Sepp Lammers se despidió de su cuadrilla y caminó tranquilamente hacia el río. Unas cuantas calles más abajo había algunos garitos abiertos, dispuestos a apaciguar la sed causada por el ajetreo de pegar carteles y pelearse con los grupos adversarios. Sepp eligió uno que exhibía el indicador de teléfono público y llamó a su patrón para confirmarle que todo había salido a la perfección. Luego pidió un coñac y lo apuró de un trago. Jamás bebía antes de un trabajo de aquella clase, pero una vez terminado no le importaba tomarse un par de copas. Le sentaban bien incluso.
Las chicas también trabajaban aquella noche. Una morena alta y pálida, tan flaca que parecía recién desenterrada, se acercó a él con andares felinos. Llevaba algo rojo pintado sobre la boca. Seguramente ella creía que era una sonrisa.
—¿Me invitas a una copa? —preguntó con voz opaca.
Sepp la miró de arriba a abajo, hizo un gesto al camarero señalando a la chica, pagó y se dirigió a la puerta del local sin decir palabra, con las manos firmemente encajadas en los bolsillos. Luego pensó que a nadie le venía mal una coartada y miró hacia atrás.
—¿Vienes? —le preguntó a la chica, que se había quedado mirando a su espalda.
La muchacha apuró su copa y le siguió dócilmente a la calle.
—Hace una buena noche —comentó.
Sepp no respondió. No hizo señal de haberla escuchado siquiera. Sacó un pañuelo del bolsillo, le limpió de la cara el maquillaje y el colorete y luego le borró de los labios la falsa sonrisa roja.
—¿Por qué haces eso? —se quejó ella.
—Yo no llevo escrito en la cara lo que soy —respondió él, ofreciéndole su brazo.
—¿Y qué eres tú? —preguntó ella.
Lammers miró al suelo.
—Un pobre hombre.
La muchacha se lo tomó como un chiste y se rio brevemente; luego siguió hablando un rato más, pero como él no contestaba acabó guardando también silencio. Sepp iba absorto en sus pensamientos, tranquilizado por el casi imperceptible peso del brazo de la chica sobre el suyo. Le gustaba aquella ficción de armonía. Le ayudaba a tranquilizarse.
Aquella noche todo había marchado a la perfección, pero no estaba aún lo bastante encallecido como para matar a un hombre sin emoción alguna. Pensaba que con el tiempo se acostumbraría, pero llevaba ya cien, doscientos quizás, y seguía sintiendo el mismo nudo en el estómago que el primer día.
—Doscientos hombres muertos —murmuró en voz alta mientras avanzaba por una calle estrecha y solitaria, iluminada solamente por las primeras luces del amanecer.
La chica le preguntó qué había dicho, pero él no respondió. La sola mención de la cifra le hizo sentir un estremecimiento, aunque sólo tuviera que ocultar los últimos. Por los demás, incluso le habían dado una medalla: la Cruz de Hierro de primera clase por su participación como soldado de asalto en las peores batallas de la Gran Guerra.
Estaba vivo de milagro, y sólo porque había podido acabar con aquellos doscientos pobres desgraciados antes de que alguno de ellos acertase a matarlo a él. Sabía que había hecho lo correcto y no se arrepentía en absoluto, pero a veces imaginaba todos aquellos cadáveres alineados en alguna parte y sentía frío.
Doscientas madres llorando; doscientas novias; doscientas tumbas en Francia. Demasiado para cualquier hombre. Demasiado incluso para él. Otros, cuando llegase la hora de rendir cuentas, podrían presentar los hijos que criaron, o los zapatos que cosieron, o los edificios que ayudaron a levantar, ¿pero que iba a presentar él? Aquellos doscientos muertos, maldita sea, y la medalla que le dieron por matarlos.
Sepp se tocó el ala del sombrero como si quisiera colocarlo, pero en realidad quería accionar alguna palanca en su cabeza que cambiase el curso de sus ideas. Aquella clase de pensamientos eran la primera señal de que la morfina empezaba a reclamar su turno. Sabía que si se inyectaba nada más llegar a casa cada vez necesitaría más, así que decidió esperar hasta el mediodía. Y cuando Sepp decidía esperar, esperaba, aunque se le cubriese el cuerpo entero de sudor por la abstinencia y llegara a clavarse las uñas en las palmas de las manos. Y además estaba la chica.
—¿Cómo te llamas? —le preguntó.
—¿Quieres saber mi verdadero nombre o el que suelo utilizar? —preguntó ella a su vez. Ir de su brazo, como si fuera su novia o su esposa, la inducía a la confianza.
—El que quieras.
—Karina.
—¿Y ese es el nombre de verdad o el de guerra?
—El que quieras.
