—Buenos días, profesor. Vengo a despedirme.

En la puerta Gloria Dorado, un sombrero de tela en la cabeza, los ojos enrojecidos por las lágrimas. Lleva en sus manos una jaula de madera, con un turpial dentro.

—Quiero dejárselo de recuerdo, profesor, para que lo cuide.

Recibo la jaula. Por primera vez recibo una jaula de recuerdo: tan pronto quedemos solos te soltaré, pájaro, ¿cómo podría cuidarte?, apenas puedo conmigo.

—Siga, Gloria. Tomemos un café.

—Ya no tengo tiempo, profesor.

—¿Y su casa? ¿Qué va a ser de su casa?

—Se la encomendé a Lucrecia, por si vuelvo. Aunque bien pueda suceder que también ella se vaya, claro. Pero a ella le sirve la casa, ella tiene cinco hijos, yo ninguno, profesor. Y a lo mejor no tengo.

—No diga de esta agua no beberé, Gloria, que usted es joven y bella. Tiene el mundo por delante.

Se sonrió con lástima.

—Le queda humor, profesor. Mire, yo los quiero mucho a los dos, y sé que Otilia vuelve, se lo juro.

—El mundo entero me lo dice.

No puedo evitar la pesadumbre en la voz; quisiera que Gloria no hubiese venido a repetírmelo. Ella no se percata:

—Me soñé que los veía caminando juntos, en el mercado. Yo me sentía feliz y me iba a saludarlos, yo le decía a usted: «¿No se lo dije?, Otilia regresaría sana y salva».

Se sonríe, me sonrío, y debo confesar que su sueño me vulnera, ¿vamos a llorar?, sólo esto me faltaba.

—Dios lo quiera —digo, la jaula colgando de mi mano: el turpial brinca de un lado a otro, se posa en el diminuto columpio de bambú y empieza a cantar: acaso presiente mi propósito oculto de liberarlo—. ¿Y cómo se va a ir, Gloria? —le pregunto, y ya no puedo mirarla a los ojos—: Hay eso que llaman «paro armado» en la carretera. Cualquier vehículo es dinamitado, sea o no particular, y a veces con los ocupantes adentro. No hay transporte seguro.

—Un teniente se ofreció a llevarnos, a mi hermano y a mí, hasta El Palo, en su camión, con los soldados. Allá encontraré transporte que me lleve al interior.

—Viajar en un camión así será igual o peor de peligroso. Se expondrá, Gloria. No se le ocurra disfrazarse de soldado, ¿cómo es que ese teniente se la lleva, arriesgándola?

—Me contó como un secreto que el camión irá protegido por aviones de guerra. Nos limpiarán el camino, profesor.

—Ojalá.

—Y más peligro correré yo aquí —me dice Gloria, sus ojos se empañan, me susurra—: Cuando se sepa que Marcos apareció muerto. Hortensia no me lo perdonará, dirá que soy la culpable, dirá que soy la asesina.

Ahora empieza a llorar, se abraza a mí, y yo la abrazo, rodeándola con la jaula en mis manos.

—Apareció en una zanja, a medio kilómetro de aquí. Demoraron en reconocerlo. Según me dijo el teniente, llevaba muerto dos años, por lo menos, a la intemperie, en esa zanja.

—Gloria. Otro muerto más, a la fuerza. Para vergüenza de los vivos.

—¿Sí ve, profesor? No quisieron ayudarlo. Nadie se dignó mover un dedo por su liberación. Esa mujer no soltó un peso por su marido. Yo no tenía dinero, sólo esa casita que me dejó. Pero a ella ¿de qué le servirá el dinero? No demoran en llevársela también.

No quiero contarle que Hortensia Galindo ya abandonó San José, y en helicóptero.

—Ay este país, pobre en su riqueza, Gloria. Que le vaya bien, reinicie la vida, ¿qué más puedo decir?

—Como quien dice, vuelva a nacer —se sonríe—, ¿es eso lo que me aconseja? —Y se separa de mí. Me deja impregnado del perfume fecundo, tórrido, revuelto con el olor de sus lágrimas—. Parto —dice—, mi hermano me espera. —Y deja la casa. Yo cierro la puerta.

Me voy, jaula en mano, hasta el huerto. Me embarga una suerte de disgusto: que no vengan las mujeres bellas a esta casa, que no me suman en el dolor de verlas, carajo. Pongo la jaula encima del lavadero de piedra, y abro la minúscula puerta de bambú.

—A volar, turpial —le grito al pájaro—, vuela rápido, o vienen los Sobrevivientes y se hacen cargo.

