Una mujer corría, apretándose el delantal contra los muslos —o limpiándose las manos en el delantal—, ¿de qué huía?, no huía, corría, porque quería ver. «¿Sí supo, profesor?», me dijo. Yo la seguí. También yo quería ver. Llegamos a la tienda de Chepe, y ahí, sentado en el corredor, ante las mesas desordenadas como si las hubiese barrido el vendaval, Chepe se apretaba la cabeza en las manos, rodeado de curiosos. «Seguro que encontraron a su mujer, pero muerta» pensé al mirarlo en mitad de la desesperación: no hacía calor; un viento que no era natural respondía al ronco quejido de Chepe, y el polvo se arremolinaba alrededor de sus zapatos. El corrillo de hombres y mujeres seguía pendiente: era un silencio como despedazado, porque volvieron las preguntas, los tímidos comentarios. También yo me hundí en las averiguaciones: esa madrugada acababan de entregar a Chepe, por debajo de la puerta, igual que una advertencia definitiva, los dedos índices de su mujer y su hija en un talego ensangrentado. Allí, al lado de las manos de Chepe, veo el talego de papel, manchado. Quiero acompañar a Chepe, pero de entre los presentes se me acerca Oye y me toma del brazo. Lo último que quiero es charlar con Oye, y en estas circunstancias, pero su rostro pasmado, sus manos que me rodean, me convencen; recordé como si lo compadeciera la última vez que hablé con él, de semejante manera, sin recordar quién era, y por qué. «Profesor», me dijo al oído, «¿a usted no lo mataron mientras dormía?». «Claro que no», pude decir cuando me repuse de la pregunta. Y traté de reír: «¿No ves que estoy contigo?». Y, sin embargo, nos quedamos mirando unos segundos, como si no nos creyéramos. «¿Y quién iba a matarme», le pregunté, «y por qué?». «Eso me contaron» respondió. No se veía borracho, o drogado. Pálido, su ojo sano pestañeaba, sin quitarse de mis ojos. Sus manos no dejaban de atraparme por el brazo. «Qué broma es ésta», le pregunté, y él: «Entonces está vivo, profesor». «Todavía», le dije. Y él, sin que viniera al caso: «¿Sabe una cosa?, yo no he matado a nadie». «¿Cómo dices?», le pregunté. Me dijo: «Pura mentira, para atraer clientes». Difícilmente pude recordar a qué se refería. «Pues los alejaste», dije, «todos pensábamos que rebanabas pescuezos», y aparté mi brazo de sus manos. Nadie nos escuchaba. «Me alegra que esté vivo, profesor» siguió diciéndome. Tenía el gesto de un niño reprendido, provocaba una lástima inexplicable. Allí lo dejé, con su pregunta inaudita, su ojo que parpadeaba; le dio la espalda a la gente y se alejó; me olvidé de él. «De manera que me mataron mientras dormía» dije en voz alta, y por un instante me convencí de estar contándoselo a Otilia: «Nunca tuve esa felicidad».
Chepe aferra el talego y se incorpora, los labios distendidos como si riera del asombro. Y camina deprisa, seguido por hombres y mujeres. ¿Adónde? También yo sigo detrás suyo, igual que los demás. A algún lugar tiene que ir. «Va a la estación de policía», adivina alguien.
«A qué» dice otro.
«A preguntarles» dicen.
«A preguntarles qué. No le van a responder».
«Qué pueden responder».
En medio de este círculo de cuerpos, de rostros que nada comprenden, y que se disponen a no comprender nada, alrededor de la puerta de la estación de policía, me veo yo, otro cuerpo, otra cara atónita. Como de común acuerdo hemos permitido que Chepe entre solo. Entra, y sale casi de inmediato, el rostro desencajado. Lo entendemos sin necesidad de escucharlo: no hay un solo policía en el puesto, ¿adónde se fueron? Ya nos parecía extraño que no encontráramos uno que otro agente a la entrada: por primera vez percibimos que este silencio es demasiado en San José, una nube de alarma nos recorre a todos, por igual, en todas las caras, en las voces descoloridas. Me acuerdo que Gloria Dorado se iba en un camión con soldados, ¿acaso era el último camión?, no nos dijeron nada, ningún aviso, y lo mismo que pienso yo parecen pensarlo todos, ¿a merced de quién hemos quedado?
