En varias ocasiones Marcos Saldarriaga se refirió al médico Orduz como un colaborador de la guerrilla: acaso por eso los paramilitares quisieron llevárselo a la fuerza, para pedirle cuentas, o pretender sus servicios: decían bromeando sus pacientes que Orduz sabía usar su bisturí como el mejor asesino. En todo caso el mal estaba hecho y no cesaron las amenazas, directas o veladas, en contra del médico, estorbándole la vida. Se decía, absurdamente, que prestaba los cadáveres del hospital con el fin de traficar, dentro de ellos, la cocaína, que era un hombre clave en el contrabando de armas para la guerrilla, y disponía de las ambulancias a su antojo, llenándolas al tope de cartuchos y fusiles. Orduz se defendía con la imperturbable sonrisa; atendía al general Palacios, era amigo de soldados y oficiales, sin importar su rango: nadie se quejaba de su eficacia de médico. Y, sin embargo, el mal estaba hecho, porque sea cual sea la verdad moriría bajo el fuego de la guerra.
Un mal parecido le ocurrió a Mauricio Rey, también a cargo de Saldarriaga. Desde muchos años antes eran enemigos políticos, desde que Adelaida López, primera esposa de Rey, se presentara como candidata a la alcaldía. Era una mujer emprendedora y clara como el día, según decían sus consignas, y sí, como una excepción a la regla, las consignas decían la verdad: clara como el día, emprendedora: acaso por eso mismo resultó asesinada a bala y garrote: cuatro hombres, todos portando armas de fuego, uno de ellos con un garrote en las manos, llamaron a casa de Rey: le pidieron a su mujer que saliera a la calle. Ambos se negaron. Empezaba la noche, y también uno de los crímenes más dolorosos de que se tenga recuerdo en este municipio —como señalan los periódicos—: Los hombres se cansaron de esperar, entraron en la casa y sacaron a Adelaida por la fuerza, junto con Mauricio. El del garrote empezó a golpear a la mujer en la cabeza mientras Mauricio permanecía en el piso bocabajo, encañonado. Su hija única, de trece años, salió detrás de sus padres. Le dispararon a madre e hija. La menor murió en el acto, al tiempo que Mauricio alzaba en brazos a su mujer y la llevaba al hospital donde minutos más tarde falleció, luego de los inútiles esfuerzos de Orduz —que procuró salvarla hasta el último momento—. También absurdamente, desde entonces, la amistad del médico y Mauricio se resquebrajó, y todo porque Mauricio, en sus más amargas borracheras, no dudaba en fustigar y reprochar al médico, de manera injusta, pero desesperada, tildándolo de inepto.
Uno de los asesinos, detenido semanas más tarde, aceptó ser miembro de las Autodefensas de la región. Dijo que sus jefes se reunieron en tres oportunidades para planear el crimen, porque la mujer de Rey tomaba fuerza en sus aspiraciones a la alcaldía, y porque públicamente se negó a tener acercamientos con los paramilitares de la zona: el plan contó con la participación de un ex diputado, dos ex alcaldes, y un capitán de la policía. Aunque en ningún momento el asesino mencionó el nombre de Marcos, siempre se pensó que Marcos tenía que ver con el asunto. Por eso mismo Rey no se recuperó jamás de los crímenes cometidos en su familia y se dedicó a beber sin remedio, y en cualquier momento de cualquier borrachera recordaba que Marcos había difamado a su esposa más de una vez, y que era culpable. Años después volvió a casarse, y tampoco eso lo salvó de la memoria; nunca se explicó él mismo por qué no lo mataron el día que mataron a su mujer y a su hija, aunque advirtió permanentemente que tarde o temprano intentarían desaparecerlo. Muchos ironizaban a sus espaldas, arguyendo que se fingía borracho perdido para que lo compadecieran.
