Me apoyo en la fachada de cada casa, para avanzar. Lo descubro de pronto, es el clamor, congelado; no estoy solo en la calle: regresan las voces compactas, me vuelvo en derredor, son voces que se tuercen y retuercen ni muy cerca ni muy lejos, un río en todas partes, y las sorprendo, físicas, a dos esquinas de distancia: las veo pasar, un pequeño tumulto de caras violáceas y bocas abiertas, de perfil; no veo quién grita, pasan como un vértigo en mitad del efímero clamor, pues ya nada se escucha, solamente lo más íntimo del clamor, un suspiro casi inaudible; ahora los perseguidores aparecen, y los últimos de ellos han girado en dirección mía, lo hacen corriendo, avanzan a mí, ¿me descubrieron?, registran, buscan, a sólo media cuadra de distancia, apuntan con sus armas en todas direcciones, quieren disparar, van a disparar al aire, ¿o van a dispararme?, apuntan a todas partes con sus armas, quieren disparar, me dejo resbalar en el andén y allí me quedo hecho un ovillo como si durmiera, me finjo muerto, me hago el muerto, estoy muerto, no soy un dormido, es en realidad como si mi propio corazón no palpitara, ni siquiera cierro los ojos: los dejo perfectamente abiertos, inmóviles, inmersos en el cielo de nubes arremolinadas, y escucho el ruido de botas, próximo, idéntico al miedo, igual que si desapareciera el aire alrededor; uno de ellos me tiene que estar mirando, me examina ahora desde la punta de los zapatos hasta el último cabello, afinará su puntería con mis huesos, pienso, a punto de provocarme yo mismo la risa, otra vez libre y simplemente como cualquier estornudo, en vano aprieto los labios, siento que arrojaré la carcajada más larga de mi vida, los hombres pasan a mi lado como si no me vieran, o me creyeran muerto, no sé cómo pude encerrar la risotada a punto, la risotada del miedo, y sólo después de un minuto de muerto, o dos, ladeo la cabeza, muevo la mirada: el grupo se pierde corriendo a la vuelta de una esquina, escucho las primeras gotas de lluvia, gordas, aisladas, caer como grandes flores arrugadas que estallan en el polvo: el diluvio, Señor, el diluvio, pero cesan de inmediato las gotas y yo mismo me digo Dios no está de acuerdo, y otra vez la risa a punto, a punto, es tu locura, Ismael, digo, y cesa la risa dentro de mí, como si me avergonzara de mí mismo.

—A este viejo no hace falta matarlo, ¿no lo ven? Parece muerto.

—¿Le damos chumbimba de la buena?

—¿No es el mismo viejo que vimos muerto hace un minuto? Sí, el mismo. Mírenlo qué rosado, no huele a muerto, a lo mejor es un santo.

—Qué, viejo, ¿usté está vivo, o está muerto?

No me encontraba solo. Estaban ellos, a mis espaldas. El hombre que dijo eso me puso la boca de un fusil en el cuello. Oí que reía, pero seguí quieto.

—¿Y si le hacemos cosquillas?

—No, a los santos no se les hace cosquillas. Ya vendremos más tarde, viejo, ya no estaremos de buen humor.

—Mejor démosle chumbimba de una vez.

—Si van a matarme mátenme ya.

—¿Oíste? El muerto habló.

—¿No lo dije?, un santo, un milagrito de Dios. ¿Tendrá hambre? ¿No quieres un pedazo de pan, santo? Pídele a Dios.

Se van. Creo que se van.

¿Dios, pan?

Comida de gusanos.

No. No se van.

Me sobresalto, sin mirarlos directamente. Los siento regresar, con lentitud de siglos, al lado mío. Algo abominable se decide entre ellos. Arrastran y dejan caer, a mi lado, un cuerpo. Tiene que estar mal herido: la cara y el pecho bañados en sangre. Es alguien del pueblo, que yo conozco, pero ¿quién?

—Bueno —me dice uno de los hombres.

¿Bueno?

Y el hombre:

—Hágale el favor de matarlo.

Me extiende una pistola, que no recibo:

—Nunca he matado a nadie.

—Mátame, papá —grita el herido, con esfuerzo, como si ya me hablara desde mucho más lejos, y se pone de costado, tratando vanamente de mirarme a los ojos; las lágrimas se lo impiden, la sangre que cubre su rostro.

—Mátelo usted —digo al que me extiende la pistola—, ¿no ve que sufre? Acabe con lo que empezó.

Me incorporo como puedo. Nunca me sentí más pesado del fardo de mí mismo; se doblan mis brazos, mis piernas; pero todavía tengo fuerzas de apartar con la mano la pistola que me ofrecen, fuerzas de despreciar la punta de la pistola que no deja de encañonarme.

Empiezo a alejarme otra vez a tientas; huyo con una lentitud desesperante, porque mi cuerpo no es mío, ¿hacia dónde huyo?, hacia arriba, hacia abajo.