Apenas hasta ahora descubrimos que las calles van siendo invadidas por lentas figuras silenciosas, que emergen borrosas del último horizonte de las esquinas, asoman aquí, allá, casi indolentes, se esfuman a veces y reaparecen, numerosas, desde las orillas del acantilado. Entonces los que rodeamos a Chepe emprendemos la retirada, también de manera lenta y silenciosa, cada quien a lo suyo, a sus casas, y, lo que resulta extraordinario, lo hacemos realmente como la cosa más natural del mundo. «Todos a la plaza» nos grita uno de los esbirros, pero es como si nadie lo escuchara: yo camino al pie de una pareja de parroquianos, sin reconocerlos, y sigo a su lado, sin importarme averiguar en qué dirección caminan. «Dije que todos a la plaza» se oye de nuevo la voz, en otro lugar. Nadie hace caso, oímos nuestros pasos cada vez más acuciosos: de un instante a otro las gentes corren, y yo con ellos, este viejo que soy yo, al fin y al cabo vamos desarmados, digo, «¿qué podríamos hacer?», lo he dicho en voz alta y con rabia, como si me excusara ante Otilia.
Los que estábamos con Chepe ya no lo vemos, pero entonces lo oímos: a gritos, a chillidos, chillidos como de un cerdo próximo al sacrificio, espeluznantes, porque son de un hombre aterrado, les está preguntando a los invasores si son ellos los que tienen a su esposa y a su hija, si son ellos los que enviaron esta madrugada los dedos de su esposa y de su hija, eso les pregunta y nos detenemos, una mayoría, como una tregua, en diferentes esquinas, nadie puede creerlo, el viento sigue empujando jirones de polvo sobre los andenes, el sol se oculta detrás de una ligadura de nubes, «Es posible que llueva», pienso: «si lanzaras un diluvio, Señor, y nos asfixiaras a todos».
No vemos a Chepe, o no lo veo. Los cuerpos inmóviles de hombres y mujeres, los cuerpos de los invasores, impiden verlo, pero sí oímos su voz, que repite la pregunta, esta vez seguida por maldiciones y acusaciones, de Chepe, a pesar nuestro, a pesar suyo, porque se oye un disparo, «Le tocó a Chepe» dice el hombre que va a mi lado, la mujer ya está corriendo, y después el hombre, y otra vez el mundo, en distintas direcciones, pero nadie arroja un grito, una exclamación, todos en silencio, como si pretendieran no hacer ruido mientras corren.
«Que a la plaza, carajos», dice otra voz. También los uniformados corren, cercando a la gente, como si fuéramos ganado, nadie lo puede creer, pero toca creer, señor, toca: la pareja a mi lado encuentra por fin su casa, más allá de la iglesia. Quiero entrar con ellos, el hombre me lo impide, «Usted no, profesor», dice, «usted váyase a su propia casa, o nos mete en problemas». Qué me está diciendo, pienso, y veo su enorme cabeza de perfil, los ojos asustados, y brotan las manos de su mujer y lo ayudan y cierran la puerta en mis narices. El hombre no quiere permitir que entre a su casa, ése es su miedo, soy alguien que puede meterlo en problemas, dijo. Vuelvo a quedar solo, en apariencia, que no pierdas, Ismael, la memoria de las calles para volver a tu casa. Vanamente miro a todas las esquinas: son la misma esquina, el mismo peligro, las veo idénticas. De cualquiera de ellas puede asomar otra vez la desgracia. A cualquiera de ellas me dirijo, que no te equivoques de camino, Ismael: regreso como si caminara a tientas hacia mi propia casa, durante una noche larga, es extraordinario, la calle está sola; sólo yo, al filo de puertas y ventanas trancadas. Me dispongo a golpear la batiente cerrada de una de esas ventanas, ¿no vive aquí el viejo Celmiro, más viejo que yo, un amigo?, sí, descubro, aliviado, es un milagro de Dios, la casa de Celmiro, Celmiro me permitirá entrar. Y golpeo el ancho marco de madera: una astilla hiere mi puño, pero nadie abre la ventana, sé que es la ventana del cuarto de Celmiro. Escucho un carraspeo, desde adentro, y pongo mi oído en la hendidura.
