VI

«Elecciones al Reichstag de 4 de mayo de 1924. Votos válidos, veintinueve millones setecientos nueve mil trescientos ochenta. Participación del setenta y siete con cuarenta y dos por ciento. Partido socialdemócrata, seis millones de votos, cien escaños. Partido Nacionalalemán, cinco millones setecientos mil votos, noventa y cinco escaños. Partido de Centro, tres millones novecientos mil votos, sesenta y cinco escaños. Partido Comunista, tres millones setecientos mil votos, sesenta y cinco escaños. Partido Liberal Popular (lista alternativa de los nazis) un millón novecientos mil votos. Treinta y dos escaños».

Así comenzaban la mayor parte de los periódicos del día, con casi todo su espacio dedicado a los resultados electorales por regiones, e incluso por municipios, y a comentar, cada cual según su línea, las posibles consecuencias del ajustado triunfo socialista y del espectacular crecimiento de comunistas y nazis. Los incidentes sangrientos ocupaban solamente pequeños espacios en las páginas interiores, y aparecían narrados en tono vago, como si hubiesen sido protagonizados por personas sin nombre y sin filiación política.

Parecía que por una vez los editores de prensa habían decidido unirse al esfuerzo por restar importancia a la violencia política en vez de exacerbarla, y se abstenían de señalar a los culpables de las muertes o los incendios.

«Los enfrentamientos de la jornada electoral se han saldado con once muertos», se limitaba a constatar el Allgemeine Zeitung, sin especificar cuántos eran comunistas, cuántos nazis, y cuántos pertenecían a las escuadras de otros partidos.

—¡Qué barbaridad! —lamentó Magda en voz alta, pasando la página.

Magdalena Strahler vivía sola en una casa demasiado grande incluso para una familia numerosa con todo su servicio. Era una mujer joven y bastante guapa, aunque en sus ojos permanecían aún, en forma de cercos oscuros, las huellas de las últimas desgracias. Su padre, un conocido médico de las clases altas, se había cansado de rogarle que se fuese a vivir con ellos, pero Magdalena estaba convencida de que si abandonaba la casa de Lothar, nunca más podría llamarse ni su esposa ni su viuda.

Después de la muerte de su marido, Magdalena Strahler había adquirido la costumbre de leer todos los días el periódico, aunque no sabía muy bien si para tratar de interesarse por lo lejano u olvidarse de lo más próximo. Antes de casarse, jamás se había preocupado por lo que ocurría a su alrededor y se mantenía intencionadamente al margen de la sordidez que se adueñaba de Alemania; incluso recordaba sentirse un poco molesta cuando alguien se empeñaba en entablar una discusión política durante una reunión social. Para ella, en aquellos tiempos, lo más juicioso era negar la realidad hasta el momento en que cambiara por sí sola, de modo que su veneno no llegase a penetrar en la vida de las personas ensuciando de antemano los días futuros. Aunque entonces no tenía palabras para expresarlo, pensaba desde muy joven que los hechos exteriores sólo se convierten en reales una vez que se han asumido y empiezan a cambiar el modo de comportarse con los demás y con uno mismo. Por eso no quería saber nada: para permanecer incólume.

Luego conoció a Lothar, un hombre capaz de enterarse de las cosas sin verse afectado realmente por ellas; un hombre que ponía los problemas encima de la mesa y los describía tranquilamente mientras cortaba un filete o removía con la cucharilla el azúcar de su café. Con él aprendió que lo importante es saber, porque el que sabe es, en cierto modo, dueño de lo que le rodea; saber de los seres humanos y de sus pasiones, en los buenos momentos y en los años de ruina, como el que estudia el comportamiento de las mariposas o de las hormigas durante los días de verano y durante las noches de lluvia; así lo decía él. Saber lo que las personas temen y lo que las personas desean para mantener con más fuerza los propios deseos y luchar con más coraje contra los propios temores.

Conocer a los demás para afirmarse uno mismo. Eso decía Lothar.