Todos estos hechos hicieron de Marcos Saldarriaga el hombre invulnerable de San José, porque parecía entenderse con la guerrilla, los paramilitares, los militares, los narcotraficantes. Eso explicaba el origen de su dinero, que debía tener múltiples orígenes: colaboró con grandes sumas en las actividades humanitarias del padre Albornoz, entregó millones al alcalde, para obras de beneficencia —que según Gloria Dorado el alcalde desvió en su propio favor—, millones al general Palacios, para su programa de Protección de Animales, proveyó de uniformes y avío a los soldados de la guarnición, les organizó fiestas descomunales, y empezó a comprar tierras a los campesinos, desaforado, por las buenas o las malas: daba la suma que él consideraba, y el propietario que no accediera desaparecía, hasta que le correspondió desaparecer a él mismo, quién sabe a manos de quién, de qué fuerzas (el difunto maestro Claudino, que fue llevado con él, nunca lo comprobó, nunca supo quiénes eran, ni les preguntó), lo cierto es que Saldarriaga desapareció dejando detrás suyo un reguero de odios, pues nadie, en últimas, lo estimaba —aparte de su amante y su mujer, posiblemente—, ni siquiera sus escoltas y mayordomos, que en lugar de llamarlo Saldarriaga lo llamaban «Saporriaga», lo que no impidió, durante cuatro años, que el pueblo de San José se presentara cada 9 de marzo en casa de Hortensia Galindo, a dolerse de su desaparición, comer y bailar.
En mi sueño me pareció que entraba en una casa sin techo, donde el médico y Mauricio, en el patio, sentados uno frente a otro, conversaban; el viento a raudales se regaba desde arriba, como ríos, y me impedía oír qué hablaban, y, sin embargo, yo sabía que era algo que me concernía sólo a mí, que en cualquier instante se iba a decidir mi suerte, que en realidad los dos me confundían con alguien, ¿con quién?, de pronto lo comprendía: ambos se encontraban convencidos de que yo era Marcos Saldarriaga, y así era: en un espejo de cuerpo entero que brotaba repentino a mi lado como un ser vivo mirándome yo me veía con la cara y el cuerpo de Marcos Saldarriaga, el desmesurado y aborrecible cuerpo, «Quién me cambió de cuerpo» les decía. «No te nos acerques, Marcos» gritaban, sus voces casi físicas golpeando en el aire. «Me confunden con Marcos» les decía, pero me pedían que no me acercara, me despreciaban. Otros hombres entraban, muchos, desconocidos, sombras armadas: venían por mí, a desaparecerme, y no podía esperar ayuda de Rey, ni del médico, sentía que para ellos era yo el delator, el que señalaba, «Yo no soy Marcos» les gritaba, y los muertos —porque también en mi sueño los dos estaban muertos— insistían en confundirme con Marcos, ¿o era yo realmente Marcos Saldarriaga y aguardaba ser ajusticiado, sin esperanzas?, fue mi última duda, la duda intolerable de los sueños, al tiempo que se remontaban las voces del médico y Mauricio, culpándome, y todavía no escapaba de sus voces cuando llegó a libertarme la voz de Geraldina:
—Profesor, despierte. Está gritando.
Amanecía:
—Profesor no sufra tanto.
De modo que era cierto: allí, ante mí, en la puerta, dentro de mi huerto, dentro de mi casa, dentro de mi cuarto, vestida de negro, aunque por fin con una pañoleta azul-celeste en la cabeza, sobrevivía Geraldina, y a su lado su hijo, de pie, pero dormido.
—Profesor, pensé que no se encontraba en la casa. Lo estuve llamando desde el huerto, perdóneme si lo molesté.
—Era una pesadilla.
—Me di cuenta, lo oí. Decía que usted no era Marcos Saldarriaga.
—Y no lo soy, ¿cierto?
Me observó, alarmada.
Salí de debajo de las sábanas; me había dormido con la ropa puesta. Sentado al borde de la cama, recordé que era un viejo cuando me incliné a buscar mis zapatos: la torpeza y un repentino agujazo en la espalda me paralizaron; ella me pasó los zapatos, anticipándose, porque yo hubiera podido caerme. Me quedé con mis zapatos en la mano, ¿ahora no sería capaz de ponérmelos? Claro que sí: Geraldina, Geraldina en mi cuarto, despertándome, su aparición.
