Hemos ido de un sitio a otro por la casa, según los estallidos, huyendo de su proximidad, sumidos en su vértigo; finalizamos detrás de la ventana de la sala, donde logramos entrever alucinados, a rachas, las tropas contendientes, sin distinguir a qué ejército pertenecen, los rostros igual de despiadados, los sentimos transcurrir agazapados, lentos o a toda carrera, gritando o tan desesperados como enmudecidos, y siempre bajo el ruido de las botas, los jadeos, las imprecaciones. Un estruendo mayor nos remece, desde el huerto mismo; el reloj octagonal de la sala —su luna de vidrio pintado, una promoción de alka-seltzer que Otilia compró en Popayán— se ha escindido en mil líneas, la hora detenida para siempre en las cinco en punto de la tarde. Voy corriendo por el pasillo hasta la puerta que da al huerto, sin importar el peligro; cómo importarme si parece que la guerra ocurre en mi propia casa. Encuentro la fuente de los peces —de lajas pulidas— volada por la mitad; en el piso brillante de agua tiemblan todavía los peces anaranjados, ¿qué hacer, los recojo?, ¿qué pensará Otilia —me digo insensatamente— cuando encuentre este desorden? Reúno pez por pez y los arrojo al cielo, lejos: que Otilia no vea sus peces muertos.
Al fondo, el muro que separa mi casa de la del brasilero humea partido por la mitad: hay un boquete del tamaño de dos hombres, hay pedazos de escalera regados por todas partes; yacen desperdigadas las flores, sus tiestos de barro pulverizados; la mitad del tronco de uno de los naranjos, resquebrajada a lo largo, tiembla aún y vibra como cuerda de arpa, desprendiéndose a centímetros; hay montones de naranjas reventadas, diseminadas como una extraña multitud de gotas amarillas en el huerto. Y es cuando descubro, ahora sin creerlo, las siluetas sombrías de cuatro o seis soldados que trotan haciendo equilibrio encima del muro, ¿soldados?, me pregunto. Sí, lo mismo. Saltan a mi huerto, los fusiles apuntándome, huelo el sudor, las respiraciones, uno de ellos pregunta en dónde queda la puerta de la casa; yo señalo el camino y corro detrás, por el pasillo. Oímos el grito de Cristina en la sala; se ha llevado las manos a la cara, cree que la van a matar. Uno de los soldados, el último —el más próximo a nosotros—, parece reconocerla. Veo que la ve con atención desmesurada, «Escóndase debajo de una mesa» le dice, «tírese al piso», y sigue avanzando tras los otros. Yo sé que tengo que decir algo, advertirlos de algo, preguntarles sobre algo, pero no me acuerdo de nada en absoluto. Así vamos hasta la puerta, que abren con sigilo. Se asoman, atisban a uno y otro lado y se lanzan a la calle. «Cierre esa puerta» me gritan. Yo cierro, ¿qué tenía que decirles?, la granada, me acuerdo, pero otra descarga tremenda —de nuevo por los lados del huerto— me distrae. «¿No oíste?», le digo a Cristina, «escóndete». «¿Y dónde?», me pregunta con un alarido. «Donde sea» le grito, «debajo de la tierra».