El pájaro se queda quieto, ante la puerta abierta.

—¿Es que no vas a volar? Tú verás. Aquí hay gatos.

El pájaro sigue inmóvil. ¿Será que le han cortado las alas? Lo acobijo con la mano y lo saco de la jaula. Es un hermoso turpial, sus plumas iluminan, sus alas no son nada cortas.

—¿Te da miedo el cielo? Echa a volar, Dios. —Y lo arrojo al cielo. El turpial extiende, sorprendido, las todavía entumecidas alas, y, a duras penas, puede amortiguar la caída. Luego da un brinco, dos, y al fin vuela, como si saltara, hasta el muro. Allí de nuevo se queda quieto, ¿qué busca?, es como si se volviera a mirarme, a mí, a la jaula.

—Qué bello pájaro —dice una voz. Es Geraldina, apareciendo en el boquete del muro. Geraldina de negro. Ya no logro recordarla desnuda.

—Un turpial —digo.

Y ambos lo vemos volar, perderse en el cielo.

Otra vez sentados en mitad de los escombros, uno junto al otro, me encierra su semblante al lado mío, sin apartar los ojos del cielo, «eran otros tiempos», le digo, y puedo creer que sabe a qué me refiero, ella paseándose desnuda por su huerto, yo asomado al muro, lanza una exigua risotada y reaparece el mismo rostro pensativo, los ojos en el cielo que se carga de nubes, los ojos en las nubes sin cielo, veo una mano en su rodilla, es mi mano en su rodilla, ¿a qué horas puse mi mano en su rodilla?, pero ella no replica, es igual que si se hubiese posado en su pierna una hoja de árbol marchita, un insecto abominable, pero inocuo, y me sigue hablando, ¿desde cuándo?, de sus negocios con quienes tienen prisionero a su marido, o le parece muy natural la mano de un viejo de pronto en su rodilla, la vejez tiene su libertad, o sencillamente lo único que le interesa en este mundo es el pago del rescate, empresa en la que ya se ha metido, respaldada por un hermano suyo, desde Buga, es eso, Ismael, con razón no ve mi mano en su rodilla, asegura que les ha dado todo lo que tiene, dice que es su encrucijada, usted no se preocupe, profesor, es mi encrucijada. Después se queda mirándome con atención, como si adivinara o creyera adivinar mi pensamiento, ¿acaso descubrió mi mano en su rodilla?, ¿ya sabe que sólo pienso en su rodilla?, ¿el contacto, la llama?, «No, profesor», me dice, «ellos no tienen a Otilia, yo se los pregunté».

—Otilia —digo.

Ahora me cuenta que ni siquiera pudo reunir la mitad de lo que piden. «Ni siquiera nos entrega la mitad», le dijeron, «no le ha hecho ningún favor a su marido», y me cuenta, la boca fruncida en un rictus desconocido, ¿es alegría?, que hasta le dijeron: «Se ve que no lo quiere».

Me cuenta: «Sentía en toda mi carne sus miradas, profesor, como si me quisieran comer viva».

Le dieron quince días para pagar el resto, es decir hoy, profesor, se cumplen hoy, les dije que estaba de acuerdo, y les advertí que lo trajeran con ellos, como me lo tenían prometido desde antes, una promesa que no cumplieron. «¿Y qué si lo hubiéramos traído?», me respondieron, «teníamos que llevárnoslo otra vez, si no nos daba pereza, ¿entiende?, su muerte sería culpa suya, por incumplida». Yo volví a decirles que lo trajeran, verlo, hablar con él, y les dije: «Ya les di lo que tenía, ahora tendré que buscar quién me presta, y si no me prestan, aquí estaré de todos modos con mi hijo».

«¿Cómo que no le prestan?», dijeron. «Usted verá».

Geraldina se vuelve a consultarme con una mirada estupefacta, atemorizada; no sé qué decirle; nunca pude ver la cara de los secuestradores; quién sabe qué gente será.

Sólo conocí al hermano de Geraldina; lo vi llegar desde Buga en su automóvil, una noche de lluvia; alto, calvo, preocupado; pudo atravesar los últimos tramos de la carretera con un salvoconducto especial de la guerrilla; yo lo había oído pitar tres veces y me asomé a la ventana: salió Geraldina, con una vela en la mano; se abrazaron. Y se metieron en la casa cargando ambos, con esfuerzo, una enorme bolsa de plástico negro, con el dinero de Geraldina en efectivo, el dinero de ella y su marido, me dijo con furia intempestiva, dinero de años de trabajo en pareja, profesor, nunca mal habido.