—Usa usted cobijas —se asombró—, y cuántas, ¿no se quema, con este calor?
—La vejez las enfría —le dije.
La imaginé durmiendo, a pesar mío: desnuda, sin cobijas.
—Venga a desayunar con nosotros, profesor, ¿por qué no ha querido visitarnos como antes?
¿Por qué no he querido? Ignoro la respuesta, porque no logro, o no quiero, afrontarla. Avanzo detrás de Geraldina, intentando vanamente desconocer su perfume que asedia, mis ojos explorando involuntariamente su espalda enlutada, y en todo caso sorprendiendo, detrás del luto, las piernas, las sandalias, el rutilante movimiento de su cuerpo, su vida entera difundiendo y proclamando, detrás de los velos de la fatalidad que le tocó padecer en este mundo, el acaso inclemente deseo de ser poseída cuanto antes, aunque sea por la muerte (¿yo mismo?) para olvidarse un instante del mundo, aunque sea por la muerte.
Yo mismo.
Así avanzamos en silencio, rodeamos la piscina vacía, sucia de cáscaras, pepas de naranja, estiércol de pájaro. Cierro por un segundo los ojos, porque no quiero recordar a Geraldina desnuda, porque debe ser por eso, sobre todo, que no quiero verla; me resulta doloroso, agotador, sin esperanzas, en mitad de la desaparición de Otilia, atestiguar que mi mente y mi carne se conmueven y padecen por la sola presencia de esta mujer sola en el mundo, Geraldina, su voz o su silencio, aunque la sorprenda de luto, ensombrecida, de luto —cuando se supone que su marido aún no ha muerto.
Nos sentamos a la mesa, ante una vajilla de porcelana que encandila; el sol impregna el comedor. Descubro de pronto que allí se encuentra esperándonos Hortensia, la mujer de Marcos Saldarriaga, como la continuación de la pesadilla: preside la mesa, y, de entrada, me habla con voces tan lastimeras, y suspira tanto que ya muy tarde me arrepiento de aceptar la invitación al desayuno.
—Cuídese, profesor —dice—, que cuando vuelva Otilia no lo vea así, desarreglado. —Se queda un momento observándome—: Porque Dios la ayudará a regresar. Si Otilia murió, ya la hubieran encontrado. Eso quiere decir que sigue viva, profesor, lo sabe el mundo —extiende el brazo y posa la mano gorda y pequeña, blanquísima, un instante, en mi mano—, mire, yo le hablo con franqueza: si se llevaron a mi esposo, que no podía caminar de lo gordo que era, el doble de gordo que yo —aquí sonríe, afligida—, cómo no podían llevarse a Otilia, que no era, o no es, perdón, ni tan vieja ni tan gorda. Espere noticias suyas, llegarán, tarde o temprano. Ya le dirán cuánto quieren. Pero, mientras espera, usted atiéndase, profesor, ¿por qué no se corta el pelo?, no pierda la fe, no se olvide de comer y de dormir, yo sé por qué se lo digo.
La mesa está servida; no parece incluir un desayuno normal, sino el almuerzo y la comida. El niño se sienta al lado mío, los ojos idos, el gesto de un muerto en vida: es más terrible mirarlo, porque es un niño.
Geraldina me señala la mesa.
—Fíjese, profesor. Hortensia nos regala estas langostas.
—Langostas que a mí me regalaron —replica Hortensia, como si se excusara, y veo que traga saliva—. Fue el recuerdo de un almuerzo con el general Palacios. Le enviaron por su cumpleaños ciento veinte langostas vivas. Traídas de Canadá, vivas. Supongo que viajarían con todos los cuidados.
—Y hay plátano aborrajado, profesor —interrumpe Geraldina—. Este plato sí lo hice yo. Usted sabe, profesor, se prepara con un plátano muy maduro, de ese tan negro que ya destila miel, se pone a fritar, después de rellenárselo con queso, de pasarlo por una coladilla de huevos, leche y harina…
—Sólo un café negro —le digo a Geraldina—, por favor.
