¿Lunes? Otra carta de mi hija. Me la trae Geraldina, en compañía de Eusebito. No la abro, ¿para qué? «Ya sé lo que me dice», le explico a Geraldina, y me encojo de hombros, sonriéndome a mí mismo. Sí. Sonriendo y encogiéndome de hombros, ¿por qué no leo la novena carta de mi hija, aunque sea por cariño, aunque sepa de antemano qué me dice? Me pregunta por Otilia, y un día tendré que responderle. Hoy no. Mañana. ¿Y qué le diré? Que no sé, que no sé. La carta resbala de mis manos, es algo muerto, a mis pies. Estamos en el huerto de mi casa, sentados en mitad de los escombros, Geraldina recoge la carta y me la entrega, yo la guardo en el bolsillo, doblándola: entonces se aparece el rostro del niño frente a mí, se planta a mis ojos, igual que cuando yo me asomé a él, en la mesa.

—Usted me preguntó por ella —dice.

—Sí —le digo. Pero ¿quién es ella?, y descubro, ya muy lejos, en la memoria: Gracielita: los dos niños se encontraban prisioneros.

La cara del niño se pasma, es un recuerdo veloz, que nos sobrecoge a Geraldina y a mí, sin saber exactamente por qué:

—Estábamos viendo una mariposa —nos cuenta—. La mariposa voló, detrás, o alrededor, no la vimos, se fue: «Me acabo de tragar la mariposa», me dijo ella, «creo que me la tragué, sácamela», me dijo.

Ella abría la boca por entero, era otra, desfigurada por el miedo, las manos en las sienes, los ojos desorbitados de asco, la boca más y más abierta, una inmensa redonda oscuridad donde él creyó descubrir la mariposa iridiscente aleteando en un cielo negro, alejándose hacia adentro y más adentro. Le puso dos dedos encima de su lengua, y presionó. No se le ocurrió más.

«No hay nada», le dije. «Me la tragué, entonces», gritó ella. Iba a llorar.

Vio sus labios empañados del fino polvillo que desprenden las alas de la mariposa. Después vio emerger de entre su pelo la mariposa, revolotear un instante y remontarse al otro lado de los árboles, en el cielo límpido.

«Allí está la mariposa», le grité, «sólo te rozó con las alas».

Ella alcanzó a distinguir la mariposa desapareciendo. Contuvo las lágrimas. Con un suspiro de alivio comprobó de nuevo que la mariposa volaba lejos, se eclipsaba, lejos de ella. Sólo entonces se miraron por primera vez, y era que realmente se acababan de conocer —en pleno cautiverio—. Una burla recíproca los hizo reír: ¿jugaban y rodaban por su jardín?, juntas las caras, sin dejar de abrazarse, como si ya nunca más quisieran separarse, al tiempo que venían los hombres a llevárselos. Pero él se contemplaba los dedos, todavía húmedos de la lengua de Gracielita.

—Y Gracielita —pregunta Geraldina a su hijo, como si al fin cayera en cuenta de ello, o comprendiera a última hora que todo este tiempo sólo ha pensado en su hijo—, ¿por qué no la trajeron?

—Iba a venir, ya nos habían subido en el mismo caballo.

La voz del niño tiembla, quebrada por el miedo, el rencor:

—Llegó uno de esos hombres y dijo que era tío de Gracielita, y se la llevó. La hizo bajar del caballo, se la llevó.

—Sólo esto nos faltaba —me digo en voz alta—, que se aparezca Gracielita uniformada repartiéndonos plomo a diestra y siniestra, echando tiros en el pueblo que la vio nacer. —Y me lanzo a reír, sin lograr contener la risa. Geraldina me mira sorprendida, con reconvención; se aleja con su hijo de la mano. Atraviesan el boquete, desaparecen.

Yo sigo riéndome, sentado, el rostro en las manos, incontrolable. La risa me duele en el abdomen, el corazón.