Con él comprendió la posibilidad de conciliar varias facetas y varios sentimientos sin necesidad de hipocresía, y que para mantenerse a salvo de la suciedad del entorno había que tener un buen felpudo en los ojos, los oídos y en alma donde limpiarse la mugre al regresar del mundo público al privado. Lothar era capaz de amurallar su casa y su persona de las miserias de la ciudad y del trabajo, de las corruptelas políticas que veía a diario en el ayuntamiento, de los reveses financieros y hasta del mal humor general que se respiraba en la calle: era lo bastante firme para conservar intacto su ánimo y sus convicciones, lo bastante templado como para no perder los nervios incluso cuando las circunstancias parecían requerir una solución extrema.

Nunca le había alzado la voz; nunca lo había visto nervioso; en él, un enfado se reflejaba en un ensombrecimiento de la mirada, pero jamás permitía que aquello que lo irritaba le hiciese perder la compostura o el dominio de sí mismo. El que se abandona, se entrega, y el que se entrega, se pierde. Eso decía.

Lothar era un prodigio de indiferencia, y cuando la indiferencia no va acompañada de apatía sólo puede ser fuerza verdadera. Por eso lo amaba aún, después de seis meses. Por eso tenía a veces la impresión de estar esperando en el salón a que él entrase por la puerta y se inclinase a besarla. Era imposible pensar otra cosa: era imposible creer que algo lo hubiese apartado de su camino.

Pero a Lothar lo habían matado. Lo habían matado allí mismo. En aquel mismo sillón.

Le gustaba sentarse en aquella butaca porque, aunque habían limpiado perfectamente la tapicería, sabía que su sangre seguía en la estopa del relleno. Allí estaba Lothar todavía, leyendo un libro, o hablándole de phi, esa letra griega que rige el mundo a través de la proporción áurea, o de las series de Fibonacci, dueñas de las repeticiones que gobiernan la historia circular de los filósofos, la historia que siempre vuelve. Lothar nunca daba por hecho que ella no le entendería. Lothar la consideraba su igual, y ella le correspondía tratando de comprender, poniendo toda su atención en temas de los que jamás había oído hablar antes. Él la consideraba digna y ella tenía que intentarlo. Una mujer también podía ser una compañía intelectual. Claro que sí. Tenía que intentarlo y lo intentaba. Phi, Fibonacci, Adam Smith, Malthus, Kepler incluso. ¿Por qué no?

Se ruborizaba aún al recodar un lance amatorio sobre una carta celeste y cómo él le dijo después que habían hecho el amor sobre las estrellas sólo porque ella había intentado entender aquel planisferio. Si no, solamente se habrían acostado sobre un dibujo. Para Lothar, comprender el mundo era aprehenderlo; saber, hacerse dueño.

Pero lo habían matado. A él y a Karl Seidl, el fiscal de lo penal que seguía hablando a veces en la mesa de alguna pequeña aventura galante, y que se disculpaba luego por la impertinencia sonrojándose sinceramente. Tan orgulloso estaba Lothar de su sobriedad como Karl de su falta de ella. Karl Seidl, el descarado, que la miraba tranquilamente de arriba abajo y se permitía alguna vez un gesto apreciativo, siempre con Lothar presente. Si Lothar no estaba, guardaba silencio y mantenía su mirada en sus ojos. Así era Karl Seidl, viejo amigo de su marido, representante de la justicia, inquebrantable en su trabajo y gran vividor de su vida privada.

Pero también lo habían matado.

Los habían matado a los dos sin que nadie hubiese podido averiguar una palabra sobre la causa o el culpable. Alguien había entrado en la casa y les había disparado, a Lothar en la cabeza y en el pecho y a Karl en el corazón. Aunque se habían llevado las joyas, no aparecieron muestras de forcejeo. Todo estaba en orden. Los cajones revueltos, pero la mesilla y los sillones en su sitio. Ella entró en casa después y alguien le disparó un tiro por la espalda. Había pasado más de un mes en el hospital entre la vida y la muerte, sin saber de qué lado estaba su deseo. Al final se recuperó, porque a los veinticuatro años la vida acaba siempre por imponerse cuando las heridas no son fatales, pero había tenido tiempo para pensar, demasiado tiempo, y desde entonces leía todos los días el periódico.