La misma noche de su arribo, el hermano de Geraldina, una sombra asustada, abandonó San José igual que como llegó, en su auto, bajo la lluvia, y el salvoconducto pegado por dentro del parabrisas como si se tratara de una bandera. Discutió con Geraldina sobre la conveniencia de dejar a Eusebito con ella. Geraldina estaba dispuesta a que se lo llevara, pero el niño quería seguir con su madre, «Yo le expliqué a qué se exponía, se lo expliqué como a un hombrecito», se enorgullece Geraldina, en su candidez, «y Eusebito no tuvo reparos: con su papá y su mamá hasta la muerte». La boca de Geraldina se entreabre, los ojos se alejan más en el cielo: «Ya no tengo un céntimo, profesor, eso les voy a decir, tendrán que apiadarse, y si no se apiadan, pues que hagan lo que quieran, que me lleven con él, es preferible eso, los tres en lo mismo, como lo quiso la vida, a esperar años sin saber hasta cuándo, y Eusebito va conmigo, ésa es mi última carta, se apiadarán, estoy segura, ya les di todo, no les escondo nada».

Ahora Geraldina se ha puesto a llorar: por segunda vez este día una mujer llora en esta casa.

Y mientras llora veo mi mano en su rodilla, sin mirarla realmente —eso descubro, en un segundo—, pero de pronto la veo, mi mano sigue en la rodilla de Geraldina, que llora y no ve o no quiere ver mi mano en su rodilla, o la está viendo ahora, Ismael, a tu ruindad sólo le importa su rodilla, nunca las lágrimas por el marido desaparecido, ni siquiera la insensata pero irrefutable alegría de Geraldina: decir que su hijo como un hombrecito los acompañará, suceda lo que suceda, y decirlo sin que se le quiebre la voz, ¿qué pensará su marido?, gran decepción, «que lo recojas todo y te largues», algo así dijo Eusebito que había dicho su papá, la voz delirante de Geraldina me conmueve, los dos en mitad de las ruinas, entre despojos de flores, los dos idénticos.

—Hortensia me ofreció salir con ella en helicóptero, profesor. Claro que no voy a hacerlo, ya no podré. Pero hoy no lo puedo negar: tengo miedo.

Se ha quedado mirando mi mano en su rodilla.

—Usted —me dijo, o me preguntó.

—¿Sí?

Y de nuevo la fugaz risotada:

—¿No se va a morir, profesor?

—No.

—Mire cómo tiembla.

—Es la emoción, Geraldina. O es mi lujuria, como decía Otilia.

—Tranquilo, profesor. Quédese con el amor. El amor puede sobre la lujuria.

Y apartó, con delicadeza, mi mano de su rodilla. Pero siguió quieta, en silencio, sentada al lado mío.

Su hijo la llamó, del otro lado del muro: parecía que se acababa de caer, en la piscina vacía, ¿o se trataba de un juego?, su voz sonaba como si acabara de caerse en la piscina, y después un grito, nada más. Geraldina regresó de inmediato, agazapándose por entre el boquete del muro, su cuerpo como labrado en el luto. No la seguí: otro lo habría hecho, yo no, ya no: ¿para qué? Además, sentía hambre, el hambre por primera vez, ¿desde cuándo no comía?, fui a la cocina y busqué la olla del arroz: quedaba para un plato, los granos se veían duros, envueltos en moho, requemados. Me los comí con la mano, fríos, correosos, y así seguí sentado un tiempo, ante la estufa. Desde mucho antes los Sobrevivientes no se aparecían por la casa, seguramente por la falta de comida, de atenciones. Tendrían que arreglárselas solos. Pero hacían falta sus maullidos y sus ojos, que me acercaban a Otilia, me acompañaban: pensar en ellos fue como invocar su recuerdo, palpable, en la cocina, donde un reguero de plumas, como los rastros de las fábulas, me condujo hasta mi habitación: allí, a los pies de la cama, yacían dos pájaros destrozados, y, encima de la almohada, restos de mariposas negras, ofrenda alimenticia que los gatos me dejaban. Esto me faltaba, pensé, que mis gatos me alimenten: si yo no me ocupaba de su almuerzo, ellos sí se ocuparían del mío. De no comer ese arroz, con el hambre que sentía no hubiese dudado en acabar de desplumar los pájaros y hornearlos. Recogí los pájaros, las mariposas, barrí las plumas, después quise dormir, me extendí bocabajo, creo que ya iba a dormir cuando un grito de mujer desde la calle me llamó, todo el mundo está gritando, dije, y salí de la casa como si me asomara al infierno.