Cuando su mujer lo avisó de que ya eran las nueve, el comisario Müller no tenía la impresión de haber llegado a cerrar los ojos, pero se encontraba mucho más despejado. Seguramente había dormido algo.
Se aseó a toda prisa en el baño comunal de su planta, y mientras se afeitaba sintió la tentación de dejarse bigote por un tiempo: con aquella cara, vulgar como un guijarro, no era de extrañar que los caricaturistas de la prensa no hubiesen conseguido hacerlo reconocible en sus chistes. No era alto, ni bajo; ni gordo, ni flaco; no tenía nariz prominente, ni orejas salientes, ni ojos saltones, ni nada en absoluto que permitiese distinguirlo de un tipo cualquiera de los que iban cada mañana a trabajar a una fábrica o a una oficina. Toda su personalidad se concentraba en el uniforme. Como si intentara limpiar también su persona, tan identificada con aquellos emblemas, cepilló con energía la casaca azul y se dispuso a volver a la calle.
—¿No vas a ir a votar? —le preguntó su mujer desde la cocina, preparándose su propio desayuno. A fuerza de escuchar negativas había perdido la costumbre de preguntarle a su marido si quería comer algo antes de salir.
Müller se había preocupado tanto de que pudiesen votar los demás que ni siquiera había caído en la cuenta de que también él tenía derecho a voto.
—Pues… no se me había ocurrido —reconoció pasándose la mano por la cara para comprobar si con las prisas había quedado algún trozo mal afeitado.
—Yo iré luego, cuando desayune el niño —anunció Ludmilla acercándose hasta la puerta para despedir con un beso a su marido, como todas las mañanas. Llevaban cinco años casados y ni las peores riñas matrimoniales habían conseguido introducir una sola excepción en esa costumbre.
—¿Y a quién piensas votar? —preguntó él.
Ludmilla se encogió de hombros.
—A unos que no te hayan amenazado nunca de muerte.
Müller se echó a reír.
—Prueba con el Partido de los Campesinos, entonces. Creo que no me he tratado nunca con ellos —respondió antes de irse.
Ya en la calle, Müller se sonrió al pensar que no sólo ignoraba a quién podría votar su esposa sino que tampoco tenía la menor idea de a quién pensaba votar él mismo. A nadie, seguramente, se dijo mientras dudaba si acudir o no a las urnas.
Era domingo y a aquella hora se veía muy poca gente por las calles. Quizás algún día, con el tiempo, también él se podría permitir levantarse un poco más tarde y salir después a pasear con su mujer y con su hijo. Aunque nunca los frecuentó demasiado, echaba de menos los cafés de antes de la guerra, y los pequeños puestos de comida aromatizando toda la calle. Sólo alguna pastelería judía, que había cerrado el sábado, se tomaba la molestia de tentar a los estómagos de los pocos paseantes de aquella hora. La mayoría eran mujeres enlutadas que se dirigían a oír misa a alguna iglesia, con la cabeza inclinada y el paso corto y rápido del que no quiere que nada le distraiga. Sobraban vestidos negros en Alemania. Se notaba sobre todo en las grandes concentraciones de los mítines políticos, en los mercados y en las colas de las tiendas. Poco a poco el país iba aclarando su tono, pero sobraban aún ojeras, y cabezas gachas, y templos ofreciendo consuelo a gente atribulada de tres o cuatro confesiones distintas.
Müller iba distraído en estos pensamientos, cuando notó una mano en la espalda. Instintivamente, echó mano a la pistola, que llevaba siempre en el bolsillo de la guerrera, como si fuese una cartera o un manojo de llaves.
—Quieto, que soy yo —lo tranquilizó el sargento Meisinger—. Llevo cien metros llamándote a gritos, ¡comisario!, ¡comisario! Y ni caso.
El sargento Meisinger era amigo suyo desde hacía diez o doce años. Habían ingresado juntos en la policía y, en cuanto tuvo oportunidad, Müller solicitó que lo transfiriesen a su unidad. Desde entonces, aunque Meisinger seguía siendo sargento, todo el mundo lo consideraba número dos de la comisaría de asuntos políticos.
—Para otra vez, grita policía. Hace años que sé que soy policía, pero lo de comisario no se me ha metido en la cabeza aún. O grita Müller. Mi nombre lo recuerdo casi siempre.
—Si te grito tu apellido por la espalda, te lanzas al suelo y me pegas un tiro antes de saber quién soy —bromeó el sargento ensayando su mueca favorita, la que hacía brillar la cicatriz de su cara. Era un tipo alto y fuerte, de rasgos marcados y pómulos algo hundidos, lo que unido a la cicatriz, recuerdo de una bayoneta de la Gran Guerra, le daba un aspecto que a él le parecía muy conveniente para su trabajo.
Müller se detuvo a encender su primer cigarrillo de aquel día.
—¿Qué se te ofrece por este barrio? —preguntó.
—Venía a buscarte. Hay trabajo por la zona y pensé que si venía por esta calle te encontraría de camino. Siempre haces la misma ruta: eres un objetivo muy fácil.
—¿Trabajo?, ¿qué trabajo? —quiso saber el comisario, desechando la advertencia. Siempre había dicho que cuando los policías se esconden, los demás deberían pensar en emigrar.
—Un muerto. En el hospicio. No un niño, sino un tipo al que tiraron por encima de la verja.
—¿Y eso que tiene que ver con nosotros? No es nuestra demarcación —trató de desentenderse Müller.
El sargento asintió.