—Celmiro —le digo—. ¿Eres tú? Abre la ventana.
Nadie responde.
—No hay tiempo de ir a la puerta —digo—. Me meto por la ventana.
—¿Ismael? ¿No te habían matado mientras dormías?
—Claro que no, ¿quién inventó eso?
—Eso oí.
—Abre rápido, Celmiro.
—¿Y cómo quieres que abra, Ismael? Me estoy muriendo.
Sigo solo en mitad de la calle. Y, lo que es peor, no tengo fuerzas de seguir huyendo. Sube el clamor, me parece, se aproxima desde algún lugar, no demora en envolverme.
—¿Qué sucede allá afuera, Ismael? Escuché disparos y gritos, ¿es que están bailando en las calles?
—Están matando, Celmiro.
—Y a ti, ¿te pusieron también a bailar?
—Seguramente.
—Lo mejor es que vayas a tu casa, no puedo moverme. Tengo paralizada la mitad de mi cuerpo, ¿no lo sabías?
—No.
—¿Tampoco sabías qué hicieron los desgraciados de mis hijos? Me dejaron aquí tirado. Me han puesto al lado una olla de arroz y plátano frito, una paila con hígado y riñones, y luego me dejaron aquí tirado. Eso sí, juntaron mucha carne, para que yo coma, ¿pero qué haré cuando se acabe? Los desgraciados.
—Abre por lo menos la ventana. Yo me meto por la ventana. Nos defenderemos.
—¿Y defendernos de quién?
—Te digo que están matando a la gente.
—Con toda razón me abandonaron.
—Abre esa ventana, Celmiro.
—¿No te he dicho que no puedo moverme? Una trombosis, Ismael, ¿sabes lo que es eso? Soy más viejo que tú. Mírate, al fin y al cabo: en plena calle, y bailando.
—Abre.
—Apenas puedo estirar este brazo derecho, agarrar un pedazo de carne, ¿qué haré cuando sienta necesidades?
—Ya vienen, disparan por todas partes.
—Espera.
Pasa un tiempo. Escucho que algo se cae, del otro lado.
—Carajo —escucho a Celmiro.
—Qué pasa.
—Se acaba de caer la sartén con los riñones. Si se mete un perro a esta casa no podré espantarlo. Se lo comerá todo.
Está llorando o maldiciendo.
—¿Y la ventana, Celmiro?
—No alcanzo.
—Ábrela, tú puedes.
—Corre, Ismael, corre a donde sea, por Dios, si es verdad lo que me dices, pero no te quedes ahí parado, perdiendo el tiempo. Se meterá un perro, tarde o temprano, se lo comerá todo, ¿tendré que orinarme en la cama?
—Adiós, Celmiro.
Pero sigo quieto. Ya no escucho el clamor. Intentaré arrastrarme, por lo menos. No tengo fuerzas de salir corriendo, como aconseja Celmiro.
—Tus hijos volverán —le digo, despidiéndome.
—Eso me dijeron, pero por qué toda esta comida a mi lado, para qué me la dejaron, se largaron de San José, me abandonaron. Son unos desgraciados.