¿Jueves? El alcalde Fermín Peralta no puede regresar a San José. «Estoy amenazado», informó, y nadie precisa por quiénes. Suficiente con saber que sigue amenazado, ¿para qué más? No hace mucho su familia abandonó el pueblo, a reunirse con él. Despacha ahora desde Teruel, un pueblo relativamente seguro —si se compara con el nuestro, sembrado de minas, y con la puntualidad de la guerra cada tanto.

El profesor Lesmes regresó únicamente a recoger sus cosas y despedirse. Estábamos con él, seis o siete parroquianos, en la tienda de Chepe, ocupando las mesas de afuera. Entre nosotros se encontraba Oye, distanciado pero alerta, su cerveza en la mano. Por lo visto, Lesmes había olvidado que la mujer de Chepe, y mi propia mujer, se hallan secuestradas:

—¿Sí supieron —nos preguntó casi feliz— que secuestraron un perro, en Bogotá?

Uno que otro se sonrió, admirado, ¿era una broma?

—Lo vi en el noticiero, ¿ustedes no lo vieron? —nos preguntó, sin recordar que nosotros, sin luz eléctrica, ya no teníamos acceso al aparato, y que acaso por ese mismo motivo charlábamos más, o hacíamos silencio común, tardes enteras, donde Chepe.

—Pedían tres millones —siguió contando—. La niña de la familia, la dueña del perro, lloraba por televisión. Decía que quería ser canjeada por su perro.

Para entonces ya nadie sonreía.

—¿Y cómo se llamaba ese perro? —preguntó Oye, extrañamente interesado.

Dundi —le dijo Chepe.

—¿Y? —lo apuró Oye.

—Un pura raza, un cocker español, qué más quieres que te diga, ¿el color?, ¿el olor?, era rosado, con puntitos negros.

—¿Y? —siguió Oye, realmente interesado.

Lesmes nos miró con resignación.

—Apareció muerto —finalizó.

Oye lanzó un tremendo suspiro.

—Es verdad —dijo Lesmes, contrariando la incredulidad de sus oyentes—, la noticia tuvo seguimiento. Faltaba eso, para el país.

Un silencio muy largo siguió a sus palabras. Lesmes pidió otra ronda de cervezas. La muchacha que atendía las sirvió, de mala gana. Lesmes explicó que viajaría en un convoy militar, de regreso a Teruel, y que de allí seguiría a Bogotá.

—Espero que no nos revienten en el camino —dijo. Y, de nuevo, el silencio, mientras bebíamos.

Yo iba a despedirme cuando volvimos a oírlo:

—Es este país —dijo, relamiéndose el escaso bigote—, si uno pasa lista, presidente por presidente, todos la han cagado.

Nadie repuso nada a sus palabras. Lesmes, que se veía con muchas ganas de hablar, se respondió a sí mismo:

—Sí —dijo—, a la hora del té cada presidente cagó las vainas, a su buena manera. ¿Por qué? Yo no lo sé, ¿quién va a saberlo? ¿Egoísmo, estupidez? Pero la historia descolgará sus retratos. Porque a la hora del té…

—Cuál té, maldita sea —se exasperó Chepe—, café, por lo menos.

—A la hora del té —siguió Lesmes, impertérrito, deslumbrado de sus mismas palabras—, nadie tiene fe. —Y bebió de un tirón su cerveza. Esperaba que alguien dijera algo, pero todos seguimos mudos—. San José sigue y seguirá desamparado —añadió—, lo único que recomiendo al mundo es largarse, y cuanto antes. El que quiera morir que se quede.

Seguía olvidándose del secuestro de la mujer de Chepe, que dio a luz en cautiverio. Chepe lo despidió en el acto, a su modo, con un grito, y pateó la mesa repleta de botellas.

—Primero lárguese usted de mi tienda malparido —le dijo, y se abalanzó. Vi, delante mío, los demás cuerpos separándolos. Oye sonreía a solas, expectante.

