No encuentro a Otilia en la casa. Estoy en el huerto, que permanece igual, como si nada hubiese ocurrido, aunque haya ocurrido todo: allí veo la escalera, recostada al muro; en la fuente nadan, anaranjados y relampagueantes, los peces; uno de los gatos me observa desperezándose al sol, me hace acordar de los ojos de Geraldina, Geraldina vestida de negro de la noche a la mañana.

—Profesor —me grita una voz desde la puerta de la casa, que he dejado abierta.

En el dintel me espera Sultana, acompañada de su hija, la misma muchacha que custodiaba al enfermo Mauricio Rey. Como si Rey me la hubiese mandado. Pero no se trata de Mauricio Rey: es mi propia mujer, me entero, que ha acordado con Sultana la ayuda semanal de su hija en el huerto de la casa.

—Nos encontramos con su señora en la esquina —explica Sultana—. Me dijo que se iba a preguntarlo a la parroquia. Tendrá que buscarla, no es día para ir y venir por las calles.

Yo escucho a Sultana, pero veo únicamente a la muchacha: ya no muestra su cabello desordenado, ni la misma mirada; ahora es sólo una niña impaciente, o tal vez aburrida de tener que trabajar.

—No será mucho —la animo—. Sólo tienes que acabar de recoger las naranjas y te vas a tu casa.

Otilia me ha traído la tentación en persona, y sin saberlo. La muchacha lleva puesto un vestido de una sola pieza, y va descalza, pero ya no ilumina, deriva a saltitos por el corredor, se asoma a la puerta de la cocina, observa, tímida, las dos habitaciones, la sala, se mueve desamparada y escuálida como un pajarillo. No se parece a su madre: Sultana es grande, de huesos anchos, fuerte; lleva puesta su eterna gorra de beisbolista, de un rojo incandescente; la prominente barriga no desmerece su fuerza: ella sola hace el aseo en la iglesia, la estación de policía, la alcaldía, lava ropa, plancha, de eso vive y quiere que viva su hija.

—¿Te das cuenta, Cristina? —pregunta—, aquí vendrás un día a la semana, es fácil llegar.

Siguen al huerto. El desconcierto, la conmoción de ver pasar a esta muchacha, de seguir y perseguir a esta muchacha, percibir la fatalidad de aroma silvestre, crudo pero nítido, que arroja desde cada uno de sus pasos, te hace olvidar lo que más te importa en el mundo, Ismael. Hablaré con ella, la obligaré a reír tarde o temprano, le contaré una fábula y, mientras ella esté trepada a la escalera, yo seguramente recogeré flores a su alrededor.

—No conocía su huerto —me dice Sultana—. Tiene peces, le gustan las flores, profesor. ¿A usted o a su señora?

—A los dos.

—Tendré que irme —grita al cielo de pronto, le dice adiós a su hija con un gesto—: Volveré por ti, no te vayas de aquí —y me estrecha la mano con fuerza de hombre, y sale de la casa.

Cristina se me queda mirando en mitad del chorro de sol que atraviesa fragmentado la rama de los naranjos. Parpadea. Se pasa una mano iluminada por la cara todavía más iluminada, ¿se acuerda de mí?

—Qué sed —dice.

—Ve a la cocina. Prepara una limonada, hay hielo.

—Hielo —como si pronunciara una palabra sobrenatural pasa corriendo enfrente mío, dejándome sumido en la mixtura de su aire, ¿me tambaleo?, me tiendo en la silla mecedora, al borde del sol, y allí me quedo, oyendo el distante ruido de la cocina, la puerta de la nevera que se abre, se cierra, los vasos y el hielo que chocan, la fuerza con que puja y se debe esforzar Cristina sobre los limones, escurriéndolos. Después no se oye nada, ¿cuánto tiempo ha pasado?, me canso de mirar mis rodillas, mis zapatos, levanto los ojos, un pájaro borroso cruza volando sin sonido entre los árboles. Es el silencio de la tarde que en el huerto se acrecienta, se hace duro, recóndito, como si fuese de noche y el mundo entero durmiera. La atmósfera, de un instante a otro, es irrespirable; puede que llueva al anochecer; un lento desasosiego se apodera de todo, no sólo del ánimo humano, sino de las plantas, de los gatos que atisban en derredor, de los peces inmóviles; es como si uno no estuviese dentro de su casa, a pesar de estarlo, como si nos encontráramos en plena calle, a la vista de todas las armas, indefensos, sin un muro que proteja tu cuerpo y tu alma, ¿qué pasa, qué me está pasando?, ¿será que voy a morir?