No sé de qué me hablan estas mujeres. No siento el menor apetito. La única excusa que encuentro para ocultar el cansancio de todo y de todos es dirigirme al niño, fingir que me intereso por él. A fin de cuentas, ¿no se desvaneció mi vida rodeado de niños, lidiando con ellos, alegrándome y padeciendo por ellos? Ahora me encuentro con él. Lo recuerdo rodando en los jardines de su casa, su memoria de juegos, de felicidad, ¿por qué no habla? Ya ha pasado un tiempo suficiente, ¿no es un niño demasiado consentido, ahora?, ¿no merece mejor una reprimenda, un grito por lo menos que lo saque de la ensoñación? Tiene un turrón de pina en la mano, que se dispone a comer. Eso sí, ha engordado, igual que antes, o tal vez más. Yo le quito el turrón de las manos, para sorpresa suya, para sorpresa de su madre, y le digo: «Y Gracielita, dónde está». Me mira estupefacto, por fin mira a alguien, creo. «Bueno», le digo, poniendo mi cara casi encima de la suya, «ahora te toca a ti hablar. Qué fue de Gracielita, qué pasó».
El solo nombre de Gracielita lo remece. Me mira a los ojos, me entiende. Geraldina ahoga un grito con su mano. Pero el niño sigue sin decir palabra, aunque no deja de mirarme. «Y tu papá» le pregunto, «qué fue de tu papá, cómo quedó». Los ojos del niño se encharcan, ahora sólo falta que empiece a llorar, y sí, será lo mejor, la excusa lamentable para levantarme de esta mesa disparatada. El niño mira entonces a la gordísima Hortensia Galindo, que ha detenido su mano encima de una de las langostas. Después busca a su madre, y por fin parece reconocerla. Entonces dice, como si se lo hubiese aprendido de memoria:
—Mi papá me dijo que te diga que nos vayamos los dos de aquí que lo recojas todo que no esperes un día así me dijo que te diga mi papá.
Las dos mujeres lanzan una exclamación.
—¿Irnos? —se asombra Geraldina. Ha rodeado la mesa para venir a abrazar a su hijo—. ¿Irnos? —repite, y hunde el rostro, los sollozos, en el pecho de su hijo. Pero luego parece pensarlo con detenimiento, mientras nos observa a Hortensia y a mí. Encuentra, seguramente (lo descubro en sus ojos esperanzados) razones y permiso para irse—. Gracias, profesor, por hacerlo hablar —balbucea, y llora sin desenlazarse de su hijo, lo que no impide que Hortensia empiece a comer. Yo descubro la jarra de café. Me sirvo una taza. He esperado mucho este momento.
—¿Te acuerdas de mí?
El niño asiente. Esta vez soy yo el que se desploma por dentro.
—¿Te acuerdas de Otilia?
Me vuelve a mirar como si no me comprendiera. Yo no voy a derrotarme.
—Tú te acuerdas de ella, te regaló una cocada una mañana. Más tarde regresaste a pedir otra cocada y ella te regaló cuatro más, para tu papá, tu mamá, Gracielita, y la última para ti, te acuerdas, ¿no?
—Sí.
—¿Te acuerdas entonces de Otilia?
—Sí.
—¿Estaba Otilia allá donde se llevaron a tu padre?, ¿estaba Otilia con Gracielita, contigo, con los desaparecidos?
—No —me dice—. Ella no.
El silencio es absoluto, alrededor. Veo sin querer una langosta, rodeada de arroz, tajadas de plátano. Me disculpo con las mujeres. Siento las mismas náuseas que cuando bajé de la cabaña del maestro Claudino. Vuelvo por el huerto hasta mi casa, a mi cama, de donde me sacaron, y me extiendo bocarriba, como si ya me dispusiera a morir, ahora sí, y solo, a plenitud, aunque maúllen a mi lado los Sobrevivientes encorvados encima de la almohada, «¿Qué día es?», les pregunto, «perdí la cuenta de los días, ¿cuántas cosas han pasado sin que nos diéramos cuenta?», los Sobrevivientes abandonan el cuarto, me quedo más solo que nunca, ahora sí definitivamente solo, es cierto, Otilia, perdí la cuenta de los días sin ti.