Y escucho el disparo. Pasa cerca de mí, lo siento silbar por encima de mi cabeza; y después otro tiro, que pega en tierra, a centímetros de mi zapato. Me detengo, y volteo a mirar. Me pasma que no sienta miedo.

—Eso es lo que me empieza a gustar de usted, viejo, que no tiembla. Pero ya sé por qué. Usted no es capaz de pegarse un tiro, ¿no es cierto? Eso sí, quiere que lo matemos, que le hagamos el favor. Y no le vamos a dar ese gusto, ahora, ¿no?

Los otros repiten que no, riendo. Oigo después el gemido del herido, lo oigo igual que un débil relincho. De nuevo sigo mi marcha, a tumbos.

Otro disparo.

Esta vez no iba dirigido a mí.

Me vuelvo a mirar.

—¿Quién es este viejo malparido? —siguen diciendo.

—Oiga, viejo, ¿quiere que hagamos un tiro al blanco con usted?

—Aquí —les digo, y me señalo el corazón.

No sé qué les causa risa de nuevo: ¿mi cara?, otra risotada me respondió.

¿En dónde estoy? No sólo escucho otra vez el confuso clamor, que asciende y se hunde de tanto en tanto, y los tiros, indistintos, sino también el grito de Oye, que se desquició —supongo, igual que voy a desquiciarme yo, igual que el mundo—, ¿pero cómo pretende vender sus empanadas en mitad de este acabóse?, me digo al escuchar el Oyeeee que se instala en todos los rincones, increíblemente nítido, como si el mismo Oye se encontrara en cada esquina: no puedo reconocer el pueblo, ahora, es otro pueblo, parecido, pero otro, rebosante de artificios, de estupefacciones, un pueblo sin cabeza ni corazón, ¿qué esquina de este pueblo elegir?, lo mejor sería seguir una misma dirección hasta abandonarlo, ¿seré capaz? Ahora descubro que no es sólo la fatiga, la falta de ahínco lo que me impide avanzar. Es mi rodilla, otra vez. Contra la vejez no hay remedio, maestro Claudino, que descanses en paz.

A la altura de la escuela encuentro un grupo de gente caminando en fila, en dirección a la carretera. Se van de San José: debieron pensar lo mismo que yo; son un gran pedazo de pueblo que se va. Lentos y maltrechos —hombres, mujeres, viejos, niños—, ya no corren. Son una sombra de caras en suspenso, ante mí, las comadres rezan a balbuceos, uno que otro hombre se empecina en acarrear las pertenencias de más valor, ropa, víveres, hasta un televisor, ¿y usted no se va, profesor? No, yo me quedo —me escucho a mí mismo resolver. Y aquí me quedo entre la sombra caliente de las casas abandonadas, los árboles mudos, me despido de todos agitando esta mano, yo me quedo, Dios, yo me quedo, me quedo porque sólo aquí podría encontrarte, Otilia, sólo aquí podría esperarte, y si no vienes, no vengas, pero yo me quedo aquí.

—Tenga cuidado, profesor —me ha dicho el mismo hombre que me cerró la puerta de su casa, cuando huíamos.

No es la primera vez que vienen a ofrecerme ese consejo.

El hombre insiste:

—Tienen una lista de nombres. A todo el que descubren lo joden, sin más.

—Profesor —se decide otro—. A usted lo mencionaron en la lista. Lo buscan. Mejor venga con nosotros, y quédese callado.

Es una sorpresa. Me buscan. Me quedo contemplando al que ha hablado: uno de los hijos de Celmiro.

—¿Y tu padre? —le pregunto—. ¿Lo dejaste?

—No quiso venir, profesor. Lo queríamos traer cargado, pero dijo que prefería morirse donde nació, antes que morir en otro lado.

Y me mira a los ojos, sin pestañear. Su voz flaquea:

—Si también a usted le dijo que sus hijos somos unos desgraciados, no es verdad; a él le gusta lamentarse. Vaya y compruébelo, profesor. La casa está abierta. No permitió que lo cargáramos.

A quién creer.

Con el hijo de Celmiro son tres, apenas, los vecinos de este pueblo que siguen detenidos junto a mí. Pero empiezan a apurarme, irritados.

—Venga con nosotros, profesor. No sea terco.

—¿Y cómo? —les digo, mostrándoles la hinchazón de mi rodilla—. Aunque quiera, no podría.

El hijo de Celmiro se encoge de hombros y continúa al trote, detrás del grupo que se aleja. Los dos restantes suspiran, menean la cabeza.

—No demoran en aparecer, profesor. Usted no diga quién es. Nadie va a reconocerlo.

—¿Y Chepe? —les digo—. ¿Qué pasó al fin? Yo no vi qué le pasó.

—Nunca lo vimos.

—¿Quién va a enterrar a los muertos? ¿Quién enterró a Chepe?

—Ninguno de nosotros lo enterró.

Y puedo oír que intercambian, con ironía:

—Debió ser uno de ellos.

—El que lo mató, seguramente.

Se arrepienten de decirlo, o se apiadan de mí, de la cara que debo hacer, escuchándolos:

—Nosotros nos vamos, profesor, no queremos morir. ¿Qué podemos chistar?, nos ordenaron que nos vayamos de aquí, y nos tenemos que ir, así de simple.