Cuando regresa la muchacha con los vasos de limonada, ansiosa por beberse el suyo, ya no la reconozco, ¿quién es esta muchacha que me mira, que me habla?, nunca en la vida me ocurrió el olvido, así, tan de improviso, peor que un baldado de agua fría. Es como si en todo este tiempo, encima del sol, hubiese caído un paño de niebla, oscureciéndolo todo: es porque sentí de pronto el miedo tremendo de que Otilia se halle sola, hoy, paseando por estas calles de paz donde es muy posible que llegue la guerra otra vez. Que llegue, que vuelva —me digo, me grito—, pero sin mi Otilia sin mí.

—Añicos —digo en voz alta, y me dispongo a salir.

—¿No va a tomar limonada?

—Tómate la mía —le digo a la muchacha, reconociéndola por fin, y le pregunto, extraviado—: ¿Adónde me dijo Sultana que iba Otilia?

Me mira perpleja, sin entender. Pero al fin:

—A la parroquia.

¿Por qué se te ocurre, Otilia, que estoy en la parroquia?, hace años que no voy donde el padre.

Mis brazos y piernas se balancean sin ningún ritmo mientras avanzo por las calles como entre madejas de algodón, qué mal sueño son estas calles vacías, intranquilas; en cada una de ellas me persigue, físico, flotante, el aire oscuro, aunque vea que las calles pesan de más sol, ¿por qué no traje mi sombrero?, pensar que no hace mucho me jactaba de mi memoria, un día de estos voy a olvidarme de mí mismo, me dejaré escondido en un rincón de la casa, sin sacarme a pasear, los vecinos hacen bien —digo, lo repito—, cada vez hay menos en el pueblo, y con razón, todo puede pasar, y pase lo que pase será la guerra, resonarán los gritos, estallará la pólvora, sólo dejo de decirlo cuando descubro que camino hablando en voz alta, ¿con quién, con quién?

Únicamente en la plaza se encuentran grupos aislados de hombres, se oyen sus voces y de vez en cuando un silbido, como si fuera domingo. Me dirijo a la puerta de la parroquia, enseguida de la misma entrada de la iglesia, pero antes de tocar a la aldaba me vuelvo: en la plaza los mismos grupos dispersos, aparentemente tranquilos, habituales, voltean a examinarme, durante breve tiempo: viéndolos realmente es como si todos se encontraran anegados en niebla, el mismo hálito de niebla que vi en el huerto, ¿será que voy a morir? Un silencio idéntico a la niebla nos cierra las caras, por todas partes. Es posible que se alcancen a escuchar los tiros, desde aquí, o que lleguen hasta nuestras propias orejas, las rocen. Entonces tocará huir. Golpeo con premura la aldaba. La señora Blanca me abre. Asoma la nerviosa cara empolvada por el filo de la puerta. Es la ayudante, la sacristana del padre Albornoz, su brazo derecho, la que recoge el dinero de las misas y seguramente la que lo cuenta, mientras el padre Albornoz descansa, hundidos sus pies en un balde de agua con sal, como lo vi hacer en cada una de mis visitas.

—Su esposa acaba de irse —dice la señora—. Estuvo aquí, preguntando por usted.

—Con Otilia jugamos al gato y al ratón —le digo. Voy a despedirme, pero me interrumpe:

—El padre quiere verlo. —Y abre definitivamente la puerta.

