Son dos cartas de mi hija. No las leo en la oficina de correos, y regreso otra vez a mi casa, como si Otilia me esperara allí, para leerlas. Al llegar encuentro a varios niños agazapados en círculo sobre la tierra, al filo del andén. Les pido permiso para pasar, pero siguen quietos, las cabezas casi tocándose. Me asomo por encima y descubro las manos de los niños extendidas, delgadas y morenas en torno a la granada de mano. «La granada», me grito, «sigue aquí».

—A ver —les digo.

El mayor de los niños se decide, aferra la granada y salta para atrás. Los demás hacen lo mismo. Los he asustado. «No puede ser» pienso, guardándome las cartas de mi hija en el bolsillo, «voy a estallar antes de leer tus cartas, María». Alargo las manos, pero el niño no parece dispuesto a entregarme la granada: «No es suyo», me dice. Los demás voltean a mirarme, a la expectativa. Saben muy bien que si echan a correr yo no podría alcanzarlos nunca. «Tampoco tuyo» le digo, «de ninguno. Dame, que estalla, ¿es que quieres estallar como ese perro que enterraron con honores?». Ruego por dentro que este niño se encontrara entre quienes presenciamos el entierro del perro con honores, a un lado del mismo cementerio, cuando tocaron las cornetas. Y sí, debe saber muy bien a qué me refiero porque de inmediato me la entrega. De algo sirvió ese entierro público. Los otros niños retroceden sólo unos pasos, alejándose de mí, pero sin dejar de rodearme. «Váyanse» les digo, «déjenme solo con esto». No me dejan, me siguen —a prudente distancia, pero me siguen—, ¿y yo, adonde?, avanzo por las calles con una granada en la mano, acompañado de niños. «Que se vayan» les grito, «no sigan detrás, esto nos estalla a todos». Continúan, impertérritos, y hasta me parece que salen de las casas más niños que se interrogan a susurros con los primeros, y permanecen a mis espaldas, inconmovibles, ¿de dónde asoman tantos niños?, ¿no se fueron? Por fin oigo la voz aterrada de un hombre: «Bote eso bien lejos, profesor, qué hace». Después el eco de otra voz, de mujer, espantando a los niños: «A sus casas» les grita. Los niños no la obedecen. Mudos, impasibles, esperan seguramente a que un viejo estalle ante ellos, sin suponer jamás que también ellos estallarían. Las puertas de más casas se abren, la voz de mujer da ahora chillidos. Yo voy directo al acantilado. Rebaso la fábrica de guitarras abandonada. Cruzo frente a la casa de Mauricio Rey, casi al trote. Me detengo al borde del acantilado. Ahora los niños se acercan demasiado, incluso uno de ellos, el más pequeño, desnudo de la cintura para abajo, me tiene aferrado por la manga, «Vete de aquí», le digo. El sudor me obliga a cerrar los ojos. Estoy seguro que cuando levante el brazo y arroje la granada, sólo por la fuerza que tendré que hacer para arrojarla, estallará en mi mano y reventaré, rodeado de niños, acompañado por un montón de niños, Dios sabe que alguien en el pueblo se reirá de esto tarde o temprano: al estallar el profesor Pasos se llevó con él un buen número de niños —me digo, notando la dura superficie de la granada en mi mano, un animal con fauces de fuego que me disolverá en un soplo, si me encontrara solo, por lo menos, esto resultaría indoloro, no tendría que esperar por ti, Otilia, ¿no te dije que yo sería el primero?—, los niños permanecen detrás mío, hago un vano y último intento por que se alejen, procuro espantarlos con gestos, y, por el contrario, se agrupan más en torno a mí, voces de mujeres y de hombres los llaman a lo lejos, yo elevo el brazo y arrojo el animal al acantilado, oímos el estampido, nos encandilan los diminutos fogonazos que saltan desde el fondo, las luces pintadas que trepan fragorosas por la rama de los árboles, al cielo. Yo me vuelvo a los niños: son caras felices, absortas —como si contemplaran fuegos artificiales.

