Parecía otro domingo en San José, ya avanzada la mañana: todos van a donde vienen, me dije idiotizado, porque ninguna de las caras que salían a mi paso era la de Otilia. La misma Gloria Dorado, a la entrada del pueblo, me lo dijo sin decírmelo: «Tenga fe», me dijo. No lejos de la carretera, a medio centenar de metros, en el pozo, se bañaban algunos soldados; lavaban su ropa, bromeaban.

Cerca de la plaza, en el edificio rectangular que antes fue «el mercado», se oyen voces de hombres que discuten, proponen, rechazan. Alguien habla por un altavoz. Entro, pero la cantidad de cuerpos agolpados en el corredor me impide avanzar. Allí siento por primera vez el calor del mediodía. Desde allí escucho la discusión, incluso distingo, en lo hondo del salón, en el centro de la totalidad de las cabezas, las cabezas del padre Albornoz y el alcalde. Habla el profesor Lesmes: propone desalojar el municipio «para que los militares y la guerrilla encuentren vacío el escenario de la guerra» dice. Replican las voces, a gritos, a murmullos. Unos piensan que deben tomarse la carretera como protesta hasta que el gobierno aparte a la policía de San José. «Sí», dice Lesmes, «por lo menos que retiren las trincheras del casco urbano, y que cesen los asaltos a la población». Informan que el ataque ya ha dejado cinco militares, tres policías, diez insurgentes, cuatro civiles y un niño muertos, y al menos cincuenta heridos. No se ve un consenso en la reunión, ¿y qué me importa?, tampoco Otilia se ve; quiero retirarme, pero el compacto grupo de cuerpos recién llegados a mis espaldas me lo impide; en vano intento abrirme paso; todos sudamos, nos contemplamos anonadados, el alcalde descarta las propuestas, pedirá desde ya al gobierno nacional que inicie un diálogo con los alzados en armas, «Tenemos que solucionar este problema de raíz», dice, «ayer fue en Apartado, en Toribio, ahora en San José, y mañana en cualquier pueblo». «El desalojo del pueblo es lo que piden», interviene el padre Albornoz, «ya me lo hicieron saber». «No podemos abandonarlo» replican enardecidos varios hombres, «aquí la gente tiene lo poco que ha conseguido con esfuerzo, y no lo vamos a dejar tirado». «El desalojo no es la salida» determina el alcalde, y, sin embargo, no es posible ignorar la alarma recóndita por otro asalto inminente al casco urbano, quién iba a suponer que también nos ocurriría a nosotros, dicen aquí, dicen allá, lo repiten: hace años, antes del ataque a la iglesia, pasaban por nuestro pueblo los desplazados de otros pueblos, los veíamos cruzar por la carretera, filas interminables de hombres y niños y mujeres, muchedumbres silenciosas sin pan y sin destino. Hace años, tres mil indígenas se quedaron un buen tiempo en San José, y debieron irse para no agravar la escasez de alimentos en los albergues improvisados.

Ahora nos toca a nosotros.

«Mi casa quedó patas abajo» grita alguno, «¿quién me la va a pagar?». Se oyen risas desconsoladas. El padre Albornoz inicia una oración: «En la bondad de Dios» dice, «Padre nuestro que estás en los cielos…». Cesan las risas. Pienso en Otilia, mi casa, el gato muerto, los peces, y, de un instante a otro, mientras transcurre la oración, logro por fin salir como sostenido por todos los cuerpos, que me empujan hacia la puerta, ¿es que nadie quiere rezar? Afuera se oye el grito de Oye, el vendedor de empanadas: su eco rebota entre la calle que hierve. Camino maquinalmente en dirección a la plaza. Un grupo de hombres, entre los que se encuentran varios conocidos, hace silencio cuando me aproximo. Me saludan con inquietud. Hablan del capitán Berrío, separado temporalmente de su cargo para iniciarse una investigación, «Le harán consejo de guerra, y terminará de coronel en otro pueblo, como premio por disparar a los civiles» predice el viejo Celmiro, más viejo que yo, y tan amigo que evita mirarme a los ojos, ¿por qué te asustas de verme, Celmiro?, sientes lástima, te compadeces, pero decides en todo caso retirarte, rodeado de tus hijos.

Las voces me advierten que el pueblo ha sido sembrado de minas alrededor: será imposible salir del pueblo sin riesgo de volar por los aires, ¿en dónde estaba usted, profesor?, todas las orillas de San José las han plantado de quiebrapatas de la noche a la mañana, ya han desactivado unas setenta, ¿pero cuántas quedan?, carajo, dicen las voces, son tarros de lata, cantinas de leche llenas de metralla y excremento, para corromper la sangre del afectado, qué verriondos, qué vergajos, las voces hablan de Yina Quintero, la joven de quince años que pisó una mina y perdió el oído y el ojo izquierdos, los que vinieron a San José ya no se pueden ir, dicen, y tampoco se quieren ir.

—Voy al hospital —les digo.

Oímos volar un helicóptero. Todos levantamos la cabeza, en suspenso: ahora son dos helicópteros, y nos quedamos un tiempo oyéndolos, viéndolos perderse en dirección a la guarnición.

Yo me alejo.

—Profesor —me advierte alguien, una voz que no reconocí—: En el hospital mataron hasta a los heridos. Usted siga buscando a su señora: ya sabemos que la busca. No está entre los muertos, lo que quiere decir que sigue viva.

Me he detenido, sin volver la cabeza.

—Desaparecida —digo.

—Desaparecida —me confirma la voz.

—¿Y Mauricio Rey?

—Muerto, como todos los heridos. Si hasta mataron al doctor Orduz, ¿no lo sabía? Esta vez trató de esconderse en la nevera donde guardan las medicinas, y lo descubrieron: acribillaron la nevera entera, con él adentro.

Sigo caminando, sin saber adónde.

—La cosa fue bruta, profesor.

—Usted váyase tranquilo y espere.

—Ya le dirán.

—Usted necesita estar tranquilo.

Vuelvo de nuevo a mi casa, de nuevo me siento en la cama.

Oigo el maullido de los gatos sobrevivientes, girando en torno mío. Otilia desaparecida, les digo. Los Sobrevivientes hunden en mis ojos los abismos de sus ojos, como si padecieran conmigo. Hacía cuánto no lloraba.