Distingo al padre, al fondo, el perfil aguileño, metido en su hábito negro, los negros zapatos de colegial, la Biblia en las manos: detrás de su cana cabeza asoman los chirimoyos de la parroquia, los limoneros, el refrescante jardín, embellecido con grandes matas de azaleas y geranios.

—Padre Albornoz, estoy buscando a mi mujer.

—Entre, entre, profesor, será sólo un café.

Fue otro de mis alumnos, desde sus ocho años. También yo era muchacho: sólo tenía veintidós cuando regresé a San José con mi cargo de maestro, y empecé a enseñar por primera vez en la vida, haciéndome a la idea de que serían tres años a lo sumo en mi pueblo, como un agradecimiento, y que después me iría, ¿adónde?, nunca lo supe, y en todo caso no fui jamás, porque aquí terminaría, casi enterrado. Algo parecido ocurrió con Horacio Albornoz: se fue y regresó convertido en sacerdote. Me vino a saludar desde el primer día. Se acordaba todavía del poema de Pombo que me aprendieron de memoria él y sus condiscípulos: Y esta magnífica alfombra, oh Tierra quién te la dio, y árbol tanto y fresca sombra, y dice la tierra: Dios. «Seguramente de allí provino mi vocación sacerdotal» me dijo riendo la primera vez. Y empezamos a visitarnos cada semana: bebíamos café en mi casa o en la parroquia, comentábamos las noticias del periódico, los últimos dictámenes del Papa, y de vez en cuando deslizábamos una que otra confidencia, hasta alcanzar ese raro estado de ánimo que nos permite creer que hay en la vida otro amigo.

A los pocos meses del regreso de Albornoz convertido en sacerdote, llegó a San José una mujer con una niña de brazos; se apeó del empolvado bus —únicas pasajeras—, y se fue directo a la parroquia, en busca de ayuda y trabajo. El padre Albornoz, que hasta entonces había rechazado los esporádicos ofrecimientos de varias señoras dispuestas de buena voluntad a hacerse cargo de la limpieza, de su cocina y del tendido de su cama, de su ropa y sus miserias, aceptó de inmediato a la forastera en la parroquia. Ella es ahora la señora Blanca, convertida por los años en sacristana. Su hija es hoy una de las tantas muchachas que se fueron, hace años; y doña Blanca sigue siendo justamente una sombra blanca, silenciosamente amable, tan delicada que parece invisible.

Una tarde de hace años, cuando en lugar de tomar café bebíamos vino, tres botellas de vino español que el obispo de Neiva le había regalado, el padre Albornoz pidió a la sacristana que nos dejara solos. Estaba triste a pesar del vino, tenía los ojos aguados, la boca vencida: pensé incluso que de un momento a otro iba a llorar.

—¿Y si no es a usted a quién se lo digo? —me dijo al fin.

—A mí —le dije.

—O al Papa —respondió—, si yo fuera capaz.

Semejante comienzo me desconcertó. El padre era una mueca de arrepentimiento. Duró un largo minuto almacenando fuerzas para empezar, y, por fin, me dejó entrever, con alusiones pueriles, y sin descuidar el vino, que la señora Blanca era además su mujer, y que la niña era hija de ambos, que dormían juntos en la misma cama como cualquier matrimonio de la noche a la mañana en este pueblo de paz. Sé muy bien que la habladuría despiadada ya nos rondaba a todos desde el principio, cuando llegó tras de él la mujer con la niña, pero a nadie se le ocurrió escandalizar, ¿para qué? ¿Y qué importa? —le dije—, ¿no era ésa una actitud sana y humana, tan distinta a la adoptada por otros sacerdotes en tantos países, la hipocresía, la amargura, incluso la perversión, la violación de menores?, ¿no seguía siendo él, por sobre todas las cosas, un sacerdote de su pueblo?

—Sí —me replicó obnubilado, los ojos atentos, como si nunca se le hubiese ocurrido. Pero añadió—: No es fácil sobrellevarlo. Se sufre, antes y después.