Regreso a la casa, por entre rostros de mujeres congestionadas; se han enterado demasiado tarde y vienen por sus hijos, algunas los abrazan, otras los reprenden, emplean la correa, como si ellos tuviesen la culpa, pienso, oyendo que los hombres me interrogan, pues ahora son hombres y mujeres los que me siguen, «¿Dónde estaba esa granada, profesor?». «En mi calle», y, por dentro, me carcome esta vergüenza que aún no soy capaz de admitir: olvidar esa granada durante meses: las hierbas debieron crecer alrededor, cubriéndola —pienso, para justificarme—, haciéndola parecer una flor gris, sepultándola. Hombres y mujeres vienen conmigo hasta mi casa, y entran conmigo, como a su casa, ¿qué celebramos?, ¿a quién derrotamos?, es mejor así, hacía tiempos que nadie entraba en esta casa como a un jolgorio intempestivo, ¿y si Otilia saliera de pronto de la cocina?, me felicitan, alguien corea mi nombre, se enteran las demás gentes, en un minuto; yo sólo quisiera sentarme a leer las cartas de mi hija, pero a solas. Imposible. Ahora llegan Chepe y los que bebían en la tienda. Uno de ellos me extiende una copa de aguardiente, que yo bebo sin respirar. La gente aplaude. Noto que mi mano tiembla, ¿es que tenía miedo?, claro que tuve miedo, estoy orinado —descubro, pero no por el miedo, me repito, es la vejez, simple vejez—, y me encierro en mi cuarto, a cambiarme de ropa. Allí ninguna vergüenza me invade, no tengo culpa de perder la memoria, de eso ningún viejo tiene la culpa, me digo. Me he puesto otro pantalón y así me quedo, sentado en la cama, las cartas en mi mano, reconozco de nuevo la letra de mi hija, pero quiero leer a solas, tendré que despedir a estos amigos, «Qué ocurre, profesor» me gritan del otro lado, «salga a atendernos», y ríen y aplauden cuando salgo, «profesor, ¿no tiene música?».

En el huerto los mismos niños que encontraron la granada se pasean, seguramente a la búsqueda de más granadas que alarguen la fiesta, en realidad admirados del árbol partido por la mitad, del naranjo carbonizado, de los escombros de la fuente de peces, las flores marchitas en los despojos —se entristecerá Otilia cuando vuelva, porque olvidé regar sus flores—. Varias vecinas se apoderan de la cocina, encienden la estufa de carbón y preparan café para todos, «¿De qué se alimenta usted, profesor?, Dios tendrá que apiadarse, Otilia volverá, tenga fe, nosotras rezamos por ella todos los días». Los dos Sobrevivientes, amedrantados, contemplan a la muchedumbre desde el muro. Por entre el boquete distingo la figura de negro de Geraldina, acompañada de su hijo enmudecido. Algunas comadres le cuentan de la granada. De nuevo me ofrecen un trago, que bebo otra vez, de un tirón. De verdad —le digo a Chepe en secreto, como si se lo gritara—, me hubiera gustado estallarme, pero solo. «Lo entiendo, profesor, lo entiendo», me dice él, los ojos enrojecidos. De entre las mujeres se adelantan Ana Cuenco y Rosita Viterbo, me llevan aparte un instante, con ellas. «Profesor, ¿por qué no se va con nosotras, con nuestras familias?», me preguntan. Yo les digo que adónde. «A Bogotá», me dicen. Yo les digo que no entiendo. «Se lo suplicamos, profesor, ya lo tenemos todo listo, hoy mismo nos vamos. En Bogotá podrá esperar por Otilia, desde allá ventilará mejor las cosas. O váyase donde su hija, pero váyase cuanto antes, deje este pueblo». «Claro que no me voy» les digo, «no se me había ocurrido». Después de algunos rodeos me dicen que quieren comprar, para llevárselo de recuerdo, nuestro antiguo San Antonio de madera. «Es milagroso, y, en todo caso, nosotras se lo guardaremos a Otilia mejor de lo que usted puede hacerlo». «¿Milagroso?», les digo, «pues aquí se le olvidaron los milagros», y les regalo el San Antonio de madera, «pueden llevárselo cuando quieran». Ellas no se hacen de rogar, conocen muy bien el camino. Con extremada cautela, me parece, desaparecen con la pequeña estatua del San Antonio, acunada en sus brazos como un niño, justo cuando ya empiezo a dudar y preguntarme si Otilia estaría de acuerdo con mi decisión de regalarlo, pero no alcanzo a llamarlas: en ese momento la gente abre campo a alguien, y se distancian de mí, como si me señalaran.