El humo crece desde el huerto, es una larga raíz asfixiante que se mete a raudales por el pasillo. Regreso corriendo por entre sus pliegues hasta el huerto; diviso el borde del muro, lo examino: es muy posible que deban estar siguiendo a los soldados, y en su lugar me encontrarán a mí; no importa, es mejor morir en la casa que en la calle. Me acuerdo de Otilia y una suerte de miedo y rabia me alientan a quedarme entre el mismo boquete formado en el muro, como si eso me defendiera. La humareda la produce otro de los árboles, incendiado y dividido en su cúspide; más abajo, en la pulpa blanquísima del tronco descortezado, distingo una mancha de sangre, y, sobre las raíces, clavado en astillas, el cadáver de uno de los gatos. Me llevo las manos a la cabeza, todo gira alrededor, y en mitad de todo alumbra la casa de Geraldina, frente a mí, sin muro: es una gran ironía este boquete, por donde puedo abarcar en su total extensión el jardín de Geraldina, la terraza, la piscina redonda; y no sólo contemplar, podría pasar al otro lado, ¿en qué estoy pensando?, en Geraldina desnuda, Dios. ¿Está Otilia allá dentro?, no veo a nadie al otro lado, no se distingue nada. Se oyen, cada vez más espaciados, los disparos en las calles. Lejos, en un vórtice de gritos cuyo centro es la punta blanca de la iglesia, se distinguen las espirales de humo, por todos los costados. Entro al huerto vecino, que no ha sufrido tantos daños como el mío —excepto la ausencia de las guacamayas, sus risas, sus paseos, aunque no demoro en descubrirlas, tiesas, flotando en la piscina—. Atravieso la terraza y avanzo al interior. La puerta de vidrio que da al huerto está abierta de par en par, «¿Hay alguien aquí?», pregunto, «Otilia, ¿estás aquí?».
Algo o alguien se mueve a mis espaldas: me vuelvo a mirar con el corazón en un hilo. Son nuestras dos gallinas, refugiadas en el huerto del brasilero, tan indiferentes como extraordinarias, tuvieron más suerte que las guacamayas y ahora picotean pacientemente alrededor. Me hacen pensar en el maestro Claudino, la promesa.
Encuentro a Geraldina en la salita donde no hace mucho la saludé. Sigue sentada en el mismo sillón, sigue vestida de negro, sigue hundida como a su pesar en una sombra de enamoramiento que por triste es más avasalladora, urgente y devastadora que nunca. Las manos en el regazo, los ojos idos, un largo ídolo del dolor. Seguramente porque es el atardecer, y porque es la guerra, la misma honda penumbra de este día rodea con más fuerza todas las cosas. Encuentro alrededor de Geraldina otros espectros sentados; son mujeres que rezan el rosario, sus voces se preguntan y responden a murmullos, soy yo quien interrumpe la oración. Me ignoran. En vano busco la cara de Otilia entre ellas. Me compadezco a mí mismo: si Otilia rezara con ellas ya hubiese salido a mi encuentro. «¿Y Otilia?», les pregunto a pesar de todo. Ellas siguen rezando a balbuceos.
—Estuvo aquí, señor —me dice la voz de Geraldina, sin ninguna emoción—. Estuvo, y volvió a irse.
He regresado otra vez a mi casa, por el mismo camino. Pongo a hacer un café en la cocina, y allí me quedo, sentado, esperando a que hierva el agua en la olla. Escucho hervir el agua, y sigo quieto. El agua se evapora por completo, la olla se quema; la delgada tira de humo se desprende de su fondo y me recuerda el árbol incendiado, el cadáver del gato. Bien, no fui capaz de preparar un café; apago la estufa, ¿y el tiempo?, ¿cuánto tiempo ha pasado?, no se escuchan más tiros, ¿cómo pasará el tiempo, mi tiempo, desde ahora?, el estruendo de la guerra desaparece: de vez en cuando un lamento lejano, como si no nos perteneciera, un llamado, un nombre a gritos, un nombre cualquiera, pasos a la carrera, ruidos indistintos que declinan y son reemplazados por el silencio absoluto. Es el anochecer, las sombras empiezan a colgar por todas partes, uno solo se ve. Intento de nuevo preparar un café: pongo la olleta debajo del grifo: de pronto no hay agua, tampoco luz, desaproveché la ocasión para un café, Ismael, y quién sabe hasta cuándo regresen el agua y la luz, ¿qué haría Otilia en mi lugar? Llenaría la olleta con el agua sobrante de la fuente, encendería la estufa de carbón, enaltecería al mundo ofreciéndonos un café en mitad de la hecatombe; yo sigo quieto, se completa la noche y escucho que alguien habla desde la calle, por un altavoz. Se nos pide que si hay un herido lo saquemos de inmediato, que en caso contrario sigamos dentro de las casas, hasta que la situación se normalice, así lo dice la voz impersonal, de micrófono: «Hasta que esta situación se normalice. Ya logramos replegar a los bandidos».