—Venga con nosotros, profesor. Lo mencionaron en la lista. Oímos su nombre. Cuidado. Su nombre estaba allí.

¿Por qué preguntan los nombres? Matan al que sea, al que quieran, sea cual sea su nombre. Me gustaría saber qué hay escrito en el papel de los nombres, esa «lista». Es un papel en blanco, Dios. Un papel donde pueden caber todos los nombres que ellos quieran.

Un ruido de voces y respiraciones brota de una orilla de la escuela, de la espesa ribera que colinda con los árboles, las montañas, la inmensidad, brota creciente del angosto camino que viene de la serranía: de allí arriban sudando otros hombres y mujeres que se unen a la fila, oigo sus voces, hablan y tiemblan, alegan, se lamentan, «Están matando gente como a moscos» dicen, como si no lo supiéramos. En vano busco con mis ojos a Rodrigo Pinto y su mujer y sus hijos. En vano busco a Rodrigo y su sueño, su montaña. Pregunto por él: uno de sus vecinos de vereda menea la cabeza, y no lo hace tristemente, como yo hubiese esperado. Por el contrario, parece a punto de contar una broma: me dice que vio su sombrero flotando en el río, y sigue andando con los demás, sin atender a más preguntas, «¿Y la mujer de Rodrigo, y sus hijos?», insisto, cojeando detrás, «Fueron siete», me grita, sin volverse.

En la primera curva de la carretera los veo desaparecer. Se van, me quedo, ¿hay en realidad alguna diferencia? Irán a ninguna parte, a un sitio que no es de ellos, que no será nunca de ellos, como me ocurre a mí, que me quedo en un pueblo que ya no es mío: aquí puede empezar a atardecer o anochecer o amanecer sin que yo sepa, ¿es que ya no me acuerdo del tiempo?, los días en San José, siendo el único de las calles, serán desesperanzados.

Si al menos coincidiera otra vez con la ventana de Celmiro, nos acompañaríamos, pero ¿en dónde?, ya no sé. Examino las esquinas, las fachadas: sorprendo, rodeando la canal del techo de una casa, a los Sobrevivientes, uno junto al otro, encima mío, al paso mío, y me observan a su vez, los ojos fijos de curiosidad, como si igualmente me reconocieran, «Quién fuera gato, Dios, sólo un gato allí en el techo» les digo, «seguro que antes que dispararles a ustedes me disparan a mí». Me escuchan y desaparecen, tan instantáneos como aparecieron, ¿me estaban siguiendo? De los árboles saltan a volar en racimo los pájaros, después de un sucesivo estallido de disparos, todavía distantes. A lo lejos, otro grupo de hombres y mujeres rezagados sigue presuroso su camino: pareciera que huyen en punta de pies, para no hacer ruido, con un sigilo voluntario, desmesurado. Algunas mujeres me señalan, aterradas, como si comentaran entre ellas la presencia de un fantasma. Me he sentado encima de una piedra: blanca, ancha, debajo de un magnolio que perfuma: tampoco recuerdo esta piedra, este magnolio, ¿cuándo aparecieron?, con toda razón desconozco esta calle, estos rincones, las cosas, he perdido la memoria, igual que si me hundiera y empezara a bajar uno por uno los peldaños que conducen a lo más desconocido, este pueblo, quedaré solo, supongo, pero de cualquier manera haré de este pueblo mi casa, y pasearé por ti, pueblo, hasta que llegue Otilia por mí.

Comeré de lo que hayan dejado en sus cocinas, dormiré en todas sus camas, reconoceré sus historias según sus vestigios, adivinando sus vidas a través de las ropas que dejaron, mi tiempo será otro tiempo, me entretendré, no soy ciego, sanará mi rodilla, caminaré hasta el páramo como un paseo y después regresaré, mis gatos continuarán alimentándome, si llorar es lo que queda, que sea de felicidad, ¿voy a llorar?, no, sólo arrojar la carcajada impredecible que me ha amparado todo el tiempo, y voy a reír porque acabo de ver a mi hija, a mi lado, te has sentado en esta piedra, le digo, espero que entiendas todo el horror que soy yo, por dentro, o todo el amor —esto último lo digo en voz alta y riéndome—, espero que te acerques compadeciéndome, que perdones al único culpable de la desaparición de tu madre, porque la dejé sola.

Ahora veo a Otilia frente a mí.

Y con ella unos niños que deben ser mis nietos y me miran espantados, todos tomados de la mano.

—¿Ustedes son de verdad? —les pregunto. Sólo eso he podido preguntarles.

El grito de Oye me responde, fugaz, inesperado. La visión de Otilia se desvanece, dejándome un rastro amargo en la lengua, como si hubiese acabado de tragar algo realmente amargo, la risa, mi risa.

Me incorporo. Llegaré caminando hasta mi casa. Si este pueblo se ha ido, mi casa no. Para allá voy, digo, iré, aunque me pierda.