Sepp recibió la respuesta con media sonrisa. Tenía gracia aquella muchacha. Lástima que estuviese tan flaca. Cada vez que llevaba a casa a una de aquellas mujeres pensaba que un día le gustaría casarse con una ellas o estrangularla con los cordones de las botas. Aún no había hecho ni lo uno ni lo otro.
La de hoy podía ser la candidata ideal. Pero para casarse con ella, no: demasiado flaca; sólo los maricas se casan con mujeres flacas, para apagar la luz y poder imaginarse un muchacho en su cama. Quizás para estrangularla. Pero tampoco: el día que lo hiciera quería disfrutarlo plenamente y no estar deseando inyectarse la morfina. Y no iba inyectarse hasta el día siguiente.
Si decidía esperar, esperaría. Como en la guerra, cuando aguardaba a que el enemigo se hubiese acercado lo bastante mientras los otros ya hacía rato que disparaban. Los cañones de las ametralladoras se calentaban horriblemente, y había que cambiarlos cada cierto número de disparos, y cuanto más esperases, más seguro estarías de que no se encasquillaría el arma en el peor momento. Los demás perdían los nervios y empezaban a disparar en cuanto las balas de los asaltantes comenzaban a silbar sobre sus cabezas, pero él esperaba.
Fue a la guerra voluntario, como muchos otros idiotas de veinte años. Si no se hubiese alistado lo habrían reclutado de todos modos, pero al menos podría decir que había ido a luchar porque lo mandaron y no por propia voluntad. Durante los primeros meses todo marchó bien, pero luego se quedaron atascados en el barro y empezaron cuatro años de agonía, de constantes ataques, contraataques y movimientos defensivos. La mortandad era tan grande en los dos bandos que a veces se detenían los combates porque ni atacantes ni defensores contaban con fuerzas suficientes para seguir desangrándose.
—¿En qué piensas? —le preguntó ella, incómoda con el silencio. Y también un poco asustada a medida que se iban internando en calles cada vez más oscuras.
—En la guerra.
—¿Lo pasaste muy mal?
—Mucho. Fue demasiado larga.
Cuatro años de barro y mugre en las trincheras, de hambre, frío, piojos y olor a carne podrida, la de los cadáveres y la de la gangrena. Cuando sentías ese olor en la nariz deseabas que fuese un hombre muerto y no alguien a quien tuviesen que amputarle algún miembro.
Seguramente ya había matado antes a alguien durante los combates, pero el primer hombre al que miró a los ojos antes de quitarle la vida fue un compañero; un amigo de la infancia. Durante un bombardeo enemigo, un obús le segó las dos piernas y le suplicó que no llamase a los sanitarios y lo rematase allí mismo. Él se negó con todas sus fuerzas, pero el herido le recordó lo que tantas veces habían hablado: si alguno de los dos quedaba inválido, el otro lo remataría. Cuando su amigo le escupió a la cara y le dijo que no cumplía su parte por miedo a un consejo de guerra, le voló la cabeza de un disparo. Se llamaba Ferdinand y esperaba que abogase por él ante los otros muertos. El primero fue por lealtad.
Luego vinieron los demás. Decenas, centenares. Sobre todo al final.
—No pienses más en ello —le pidió la muchacha apretándose contra él.
Sepp sacó una mano del bolsillo y la estrechó por la cintura.
—Es bueno pensar en ello. Las cosas en las que no piensas se convierten en fantasmas.
Ella bajó los ojos al suelo y guardó silencio, dejando a Sepp con sus recuerdos.
Cuando en el otoño del dieciocho empezaron a escasear las municiones por la huelga y el sabotaje revolucionario de la retaguardia, los oficiales más desesperados formaron las unidades de asalto. La guerra estaba perdida, pero los viejos junkers prusianos quisieron demostrar que podían seguir luchando sin necesidad de armas ni de municiones, y todo el que quiso pudo presentarse voluntario para morir en aquellos ataques en medio de la niebla o de la lluvia.
Él fue uno de los primeros en alistarse en las nuevas Srturmtruppen. Lo que más le sorprendió fue que le mandasen abandonar su fusil y su bayoneta porque ya no los necesitaría. La consigna era hacerse cada uno con una pala de las que se usaban para cavar las trincheras y sacarle filo. Esa sería el arma que empuñarían en sus asaltos y quien vio las heridas que causaba no las olvidaría nunca. Se pintaban de blanco los rostros y atacaban por las noches, en silencio, en medio de la niebla. Eran un ejército de espectros, y cuando lograban alcanzar las trincheras enemigas mataban y morían a mansalva, sin cuartel y sin prisioneros.
Fue entonces cuando se hizo adicto a la morfina. No antes, para apaciguar el dolor de alguna de las nueve heridas que recibió en combate; las heridas de la carne no tenían importancia, pero había que olvidar, había que evadirse de aquello de algún modo y la morfina era fácil de conseguir. Más fácil que el alcohol o que el tabaco incluso.