Luego de otro minuto se resolvió:

—Lo que nunca voy a abandonar —exclamó— es la obra del Señor, mi misión, en medio de esta tristeza diaria que es el país.

Y parecía que al fin, así, había encontrado la absolución que necesitaba. Todavía quise decirle, eximiéndolo: «Con seguridad usted no es el primero, esto es común en muchos pueblos», pero empezó a hablar de otras cosas: ahora parecía tremendamente arrepentido de hacerme confidente de su secreto, y acaso deseaba que me marchara pronto, que lo olvidara pronto, y así lo hice, me marché pronto y lo olvidé más pronto, pero nunca olvidaré la sombra blanca de la señora Blanca, esa tarde, cuando me acompañó a la puerta, la ancha sonrisa muda en la cara, tan agradecida que parecía a punto de besarme.

Allí los dejé desde hace años, aquí los encuentro.

Allí los dejé porque el padre Albornoz no volvió a pedirme que lo visite, y tampoco a visitarme. Aquí los encuentro, iguales pero más viejos, mientras nos sentamos en la salita de la parroquia, cuya ventana esmerilada da a la plaza. Después del ataque de hace dos años, el padre Albornoz viajó a Bogotá y consiguió que el gobierno se ocupara de la resurrección de la iglesia dinamitada: permitir que la iglesia permaneciera destrozada era una victoria para los destrozadores, fueran quienes fueran, argumentó; de modo que otra iglesia mejor se erigió en el mismo sitio, una mejor casa para Dios y para el padre —dijo el médico Orduz, que a diferencia del padre no consiguió auxilios para su hospital.

Si el padre me va a hablar en compañía de la señora Blanca, no es posible, pienso, que Otilia lo haya hecho confidente de mi muro y mi escalera, mi secreto. Otilia: tú no podrías padecer mi confesión en mi lugar. Entonces, ¿qué me va a decir? Bebemos el café sin pronunciar palabra. Detrás de la ventana esmerilada se puede adivinar la mancha entera de la plaza, los altos robles que la rodean, la imponente casa de la alcaldía. La plaza es una especie de rectángulo en declive; nosotros, en la parroquia, estamos arriba; abajo está la alcaldía.

—¿Y si sucede otra vez? —me pregunta el padre—, ¿si viene la guerrilla hasta esta plaza, como ocurrió?

—No creo —le digo—. No creo, esta vez.

Oímos algunos gritos, desde la plaza. La señora Blanca no se inmuta; bebe su café como si se encontrara en el cielo.

—Sólo quería decirle, Ismael, que regrese a verme, y pronto. Vuelva como amigo, o penitente, cuando quiera; no se olvide de mí, ¿qué le sucede? Si yo no voy a visitarlo es por lo que ocurre hoy, como ocurre desde ayer, y ocurrirá mañana, para desgracia de este pueblo en pena. Ya no tenemos derecho a los amigos. Hay que luchar y orar hasta en los sueños. Pero las puertas de la iglesia están abiertas para todos, mi deber es recibir a la oveja que se ha descarriado.

Su sacristana lo contempla alucinada. Por mi parte, me parece que Otilia sí se confesó por mí.

—Son días difíciles para todos —sigue el padre—. La inseguridad reina hasta en los corazones, y es cuando tenemos que poner a prueba nuestra fe en Dios, que tarde o temprano nos redimirá de todo.

Yo me incorporo.

—Gracias, padre, por el café. Tengo que ir con Otilia. Usted sabe mejor que nadie que no es día para andar por las esquinas buscándose.

—Ella vino expresamente hasta aquí, preguntando por usted, y conversamos. Eso me hizo acordar de los tiempos que llevamos sin vernos, Ismael. No se recluya tanto.