Es la joven periodista, el camarógrafo, dos oficiales.

—Permítame felicitarlo —me dice ella, y extiende una mano suave, demasiado, con la que me atrae blandamente. Y me ha dado un beso en la mejilla, sin soltarme la mano: es la misma sonrisa con que empieza a presentar sus programas. El camarógrafo dispone su cámara, se inclina un instante sobre el aparato, oprime uno de los botones, «Sólo dos preguntas, profesor» sigue diciendo ella. Huele a jabón, como si se hubiese acabado de bañar, ¿por qué esta vez el olor a jabón de una mujer me descompone? Es bella, el pelo rojo y mojado, el blanco sombrero en la mano, pero no parece real, a mi lado. Ella y su camarógrafo se me antojan de otro mundo, ¿de qué mundo vienen?, se sonríen con rara indiferencia, ¿son los anteojos oscuros?, quieren acabar pronto, se nota en sus ademanes, ella vuelve a decirme algo, que ya no escucho, no quiero escuchar, hago un esfuerzo por entenderla, está simplemente cumpliendo con su trabajo, podría ser mi misma hija trabajando, pero no puede ser mi hija, no quiero ni puedo hablar: doy un paso atrás, con un dedo me señalo la boca, una, dos, tres veces, indicándole que soy mudo. Ella ha entreabierto la boca, y me mira sin creerlo, pareciera que va a reír. No. Algo como la indignación la alienta: «Qué señor maleducado», dice.

—Hoy el profesor ha decidido ser mudo —grita alguien.

Lo sigue una explosión de risotadas. Voy hasta mi cuarto, cierro la puerta, y allí me quedo, de pie, la frente apoyada contra la madera, oyendo cómo lenta y progresivamente las gentes se van. El cercano maullido de los Sobrevivientes me alienta a salir. No hay nadie en la casa, pero han dejado abierta la puerta, ¿qué horas son?, no se puede creer: atardece. Ni siquiera el hambre me avisa del tiempo, como antes. Tengo que acordarme de comer. Debo olvidarme, seguramente, porque no hay luz eléctrica. Voy hasta la entrada de la casa, al andén, y allí me hundo en la silla de Otilia, a esperarla, mientras leo las cartas de María, a la última luz del atardecer. En las dos cartas nos dice lo mismo, acaso demasiado tarde: que vayamos a vivir con ella, a Popayán, que su marido está de acuerdo, que lo exige. Que tú le escribas, Otilia, que por qué dejaste de escribir. Ahora tendré que escribir por ti. Y qué le digo. Le diré que Otilia está enferma, que no puede escribir y manda sus saludos, será una mala noticia —pero con un resto de esperanza, mil veces mejor que decir que lo peor es cierto, que su madre está desaparecida—. Todavía no queremos irnos, le diré, ¿para qué irnos, a estas alturas?, serían tus propias palabras, Otilia: en todo caso gracias por el ofrecimiento y que Dios los bendiga, tendremos en cuenta lo que nos brindan, pero es de pensar: necesitamos tiempo para dejar esta casa, tiempo para dejar lo que tendremos que dejar, tiempo para guardar lo que tendremos que llevar, tiempo para despedirnos para siempre, tiempo para el tiempo. Si nos hemos quedado aquí toda una vida, ¿por qué no unas semanas?, nosotros aquí seguiremos esperando a que esto cambie, y si no cambia ya veremos, o nos vamos o nos morimos, así lo quiso Dios, que sea lo que Dios quiera, lo que se le antoje a Dios, lo que se le dé la gana.