Oigo, como toda respuesta, un quejido dentro de la casa. Cristina, me digo. Su nombre es lo único que me sacude de esta parálisis de muerto en que me hundo. Busco una vela para encender, en los cajones de la cocina. No la encuentro. Tengo que andar a tientas por mi propia casa; voy hasta mi cuarto —el cuarto que Otilia y yo compartimos con ese antiguo San Antonio de madera, especie de altar donde se guardan las velas y los fósforos—. De nuevo se repite el gemido, en la oscuridad; tiene que ser la muchacha, pero no se halla en el cuarto. Mis manos tiemblan, encienden con dificultad la llama de una vela. Con esa luz me voy buscando por la casa, llamando a Cristina. Descubro que se ha metido en el cuarto que era de nuestra hija, al que yo nunca más volví a entrar, desde hace años —sólo Otilia, que solía rezar allí dentro por nosotros: «Acá estaremos más cerca de nuestra hija», me decía.
—Cristina —llamo con un grito—, ¿estás herida?
—No —responde por fin, saliendo de debajo de la cama.
Con todo y lo desventurado de las circunstancias yo mismo a mí mismo me deploro, abominándome, al reparar voluntaria o involuntariamente en el vestido recogido, los muslos de pájaro pálido, la selvática oscuridad en la entrepierna, a la escasa luz de la vela, su rostro mojado en lágrimas: «¿Y mi mamá?», vuelve a preguntar espantada. Tiene, abrazado, el viejo oso de peluche que fue de mi hija. Es una niña, podría ser mi nieta.
—Si quieres sal a buscarla —digo—. Y si quieres volver vuelve, y si no quieres volver no vuelvas, pero deja de llorar.
—¿Y cómo? —alcanza a responder—, se me salen las lágrimas.
—No son tiempos de llorar, Cristina. No te digo que rías, te digo solamente que hay que reunir fuerzas para encontrar a quien buscamos. Si lloras las lágrimas nos debilitan.
Lo mismo me digo a mí.
Y la escucho salir de la casa, cerrar la puerta con fuerza, perderse corriendo en la noche, la noche que debe elevarse igual que la calle: vacía. Me he quedado sentado en la cama de mi hija, la vela en las manos, sintiendo la cera que se riega en mis manos, el pabilo que se extingue en mis dedos, oliendo mi propia carne chamuscada, hasta que amanece. No has vuelto, Otilia, ni más tarde ni más temprano. Tendré que buscarte otra vez, pero en qué lugar, adonde fuiste a buscarme.
Oigo el canto de los pájaros —su canto, a pesar de todo—. El huerto aparece a mis ojos fraccionado en gasas de luz, es un amanecer demacrado, oigo el maullido de los gatos sobrevivientes en la cocina. Hago lo que haría Otilia: les doy de comer pan y leche, y también yo me alimento de lo mismo, soy tu otro gato, pienso, y por pensarlo me acuerdo del gato muerto: tendré que enterrar ese gato, que nunca veas tu gato muerto, Otilia. Voy hasta el árbol: allí sigue el gato destrozado; lo entierro debajo del mismo árbol. La cabaña del maestro Claudino es el último sitio que me queda, el último sitio donde pudiste ir a buscarme, Otilia, yo mismo te dije que pensaba llevar al maestro una gallina de regalo, allá estás, allá te encontró la guerra, allá te encontraré yo, y para allá me voy, repitiéndolo con toda esa fuerza y terquedad como una luz en mitad de la niebla que los hombres llaman esperanza.