Me acompaña a la puerta, pero allí nos detenemos, enfrascados en una charla inesperada, a susurros: son tantos los sucesos que no habíamos comentado —por nuestra recíproca ausencia—, que pretendemos repasarlo todo, en un minuto, y así nos acordamos, todavía en voz mucho más baja, del padre Ortiz, de El Tablón, a quien nosotros conocimos, al que mataron, luego de torturarlo, los paramilitares: quemaron sus testículos, cercenaron sus orejas, y después lo fusilaron acusándolo de promulgar la teología de la liberación. «¿Qué puede uno, entonces, expresar a la hora del sermón?», me pregunta el padre, las manos abiertas, los ojos desmesurados, «cualquiera nos puede acusar de lo que quiera, sólo porque invocamos la paz, Dios», y, en eso, como si se decidiera a último momento, como quien resuelve dar un corto paseo, sale conmigo de la parroquia, le dice a la señora que cierre la puerta con llave, que lo espere. «Será sólo un minuto», le ha dicho, mientras ella lo contempla aterrada.

Empezamos a bajar desde la parroquia, en vigilante silencio, ¿qué nos falta por desvelar? De la mitad de la plaza un lento grupo de hombres sube a saludar, y el padre se detiene; quería continuar la charla conmigo, pero la llegada de sus feligreses lo impedirá; encoge los hombros, hace un gesto indefinible y sigue bajando a mi lado; atiende a los hombres con una sonrisa de confortación, sin pronunciar palabra; los escucha con igual interés; algunos son de este pueblo, otros de las montañas: no es recomendable quedarse en las montañas cuando se avecinan los enfrentamientos; ya han ocultado a sus hijos en casa de los amigos, vienen a indagar qué nos espera, el alcalde y el personero no se encuentran en la alcaldía, no hay nadie en las oficinas del concejo municipal, ¿dónde están?, ¿qué vamos a hacer?, ¿cuánto durará?, la incertidumbre es igual para todos; el padre Albornoz replica abriéndose de brazos, ¿qué puede saber él?, les habla como en sus sermones, y tal vez tiene razón, poniéndose en su lugar: el temor de resultar mal interpretado, de terminar acusado por este o ese ejército, de indigestar a un capo del narcotráfico —que puede contar con un espía entre los mismos feligreses que lo rodean— ha hecho de él un concierto de balbuceos, donde todo confluye en la fe, rogar al cielo esperanzados en que esta guerra fratricida no alcance de nuevo a San José, que se imponga la razón, que devuelvan a Eusebio Almida, otro inocente sacrificado, otro más, ya monseñor Rubiano nos advirtió que el secuestro es una realidad diabólica, fe en el creador —nos exhorta finalmente, y eleva el dedo índice—: Después de la oscuridad llega la luz, y, cosa realmente absurda, que nadie entiende de buenas a primeras, pero que todos escuchan y aceptan porque por algo lo dirá el padre, nos anuncia que el Divino Niño ha sido nombrado esta mañana figura religiosa nacional, que nuestro país sigue consagrado al Niño Jesús, oremos, insiste, pero, de hecho, ni él ora ni nadie parece dispuesto a corresponder con una oración.

También Mauricio Rey está entre los que se acercan. Me ha dicho —para variar, este día— que mi mujer me busca. «Me preguntó por usted», dice, «yo le dije que acababa de verlo en casa del brasilero. Allá se fue».

Es justo cuando voy a despedirme que veo aparecer, en la esquina opuesta a nosotros, abajo, en diagonal, los primeros soldados, a la carrera; al igual que yo todos los han visto, y callan, expectantes: las miradas enteras convergen en ese punto. No parece que los soldados arribaran ordenadamente, como se fueron, sino parece más bien que los persiguieran; se parapetan en diferentes lugares, siempre acechando a la misma esquina por donde acaban de llegar, y apuntan. Ahora veo, alrededor, rostros de pronto desconocidos —aunque se trate de conocidos— que intercambian miradas de espanto, se apretujan sin saberlo, es un clamor levísimo que parece brotar remoto, desde los pechos, alguien murmura: mierda, volvieron.

