Pero antes voy y busco y correteo —en los jardines del brasilero— una de las gallinas, mis gallinas, que han preferido quedarse a vivir en el huerto vecino. Percibo los ojos de la enlutada Geraldina detrás de la puerta de vidrio: me contemplan atónitos cuando atrapo al fin una gallina y me la guardo en la mochila, ahora riéndome: haremos el sancocho con Otilia y el maestro Claudino. Vuelvo a mi casa, por entre el boquete del muro, sin acordarme de saludar a Geraldina, sin despedirme. Ya cuando recorro las primeras calles vacías me olvido para siempre de la guerra: sólo siento el calor de la gallina en mi costado, sólo creo en la gallina, su milagro, el maestro Claudino, Otilia, el perro, en la cabaña, todos atentos al sancocho feliz entre la olla, lejos del mundo y todavía más lejos: en la montaña azul invulnerable que se levanta enfrente mío, medio oculta en velos de niebla.

La última de las casas, en la calle empedrada, poco antes de iniciarse la carretera, es la de Gloria Dorado. Pequeña, pero justa, limpia, sembrada de mangos, se la regaló Marcos Saldarriaga. Me pareció ver a Gloria un instante, en mitad de la puerta abierta, empiyamada de blanco, con una escoba en las manos: iba a decirme algo, pensé, pero cerró la puerta. Iba a darme los buenos días y se arrepintió con razón, supongo, al verme esta cara de risa, muy desacorde con la angustia que ella vive desde la desaparición de Saldarriaga. Empiezo a alejarme por la carretera cuando escucho a mis espaldas su voz, la voz de Gloria Dorado, la extraña mulata de ojos claros por la que se desvivió Saldarriaga:

—Cuidado, profesor. No sabemos aún en manos de quién quedó el pueblo.

—Sean quienes sean, las mismas manos —digo, y me despido y sigo avanzando. Qué bueno abandonar San José, lleno hasta los topes de soledad y miedo, tan seguro estoy de encontrarme en la montaña con Otilia.

Lejos del pueblo, cerca del camino de herradura, cuando todavía no se separa la noche del amanecer, tres sombras brotan de entre los arbustos y saltan a mí, me rodean, demasiado próximas, tan próximas que no puedo ver sus ojos. No es posible descubrir si son soldados —o quiénes, si de acá, de allá, o del otro lado, ¿importa eso?, Otilia me espera—. Algo como el olor de la sangre me paraliza, yo mismo me pregunto: ¿es que se me olvidó hasta la guerra?, ¿qué sucede conmigo? Demasiado tarde me arrepiento de no escuchar a Gloria Dorado: en manos de quién estamos, debí volver a mi casa, ¿y Otilia?

—Adónde cree que va, viejo.

Se pegan a mi cuerpo, me estrechan, la punta de un puñal en mi ombligo, el frío de un cañón en mi cuello.

—Voy por Otilia —digo—. Está aquí al lado, en la montaña.

—Otilia —repiten. Y, después, una de las sombras—: Quién es Otilia, ¿una vaca?

Pensé que las otras dos sombras iban a reír, ante la pregunta, y, sin embargo, siguió el silencio, opresivo, apremiante. Creí que se trataba de una broma, y me pareció lo mejor, para huir en mitad de la risa con mi gallina. La pregunta iba en serio. De verdad querían saber si se trataba de una vaca.

—Es mi mujer. Voy a buscarla, arriba, en la montaña.

—A tiro de pájaro —dice una de las sombras. Ha puesto su cara en mi cara, su aliento de cigarro me cubre—: ¿Es que no ha oído? No se puede salir así como así. Vuelva por donde vino.

Siguen todos apretados, apretándome.

—No oí —les digo—. Voy por mi esposa donde el maestro Claudino.

—Qué maestro ni qué Claudino.

Otra sombra me habla a la oreja, su agrio resuello me empapa el oído:

—Agradezca que lo dejamos volver por donde vino. No joda más y devuélvase, no nos saque la piedra.

La otra sombra se acerca más y se asoma a la mochila:

—Qué lleva ahí. —Con un dedo vendado entreabre la mochila. Me mira directo a los ojos—: Cuál es su negocio —pregunta, solemne.

—Mato gallinas —respondo. No sé todavía por qué respondí eso, ¿por el sancocho?

Las otras dos sombras se asoman a mirar.

—Y bien gordas —dice una de ellas.

Cerca, tan cerca, a un costado de la carretera, empieza el camino de herradura que asciende a la montaña. Otilia me espera allá arriba, lo presiento. O quiero presentirlo. Sólo ahora me doy cuenta de lo expuesto que estoy en esta carretera, en pleno amanecer, únicamente nosotros: ellos y yo. Se oye, oigo, veo un soplo de viento que levanta pequeñas olas de polvo entre las piedras, ¿será que voy a morir, al fin? Un frío desolador, como si bajara por el mismo camino de herradura y desembocara ante nosotros, guiado por el viento, me sobrecoge, me hace pensar que no, que Otilia no se encuentra allá arriba, me hace pensar en Otilia por primera vez sin esperanza.

—Quédense con la gallina —digo.

La sacan de un manotazo.

—Éste se salvó —grita alguno, con una risotada.

—La despescuezo ya mismo —dice otro—, me la como en un santiamén.

Corren a la orilla opuesta de la carretera: ni siquiera me miran, y yo subo por el camino de herradura. Recién empiezo a entender que la gallina se ha perdido. En la primera curva del camino a la montaña me detengo. Les grito, haciendo bocina con las manos, a través de la fronda:

—Yo sólo mato gallinas.

Y seguí gritando eso mismo, repitiéndolo —entre la furia y el miedo, sin el sancocho con el que soñaba—: Yo sólo mato gallinas. El pánico, el arrepentimiento de gritarlo me empujaron a correr cuesta arriba, huir con todas las fuerzas, sin importarme el corazón que retumbaba. Les estaba pidiendo que me maten, pero debió valer más el hambre que el deseo de seguirme hasta matarme por gritarles que yo sólo mato gallinas. No importaba, en definitiva: sólo pensaba en Otilia.

Ya desde que arribé a la cabaña el silencio encarnizado me enseñó lo que tenía que enseñarme. No estaba Otilia. Estaba el cadáver del maestro Claudino, decapitado; a su lado el cadáver del perro, hecho un ovillo en la sangre. Con carbón habían escrito en las paredes: Por colaborador. Sin pretenderlo, mi mirada encontró la cabeza del maestro, en una esquina. Igual que su cara, también su tiple se hallaba reventado en la pared: no hubo necesidad de descolgarlo, pensé, absurdamente, y lo único que gritaba en ese instante era Otilia, su nombre. Di varias vueltas alrededor de la cabaña, llamándola.

Era el último sitio que me quedaba.

Al fin bajé a la carretera: se olía, en el aire, la gallina asada. Un vómito recóndito se asomó a mis dientes, y allí, en la misma orilla de la carretera, ante el humo de la fogata que circundaba los arbustos opuestos, me puse a devolver lo que no había comido, mi bilis. Ahora sí me matarán, pensaba, mientras caminaba deprisa por la carretera, sin ningún aliento, pero quería correr porque creía todavía encontrar a Otilia en el pueblo, buscándome.