario el que miró atentamente a los ojos de su interlocutor. La mirada se mantuvo hasta que el hombre comenzó a morderse los labios.
—Perfecto —agradeció Müller—. Pero cuénteme eso que ronda por su cabeza y que seguramente sea sólo una impresión suya.
—Es que es una tontería… —concedió el viejo.
—No pierde nada por contarmelo. Se lo ruego.
—Como quiera. Tengo la impresión de que el coche que salió a toda velocidad era el mismo que pasó luego. El segundo. No puedo asegurarlo, pero creo que era el mismo.
Müller se felicitó interiormente por su triunfo.
—Es probable que los que mataron a ese hombre volvieran luego a comprobar si habían hecho bien el trabajo. ¿Cómo era el coche?
—Un Horch oscuro. No sé si azul, verde o negro.
—Gracias a usted ya tenemos por dónde empezar —lisonjeó Müller—. ¿Vio la matrícula?
—No, lo siento.
—¿Y algún detalle que permitiera identificarlo? —insistió el comisario.
—No gran cosa. Sólo que llevaba en la parte trasera una especie de bastidor de madera, uno de esos que se usan para poner propaganda en los coches durante las campañas electorales.
El comisario frunció los labios, pensativo.
—Muchas gracias. Puede irse a dormir cuando quiera. Le agradezco de veras su ayuda —despachó al hombre después de unos instantes.
—De nada. Buenas noches —se despidió el hombre con gesto derrotado, como si el comisario, en vez de unos jirones de información, le hubiese extraído medio litro de sangre.
Müller iba a hacer unas cuantas preguntas al dueño del gimnasio, pero vio que acababa de llegar el juez y decidió marcharse antes de que lo viese el magistrado. No quería pasarse allí otra media hora ocupado en formulismos y tampoco esperaba sacarle mucho más de lo que ya le había contado a su gente. A toda prisa se encaminó hacia el coche y le hizo una seña a Meisinger para que lo siguiera. El sargento se subió, arrancó el motor y quitó el freno.
—¿Te llevo a casa o vamos a comisaría? —preguntó.
—Vamos a comisaría a echar un vistazo a la ficha, si la hay. Estas cosas es mejor mirarlas en caliente.
—Como quieras, pero seguro que mañana no te parece tan buena idea.
Müller miró el reloj y comprobó que ya eran las dos y veinte.
—¿Qué llevaba el muerto en los bolsillos? —preguntó resignado.
—Noventa marcos con veinte peniques, un manojo de llaves, un pañuelo, dos envoltorios de morfina y un pedazo de opio envuelto en seda, además del pasaporte.
Meisinger soltó peligrosamente el volante, sacó del bolsillo de la guerrera el pasaporte del muerto y se lo alargó a Müller.
—Mathias Humm. 1889 —leyó el comisario en voz alta—. Y ha hecho unos cuantos viajes a Turquía en estos dos últimos años. Demasiados.
—Ya sabemos de dónde traen la mercancía —opinó el sargento.
—Si se trataba del hombre que iba a buscarla, han matado a un pez gordo. Pero no me encaja con la clase de sitios que frecuentaba. El que se ocupa del aprovisionamiento no anda luego vendiendo por los gimnasios.
—Vete a saber lo que buscaba en los gimnasios —repuso Meisinger guiñando un ojo—. No todo tiene por qué ser trabajo —añadió con malicia el sargento mientras aparcaba el coche frente a la comisaría.
—Por la pinta que tenía tampoco es descartable —resopló Müller—. Vamos a echar un vistazo a esa ficha, a ver si menciona algo —añadió al darse cuenta de que ya habían llegado a comisaría.
No se habían bajado aún del coche, cuando un agente se acercó a ellos y saludó.
—Les hemos llamado a los dos a casa, pero como no estaban se ha ocupado el cabo Polk. Tenemos otro muerto. Y también parece que está relacionado con drogas.
El comisario rezongó algo ininteligible antes de propinar un puñetazo a la puerta del coche. Meisinger se limitó a darse un cabezazo contra el volante.
—Hace media hora que nos llamaron. Tres disparos a quemarropa —informó el agente que hacía turno de noche a la puerta de la comisaría.
—Les empeora la puntería… —ironizó el sargento.
—¿Y dónde es? —quiso saber el comisario.
—Junto al café Neumayr.
—Vamos para allá —indicó Müller, y el sargento volvió a arrancar el coche.
—Mañana lo hacemos festivo —trató de animarse Meisinger a sabiendas de que ninguno de los dos faltaría al trabajo el día siguiente.
—Los festivos son los peores —trató de seguir la broma Müller, mirando de nuevo el reloj y pensando con lástima en el sobresalto que seguramente se habría llevado su mujer cuando llamaron a casa por segunda vez: las mujeres de los policías tienen verdadero pánico a la segunda llamada.