Pero Lesmes tiene razón: el que quiera morir, aquí está su tumba, donde pisa.

En cuanto a mí, no importa. Ya estoy muerto.

¿Sábado? También la joven médica abandona San José, igual que las enfermeras. Nadie sigue al frente del hospital improvisado. Y no han vuelto a visitarnos los camiones de la Cruz Roja, que aprovisionaban de combustible y alimentos a la población. Sabemos de otra escaramuza, a algunos kilómetros de aquí, por los lados de la cabaña del maestro Claudino. Hubo doce muertos. Fueron doce. Y de los doce un niño. No demoran en volver, eso lo sabemos, ¿y quiénes volverán?, no importa, volverán.

Los contingentes de soldados, que apaciguaban el tiempo en San José, por meses, como si se tratara de renacidos tiempos de paz, han disminuido ostensiblemente. En todo caso, con ellos o sin ellos los sucesos de guerra siempre asomarán, recrudecidos. Si vemos menos soldados, de eso no se nos informa de manera oficial; la única declaración de las autoridades es que todo está bajo control; lo oímos en los noticieros —en las pequeñas radios de pila, porque seguimos sin electricidad—, lo leemos en los periódicos atrasados; el presidente afirma que aquí no pasa nada, ni aquí ni en el país hay guerra: según él Otilia no ha desaparecido, y Mauricio Rey, el médico Orduz, Sultana y Fanny la portera y tantos otros de este pueblo murieron de viejos, y vuelvo a reír, ¿por qué me da por reír justamente cuando descubro que lo único que quisiera es dormir sin despertarme? Se trata del miedo, este miedo, este país, que prefiero ignorar de cuajo, haciéndome el idiota conmigo mismo, para seguir vivo, o con las ganas aparentes de seguir vivo, porque es muy posible, realmente, que esté muerto, me digo, y bien muerto en el infierno, y vuelvo a reír.

¿Miércoles? Dos patrullas del ejército, que operaban por separado, se atacaron, y todo eso debido a un mal informante, que dio aviso de la presencia de la guerrilla en las goteras del pueblo: cuatro soldados murieron y varios resultaron heridos. Rodrigo Pinto, nuestro vecino de montaña, llegó a visitarme, alarmado: me ha dicho que el capitán Berrío, en su vereda, en compañía de soldados, advirtió que si encontraba indicios de colaboradores iba a tomar medidas, y lo dijo de visita, rancho por rancho, interrogando no sólo a los hombres y mujeres sino a los niños de menos de cuatro años, que apenas saben hablar. «Está loco», me dijo Rodrigo.

—Y bien loco. No fue retirado de su cargo, como se pensaba —le digo—, yo mismo lo vi disparar a los civiles.

—Loco, pero eso no nos asombra —dice Rodrigo—. Lejos del pueblo, en la montaña, lo que nos asombra es que sigamos vivos.