Los soldados siguen alertas, quietos; deben ser doce o quince de ellos; ninguno se ha vuelto a mirarnos, a recomendar algo, como en otras oportunidades; en eso se escuchan ráfagas, detonaciones, pero todavía fuera del pueblo. Un murmullo de admiración, su frío, recorre las espinas dorsales —ahora sí sonoro, a plenitud—: Estas sombras que veo temblar alrededor, igual o peor que yo, me sumergen en un torbellino de voces y caras desquiciadas por el miedo, veo en un fulgor la silueta del padre Albornoz huyendo a su parroquia, veloz como un venado, aparece una ambulancia por la misma esquina, agujereada en todos sus flancos, aunque a buena velocidad, y se pierde detrás de una polvareda en dirección al hospital, otros soldados han hecho su entrada por la esquina de arriba, y se gritan con los de abajo, precipitados; los tiros, los estallidos, se recrudecen, próximos, y todavía nadie sabe con certeza en qué sitio del pueblo ocurren, ¿adónde correr?, de pronto se interrumpen y son reemplazados por un silencio como de respiraciones, los combatientes buscan su posición, y nosotros, ¿en dónde?, es en ese instante que sube, ruidoso, saltando por entre las piedras de la plaza, el jeep del capitán: salta de él Berrío y mira a nuestro grupo, acaso va a ordenar que volvamos a las casas, a cualquier sitio a cubierto, está pálido, descompuesto, abre su boca, pero sin ningún sonido, como si tragara aire, así transcurren varios segundos, «Guerrilleros» grita de pronto, abarcándonos con un gesto de mano, «ustedes son los guerrilleros», y sigue subiendo a nosotros.

Tenía el rostro desfigurado de rabia, ¿o iba a llorar? De un momento a otro, como catapultado por el rencor, se llevó la mano al cinto y desenfundó la pistola. Días después nos enteraríamos por el periódico que su intento de liberación fue un fracaso, que hirieron a seis de sus hombres, que «les salió al paso» un camino recién dinamitado, un sendero con quiebrapatas. ¿Eso justifica lo que hizo? Ya tenía fama su carácter, la cabra Berrío lo tildan sus hombres, a sus espaldas: apuntó al grupo y disparó una vez; alguien cayó a nuestro lado, pero nadie quiso saber quién, todos hipnotizados en la figura que seguía encañonándonos, ahora desde otro lugar, y disparaba, dos, tres veces. Dos cayeron, tres. Los soldados ya rodeaban a Berrío, a tiempo, y éste enfundaba la pistola y daba la espalda, saltando al jeep y retirándose de la plaza, al interior del pueblo, en la misma dirección de la ambulancia. Pensé que tenía mucha razón el padre Albornoz en huir. No hubo tiempo de preguntar entre nosotros, de corroborar qué era cierto y qué no entre tantos disparates que sucedían: en menos de cinco minutos la ambulancia irrumpió de nuevo en la plaza y se detuvo al lado nuestro. Allí empezaron a meter a los heridos, el último Mauricio Rey, descubrí, sin creerlo, me pareció más ebrio que nunca, «No voy a morir», me dijo, «no les voy a dar ese gusto».

Todos corríamos ahora, en distintas direcciones, y algunos, como yo, iban y volvían al mismo sitio, sin consultarnos, como si no nos conociéramos. Fue cuando recordé a Otilia y me quedé quieto. Miré en derredor. Una tremenda explosión se escuchó al borde de la plaza, el mismo corazón del pueblo: la grisosa nube de humo se esfumó y ya no vi a nadie; detrás de la polvareda emergió únicamente un perro, cojeando de una pata y dando aullidos. Busqué de nuevo a los hombres: no había nadie. Estaba solo. Otra detonación, un estampido más fuerte aún se remeció en el aire, al otro extremo de la plaza, por los lados de la escuela. Entonces me encaminé a la escuela, hundido en el peor presentimiento, pensando que sólo allí podía encontrar a Otilia, en el sitio más comprometido del combate, la escuela. Si a Otilia se le ocurrió buscarme en la parroquia, ¿por qué no iba a ir a la escuela?

—Adónde va, profesor —me gritó la señora Blanca desde la puerta entornada. Sólo se adivinaba la mitad de su rostro blanco, desencajado—. Venga y escóndase, pero rápido.