De los cuatrocientos voluntarios que se unieron a aquella unidad sólo sobrevivió una docena. A todos sin excepción los condecoraron por su extremado valor ante el enemigo, pero Sepp pensaba que aquello no era valor, sino ansias de suicidio. O de violencia. Dos de ellos se pegaron un tiro poco después de la rendición y otro más se había arrojado por una ventana, aunque sin conseguir matarse.
Volvió de la guerra borracho de sangre y asqueado del mundo. Buscó un trabajo como conductor de camiones y trató de olvidarse de todo. A veces se despertaba por las noches sobresaltado, pero en lugar de ver en sueños, como les sucedía a otros, a un soldado enemigo clavándole la bayoneta, se veía a sí mismo o a alguno de sus compañeros avanzando en medio de la noche con sus palas afiladas. El terror no estaba en los otros sino en sí mismo.
—¿Has estado pegando carteles esta noche? —preguntó Karina, tratando de nuevo de entablar conversación.
—Sí, algunos. De varios partidos, además.
Ella simuló sorprenderse. O se sorprendió realmente.
—Parecías un hombre de ideas firmes —trató de bromear.
—Lo soy. Cuanto más firmes son tus ideas, menos te convence un sólo partido.
La muchacha no supo qué responder y Sepp volvió a encerrarse en sus pensamientos, pero el comentario había conseguido alejar los espantos de la guerra y desviar su mente hacia la política.
Él nunca se había metido en política, pero cuando los espartaquistas tomaron las armas en el diecinueve para imponer su república soviética se unió a los Freikorps, dispuesto a cobrarse venganza por las huelgas del dieciocho. Aquel conato de revolución había sido la puñalada por la espalda que había conducido a Alemania al desastre y la humillación de Versalles. Los revolucionarios tenían que pagar. Durante aquellos días mató también a muchos obreros comunistas, y adquirió la costumbre de hacerlo de un modo aterrador, pero no por ensañamiento como algunos pensaban, sino para que el cadáver diese testimonio de todo el horror que entrañaba el acto de matar a un hombre. Un muerto limpio a veces no parece un muerto, y cuando se acaba con una vida hay que dejar bien claro lo descomunal del acto.
Después de aquello militó en varios grupos nacionalistas, pero sin involucrarse en nada grave hasta que en el año veintitrés, con la ruina de la nación entera, se unió a los nazis. Cuando perdió su trabajo como camionero se sintió desesperado: le daba igual pasarse una semana sin comer, pero no podía prescindir de la morfina. La necesitaba para no ver sangre y rostros blancos cada noche.
Así fue como cometió su primer crimen a sueldo, aunque lo hubiese hecho también sin necesidad de que le pagaran. Y después de aquel primero vinieron dos o tres más, y cuando recuperó su trabajo ya no supo negarse, ni encontró la salida del laberinto. Hay cosas que no se pueden dejar aunque se quiera. La morfina y la muerte, por ejemplo.
Por eso aquella noche había matado a Otto, que era su proveedor habitual de morfina. Ni siquiera hizo falta quitarles los carteles y los escobones a aquellos niñatos socialistas: los abandonaron y echaron a correr en cuanto fueron a por ellos. El resto había sido aún más fácil. Y nada mejor que hacerse pasar por un piquete político el día antes de las elecciones. Nadie los relacionaría con la morfina.
Había sido un buen trabajo. Se lo habían pagado bien, y además Otto era un verdadero cerdo. De todas maneras, seguía sintiendo el temblor de siempre en las manos. Este muerto le había resultado más desagradable que el resto, quizás porque había sido demasiado limpio, o porque le quedaba el temor de no encontrar quien le vendiese morfina en el futuro.
Pero lo encontraría. Siempre aparece alguien. Siempre hay alguien para dispensar muerte: al contado, como él mismo, o a plazos, como Otto. A la mierda Otto.
Sepp gruñó una maldición mientras buscaba la llave del portal de su casa.
—¿Ya hemos llegado? —preguntó Karina con cierto alivio.
Él echó mano al bolsillo, sacó un billete y se lo entregó.
—Sí. Aquí es. ¿Quieres subir?
Ella guardó el dinero en su bolso.
—A eso hemos venido, ¿no? —respondió con su mejor gesto.
Sepp le acarició las dos mejillas a la vez.
—Ya te he pagado. Si quieres puedes irte. Jamás me he acostado con una mujer que no quisiera acostarse conmigo.
Ella lo miró fijamente y dudó unos instantes.
—Vamos. Abre la puerta —decidió al final.
Sepp la besó en la boca con la misma pasión furiosa con que no pudo besar a su novia el día que regresó a casa. Hacía dos años que no contestaba a ninguna de sus cartas. Tuberculosis, le dijeron. Aquello también ayudó a la morfina.
Rendición incondicional. Y a cada cual, su Versalles.