Rodrigo Pinto, que me acompañó y ayudó a enterrar al maestro Claudino, una semana después que yo lo encontrara decapitado, muerto en compañía de su perro, en la montaña azul, donde todavía se ven círculos de gallinazos alrededor, me jura que a pesar de los pesares no va a abandonar la montaña, y que su mujer está de acuerdo. «Allá seguiremos», dice. Hablamos al borde del acantilado, en las afueras del pueblo, donde Rodrigo escogerá el desecho que lo llevará a su montaña. Me repite que no se va, como si quisiera convencerse de eso, o como pretendiendo que yo lo reafirme en ese propósito, en la posible mortal terquedad de quedarse. «Otra montaña sería mejor», dice, «todavía lejos, más lejos, mucho más lejos». Sacó de su mochila un frasco de aguardiente y me ofreció. Atardecía. «¿Sí ve esa montaña?», me preguntó, señalando el pico lejano de otra montaña, en mitad de las demás, pero mucho más lejos, tierradentro: «Allá voy a irme. Es lejos. Pues mejor. Me voy hasta su cima, y nadie me vuelve a ver, jueputa. Tengo un buen machete. Sólo necesito llevar una marrana preñada, un gallo y una gallina, como Noé. Y mi mujer quiere acompañarme, la yuca no faltará. ¿Sí ve la montaña, profesor, sí la distingue? Montaña bella, productiva. Esa montaña puede ser mi vida. Es que mi padre nos levantó en las montañas. Por ahora seguiré en la montaña vecina, profesor. Usted la conoce, usted ha ido, usted sabe que allá vivo con mi mujer y mis hijos; ya nos nació el otro, ya somos siete, pero así sea con yuca y cacao vamos a sobrevivir. Allá lo espero, cuando tenga a su Otilia con usted. Después nos iremos todos, ¿por qué no nos vamos todos?». Bebemos de nuevo, hasta el fin, y Rodrigo arroja el frasco vacío por la cañada. Pero todavía no se va: pétreo, los ojos puestos en la montaña distante. Oprime con fuerza su sombrero blanco entre los dedos, lo retuerce: es su gesto característico. Al fin se rasca la cabeza, y su voz cambia: «Soñar no cuesta nada» dice, y, casi de inmediato: «despertar», y nos echamos a reír, los dos. Fue en ese momento cuando se apareció el soldadito; era, en efecto, un muchacho, casi un niño uniformado. Seguramente había estado todo ese tiempo al lado nuestro, sin que nosotros reparáramos en él. Pero se veía ofuscado, y tenía el dedo en el gatillo, aunque la boca del fusil apuntaba a tierra. «¿De qué se ríen?», nos preguntó, «¿por qué se ríen? ¿Tengo cara de chistoso?». Rodrigo y yo nos miramos boquiabiertos. Y volvimos a reír. Inevitable. «Amigo», le dije al soldado, y sufrí, en mis ojos, sus ojos opacos, afilados, «ahora no nos vaya a decir que no podemos reír». Le di un fuerte apretón de manos a Rodrigo, despidiéndome. Rodrigo se caló el sombrero blanco y enfiló por el desecho, sin volverse a mirar. Un largo camino le aguardaba. Yo regresé a mi casa, con el soldado detrás, en silencio. Sentí que vigilaban a Rodrigo, y, de paso, me vigilaban a mí. A sólo una cuadra de mi casa otro grupo de soldados salió a mi encuentro, ¿volverían a detenerme, como la vez que madrugué demasiado?

—Déjenlo seguir —oí la voz del capitán Berrío.

¿Martes? Son otros los que se van: el general Palacios y su «tropa» de animales. Oye nos dijo donde Chepe que presenció en la base la evacuación de los más valiosos animales del general Palacios, en helicóptero. Desde la llegada de este general, a quien casi nunca vimos, nos enteramos que se ha dedicado en cuerpo y alma a formar un zoológico; un zoológico que nunca conocimos, o que sólo distinguimos fotografiado en blanco y negro, entre las páginas de un periódico dominical. Y leímos que se trataba de 60 patos, 70 tortugas, 10 babillas, 27 garzas, 5 alcaravanes, 12 chigüiros, 30 vacas para ordeño y 190 caballos en las cien hectáreas de la guarnición militar de San José, bajo la custodia del general y sus hombres. Que militares enfermeros atienden a este contingente bípedo y cuadrúpedo. Que todas las mañanas, en compañía de su perro de raza traído de Estados Unidos, el general recorre la guarnición para supervisar de cerca sus animales. Que una guacamaya fue de su predilección: tan consentida que se designó a un oficial como responsable de su alimentación, pero tan inquieta que murió electrocutada en las rejas que rodean la guarnición. Desde que era coronel, Palacios se dedica a los animales. Asegura también que ha sembrado más de cinco mil árboles, «Como si los hubiese sembrado él solo», nos dice Oye, y nos dice además que vio a Hortensia Galindo y sus mellizos abandonar el pueblo en uno de esos helicópteros de carga, repleto de animales.