—No es nuestra demarcación pero dicen que el muerto es nuestro. Ha llamado el comisario de la Welsenburgplatz. Johansonn, ya sabes…
—Sí, Johansonn. Treinta años de comisario y jamás encontró un caso que fuese suyo. Todos son de otro departamento. Matarán a su madre un día y solicitará que lo investiguen los de antivicio —maldijo Müller de mal humor.
—Esperaba que lo dijeses tú. Yo no debo hablar mal de los superiores —ironizó Meisinger con un mueca torcida.
Müller escupió un par de hebras de tabaco prometiéndose no volver a comprar los cigarrillo sin filtro. De paso, trató de desprenderse también de los improperios que le venían a la lengua sobre el comisario Johansonn, el idiota de la Welsenburgplatz.
—¿Y qué pasa con ese muerto para corresponda a asuntos políticos?, ¿estaba afiliado a algún partido?, ¿votó alguna vez?, ¿discutió de política con algún vecino? —acabó preguntando, menos neutro de lo que le hubiese gustado.
—Fue asesinado por unos tipos que pegaban carteles esta noche pasada. O eso parece. Y pertenecía a una asociación un poco extraña a la que se le atribuyen actividades políticas. La Hermandad Artam ¿Te suena?
Müller compuso un gesto despectivo, como si le hubiesen mentado una asociación de cazadores de gamusinos o alguna otra majadería por el estilo.
—Algo me suena, sí. Creo que es algo como una secta entre mágica y agraria —trató de delimitar.
—¿Entre mágica y agraria? —se extrañó divertido el sargento.
—Nada raro en estos tiempos —resopló Müller—. Cuéntame qué más se sabe.
—Ya te lo cuenta el comisario Johansonn —se burló el sargento.
—No fastidies, Joseph, y dime tú lo que sea. Sabes que no soporto a ese cretino.
Meisinger rio entre dientes.
—Comienzo por lo menos gracioso: esta noche, a eso de las cinco de la madrugada, un grupo de unos cuatro o cinco hombres recorrió toda la Gebstattlersrtrasse escandalizando y pegando carteles del SPD. Varios vecinos les vieron, e incluso una abuela se encaró con ellos, pidiendo que dejasen de hacer ruido de una buena vez.
—Valiente, la vieja. Le podían haber respondido a tiros —repuso Müller alzando la voz para hablar por encima del repentino estruendo de campanas de una iglesia cercana.
El sargento miró a la torre como si buscara a algún francotirador o a alguna otra clase de criminal y aceleró el paso para alejarse cuanto antes. No sólo eran cuatro campanas, sino que una además sonaba a rota, acrecentando la impresión de caos estrepitoso, como si se estuviese derrumbando una montaña de chatarra. Cuando se hubieron alejado lo suficiente, Meisinger prosiguió con su explicación.
—Parece ser que el grupo de alborotadores siguió calle abajo, y cuando llegaron al ochenta y tantos, empapelaron de carteles socialistas las inmediaciones y empezaron a tirar piedras a las ventanas de un tipo, un tal Robert, exigiéndole que bajara. Hasta aquí lo que tiene poca gracia.
—De acuerdo. Sigue —pidió el comisario tratando de distender el ceño.
—El tipo se llamaba Robert, pero los vecinos oyeron muy bien que el que lo interpelaba le llamaba Otto. El tal Robert salió a la ventana, tuvo una discusión con el que apedreaba sus cristales, y finalmente bajó. Luego apareció muerto en el hospicio, como te decía al principio.
—Vale. No está mal —masculló Müller—. ¿Y cuál es la parte divertida?
Meisinger guiñó un ojo.
—La parte divertida es que el muerto era viajante de farmacia y se llamaba Robert Hinkmann. ¿Te suena de algo el nombre?
Müller se detuvo un momento para pensar.
—Me suena, pero no caigo ahora… —dudó.
—Hermano de Alexander Hinkmann, la tercera víctima del punzón —declaró el sargento, como si descargase un mazazo.
—Hombre, ¡no fastidies!, ¡otra vez eso, no! —se quejó el comisario, que esperaba olvidarse para siempre del caso del estilete después todas las complicaciones que les había causado en su momento y las que nunca había dejado de ocasionar.
El sargento se encogió de hombros.
—Es lo que hay. Aquel era dentista y no supimos nunca por qué lo mataron. Este era viajante de farmacia y tampoco tenemos ni idea del móvil. Ya han ido dos hombres a hablar con la esposa y dicen que la mujer parece ocultar algo, pero es normal que esté nerviosa en un momento así.
—Bien. De acuerdo. No se conoce el móvil, de momento. Y como antes de morir discutió con unos tipos que pegaban carteles electorales, se trata sin ninguna duda de un asunto político, ¿no? —gruñó Müller, malhumorado.
—Eso dice Johansonn.
—Estamos buenos. Pues a mí se me parece al cuento aquel del niño que iba por el bosque dejando migas de pan tras de sí, para encontrar el camino. No me acuerdo de cómo se llamaba.
—Pulgarcito —apuntó el sargento.
—Pulgarcito. Eso es. No sabemos quiénes fueron los que mataron a ese Otto, o Robert, o lo que sea, pero estoy seguro de que eran cualquier cosa menos una cuadrilla socialista. Demasiado evidente.
Meisinger se rascó la barbilla, tratando de componer uno de aquellos razonamientos abstractos que tan poco le gustaban.
—¿Y si eran de verdad una cuadrilla socialista y pensaron que la mejor manera de disimularlo era hacerlo tan evidente que nadie lo creyese? —dudó con el ceño fruncido.
Müller se detuvo un instante, antes de entrar en la comisaría de la Welsenburgplatz.
—Si pensaron eso, entonces será mejor olvidarse del caso porque son demasiado listos para nosotros —repuso irónico.