Me aproximé a la parroquia, indeciso. Los tiros se agudizaban, lejos y cerca. Ahora un grupo de soldados pasó corriendo a pocos metros de mí. Uno de los soldados, que parecía correr de espaldas, tropezó conmigo, golpeándome en el hombro; me hizo trastabillar; estuve a punto de rodar por tierra. Así llegué a la cara blanca, desorbitada.

—A buscar a Otilia —dije.

—Con seguridad ya se encuentra en su casa, esperándolo. Usted no se exponga, profesor. Entre de una vez, o cierro. Oiga cómo disparan.

—¿Y si Otilia está en la escuela?

—No sea terco.

De nuevo deploré mi memoria: recordé que Rey le dijo a Otilia que me hallaba en casa del brasilero. De modo que para allá me fui, mientras oía los gritos de la señora Blanca, reconviniéndome.

—Lo van a matar —gritaba.

Vi al llegar que la verja en casa de Geraldina estaba cerrada, con cadena y candado, al igual que la puerta interior. La puerta de mi casa también: le habían puesto la aldaba, por dentro; en vano me puse a golpear, dando gritos para que abrieran. Me sobrecogió entender que si Otilia se encontraba dentro ya hubiese abierto, y preferí no entenderlo más. Era posible que, sencillamente, no me escuchara. ¿Seguía todavía allí la hija de Sultana, o se había ido?

Oigo sollozos, adentro.

—Soy yo, abre rápido.

Nadie responde.

En la esquina de la calle, no lejos de donde me encuentro —mi frente apoyada en la puerta, las manos levantadas contra la madera— aparece otro grupo de soldados. No son soldados, descubro, ladeando ligeramente la cara. Son siete, o diez, con uniforme de camuflaje, pero usan botas pantaneras, son guerrilleros. También me han visto reclinado a la puerta, y saben que los miro. Vienen hacia mí, creo, y entonces una descarga desde la esquina opuesta a ellos los sacude y acapara por completo su atención: corren hacia allá, encogidos, apuntando con sus fusiles, pero el último de ellos se detiene durante un segundo y durante ese mismo segundo me voltea a mirar como si quisiera decirme algo o como si me reconociera y empezara a preguntar si yo soy yo, pero no ha dicho una palabra, no habla, ¿me va a hablar?, distingo el rostro cetrino, joven, como entre niebla, los ojos dos carbones encendidos, se lleva la mano al cinturón y entonces me arroja, sin fuerza, en curva, algo así como una piedra. Una granada, Dios, me grito yo mismo, ¿voy a morir? Ambos vemos en suspenso el trayecto de la granada, que cae, rebota una vez y rueda igual que cualquier piedra a tres o cuatro metros de mi casa, sin estallar, precisamente entre la puerta de la casa de Geraldina y mi puerta, al filo del andén. El muchacho la contempla un instante, extasiado, y habla por fin, escucho su voz como un festejo en toda la calle: «Uy qué suerte abuelo cómprese la lotería». Yo pienso ingenuamente que debo responder algo, y voy a decir sí, qué suerte, ¿no?, pero ya ha desaparecido.

Entonces se abre la puerta de mi casa. Detrás está la hija de Sultana, llorando:

—¿Y mi mamá? —pregunta—, ¿salgo a buscar a mi mamá?

—Todavía no —digo. Entro y cierro la puerta. Pienso aún en la granada que no estalló. Es posible que estalle ahora, que destruya la fachada de la casa, o la casa entera. Me voy corriendo al interior de la casa, al huerto. También allí se escuchan los tiros, las explosiones. Regreso por el pasillo, siempre seguido por la muchacha llorando, y entro en mi habitación, me veo yo mismo asomándome a mirar debajo de la cama, vuelvo al huerto, busco en la cocina, en el cuarto que fue de nuestra hija, entro al baño.

—¿Y Otilia? —pregunto—. ¿Ha venido Otilia por aquí?

No, me dice, y repite que no, meneando la cabeza, sin dejar de llorar.