Los socialdemócratas habían ganado las elecciones pero seguramente gobernarían los conservadores, coaligados con los nacionalalemanes y con el partido del Centro. Se pronosticaba también que Stressemann, el artífice de los últimos acuerdos de estabilización con los aliados, pasaría de la presidencia al ministerio de asuntos exteriores, para aprovechar así su prestigio en las duras negociaciones que se avecinaban.

Magda pasó más aprisa las páginas, echando sólo un vistazo a los titulares: con aquello ya tenía bastante de política.

En la sección de sucesos hablaban de un nuevo atropello: un automóvil se había subido a la acera llevándose por delante a una pareja de ancianos, aunque ninguno de los dos había sido herido de gravedad. La columna de al lado la protagonizaba un incendio. Desde que la gente no tenía que recurrir ya a quemar cualquier cosa para calentarse, los incendios eran de nuevo noticia. Medio año atrás, en cambio, ningún periódico se hubiese molestado en reseñar un fuego sin víctimas. Aparecían también un par de noticias sobre robos, uno en una joyería y otro en una casa de empeños; Magda pensó que también eso era una mejora, porque siempre resultaba más alentador que los asaltos se dirigiesen contra las joyerías que contra las tiendas de comestibles, como había sucedido durante el veintitrés.

La columna de salida la ocupaba un homicidio. Desde que habían matado a su marido, Magda leía siempre estas informaciones tratando de averiguar la clase de motivos por los que los seres humanos se asesinaban entre sí. En este caso, el columnista no aclaraba las razones: decía tan sólo que Robert Hinkmann, conocido en ciertos ambientes como «Otto», había aparecido muerto tras la verja del asilo para niños. Se sospechaba que los asesinos lo habían ocultado allí después de matarlo a la puerta de su casa, sólo unos metros más lejos, al otro lado de la calle. Robert Hinkmann tenía cuarenta y un años y era representante de una conocida industria farmacéutica. Su hermano, Alexander Hinkmann, había tenido también un final violento a manos del criminal del estilete, un famoso caso que sin duda recordarían los lectores y por el que fue investigado el secretario municipal Lothar Strahler, que recibió dos disparos en su propia casa poco después.

El artículo concluía afirmando que eran ya demasiadas muertes en torno a un asunto que nunca se había resuelto con claridad, pero Magda no leyó el final. Se lo impidió el temblor que recorrió todo su cuerpo.

Sin pensárselo un momento, buscó el número del Allgemeine Zeitung en la última página y llamó a la redacción. Si hacía caso a la parte de sí misma que le exigía reflexionar un instante, nunca tendría fuerzas para hacerlo.

—Buenos días. Soy la señora Strahler. Quisiera hablar con la persona que escribió el artículo sobre la muerte del señor Robert Hinkmann.

—Un momento, por favor —contestó del otro lado una voz femenina áspera y gruesa como un felpudo.

Unos instantes después sonó otra voz, esta masculina, pero igualmente hirsuta.

—Dígame —inquirió tan solo, sin presentarse.

Magda respiró hondo.

—Buenos días. Soy la señora Strahler. Quisiera hablar con la persona que escribió el artículo sobre la muerte del señor Robert Hinkmann —respondió mecánicamente.

—Lo lamento, señora, pero no facilitamos la identidad de nuestros colaboradores si no es por orden judicial.

Magda reaccionó rápidamente.

—No es para una queja ni nada por el estilo, no se preocupe. Es porque se menciona en ese artículo a mi difunto esposo y quizás la persona que lo escribió pudiese aclararme algunos extremos que desconozco sobre su muerte.

Del otro lado se hizo un breve silencio.

—¿Cómo dijo que se llamaba, señora? —preguntó el hombre.

—Strahler, Magdalena Strahler. Soy la viuda de Lothar Strahler, el secretario del alcalde —detalló ella para despejar cualquier suspicacia.

—Hans Lager, para servirle, señora. Yo escribí ese artículo.

—Es usted muy amable por atenderme, señor Lager. Solamente le quería preguntar si el dato que menciona sobre la implicación de mi difunto esposo en aquel lamentable caso del estilete tiene algún fundamento.

El periodista chascó la lengua, sopesando sus palabras.

—No me lo inventé, desde luego —respondió de inmediato—. Ni lo escribí por error, si se refería a eso —añadió tratando de suavizar su tono.

—Gracias. Pero quisiera saber, si es posible, hasta qué punto se dijo que mi marido estaba involucrado. Comprenda que yo misma fue herida de gravedad en aquella ocasión y pasé casi dos meses en el hospital. Nunca he sabido lo que sucedió ni por qué.

—Nadie lo sabe, señora. Sigue siendo un misterio.

—¿Pero mi marido…? —iba a insistir Magda.

El periodista la interrumpió.

—Señora Strahler, son sólo rumores. Lo bastante sólidos para poder reflejarlos en letra impresa, pero no hay ninguna certeza. Sabemos que figura entre las personas que fueron investigadas, pero nada más. Sólo rumores.

La mujer respiró hondo.

—Le quedaría eternamente agradecida si me hiciese partícipe de esos rumores. No le pregunto en absoluto su procedencia sino sólo qué se dice… Además, hoy se menciona que el hombre asesinado en el hospicio se llamaba Robert, pero era conocido como Otto en algunos ambientes. ¿En qué ambientes?, ¿tenía relación mi marido con esos ambientes? Disculpe mi vehemencia, señor Lager, pero es la primera vez en todo este tiempo que encuentro a una persona que puede contarme algo…

El periodista carraspeó. Cuando se puso al teléfono pensaba mandarla a paseo sin más contemplaciones, pero el tono del ruego lo conmovió.

—Bien. Bueno. Por partes. A este Robert que mataron junto al hospicio lo conocían como Otto en fumaderos de opio, prostíbulos y sitios así. Su hermano era dentista, y que se sepa no llevaba esa clase de vida, pero fue también asesinado. Por el asesino del punzón.

—¿Pero qué es lo que se dice de mi marido en ese asunto del estilete? —insistió Magda.

—Poca cosa: el asesino del estilete mató a siete personas en el espacio de dos años, más o menos, y la policía supo, tras muchas investigaciones, que el culpable de estas muertes se llamaba Lothar. Uno de los nombres que más sonaron fue el de su esposo: la policía le interrogó varias veces, convencida de que era el culpable. Incluso cuando detuvieron a otro hombre, se siguió mencionando a su marido como el verdadero autor de aquellas muertes, aunque jamás se pudo hallar ninguna prueba inculpatoria. Luego su marido fue asesinado y el hombre al que cargaron todos los muertos del estilete se suicidó en prisión antes de que empezase el juicio. Y ahora resulta que matan al hermano de una de las víctimas del punzón. Todo muy raro. Muy turbio. Eso es lo que puedo decirle, y lamento ser tan desagradable, pero es lo que hay.

—En absoluto ha sido desagradable, señor Lager. Era justo lo que necesitaba saber. Quedo en deuda con usted. Muchas gracias.

—Pero nunca, jamás oí decir que su marido tuviese relación con las drogas, o las casas de citas, o nada así. Se lo aseguro: sólo se le mencionó como primer sospechoso en aquello del estilete, y ya sabe que la policía no da una. Que lo investigasen a él no hace más que probar que no tenía nada que ver. Además, detuvieron a otro. No se preocupe, señora. Déjelo estar.

—Gracias. Muchas gracias —repitió la mujer.

—Lamento no poder serle de más ayuda, señora. Buenos días —se despidió Lager, que se sentía ostensiblemente incómodo en aquella situación.

Magda se quedó con el teléfono en la mano y los ojos arrasados de lágrimas.