Todavía se empecina el vendedor de empanadas desde la misma lejana esquina: oímos su grito a nadie, pero grito violento, de invocación, ¡Oyeeee!, igual que siempre desde hace años, buscando clientes donde no los hay —donde no puede haberlos, ahora—. No es el mismo muchachón que llegó a San José con su pequeña estufa rodante, el fogón ambulante que se enciende con gasolina y reparte llamas azules alrededor de la paila. Ya debe andar por los treinta: tiene la cabeza rapada, un ojo desviado; una profunda cicatriz señala su frente estrecha; sus orejas son diminutas, irreales. Nadie sabe su nombre, todos lo llaman «Oye». Llegó a San José sin conocer a nadie, se petrificó detrás de la estufa, del enorme cajón sonoro donde el aceite hierve, cruzado de brazos, y allí empezó a vender y sigue vendiendo las mismas empanadas que él mismo prepara, y repite a cualquiera su historia, que es idéntica, pero tan feroz que no dan ganas de volver a comer empanadas: muestra la escurridera de metal, indica la paila llena de negro aceite, hunde la escurridera y después la exhibe enarbolándola: dice que a esa temperatura su filo puede rebanar sin esfuerzo un pescuezo como si tajara mantequilla, y dice que tarde o temprano a él mismo le correspondió hacerlo con un ladrón de empanadas en Bogotá, «Uno que tuvo la ocurrencia de robarme a mí, eso fue la pura defensa propia», y mientras lo dice abanica la escurridera ligeramente, una espada en tu cabeza, y grita a nadie, a pleno pulmón, ensordeciéndote: ¡Oyeeee!

No volví por sus empanadas, como tampoco el médico, supongo. Pareciera que los dos pensábamos lo mismo.

—Es un asesino en sueños —me dice Orduz, apartando con cierta repugnancia la mirada del vendedor. Seguimos por la calle empolvada, vacía.

—O está aterrado —digo—. Quién puede saberlo.

—Es el tipo más raro que he conocido, me consta que vende sus empanadas, tiene dinero, pero en los años que llevo no lo he visto acompañado de una mujer, ni siquiera de un perro. Me lo encuentro siempre en los noticieros de televisión, donde Chepe, sin despegarse de la puerta, recostado, más ensimismado que en un cine; hace dos años, cuando filmaron las calles de este pueblo de paz, recién dinamitada la iglesia, y nos tocó vernos por primera vez en el noticiero de televisión, rodeados de muertos, lo mostraron a él un segundo, telón de fondo, y él mismo se reconoció en su esquina, se señaló a sí mismo y nos gritó: Oyeeee que por poco rompe los vidrios, los tímpanos, los corazones. Y se puso pálido cuando escuchó el grito de Chepe: «Vete a gritar a tu esquina», y él, con otro grito peor: «¿Es que no hay derecho a gritar?», y se fue de la tienda. Me dijeron que duerme al descampado, detrás de la iglesia.

Como si respondiera a sus palabras, oímos el Oyeeee lejano, al que todos estamos acostumbrados en San José. El médico se vuelve a mí, maravillado, y parece buscar mi opinión. No dije nada porque faltaba poco para llegar a casa del brasilero, y ya no quería conversar. Vimos estacionado ante la puerta el jeep del capitán Berrío. «No sale todavía Berrío en busca del brasilero» me dice Orduz, con un asombro desmesurado a propósito. Y ya arribábamos a la ancha verja de metal, abierta, cuando sale de ella Mauricio Rey, muy bien vestido de blanco. «Según parece, a los últimos hombres que quedan en este pueblo les está gustando ofrecer sus condolencias por el nuevo difunto» alcanza a decirme Orduz. Sé que Mauricio Rey no es de su agrado, y al revés. Y todavía escucho al médico, procaz: «Cualquiera diría que Rey no sigue borracho. Mírelo cómo camina, derechito. Sabe hacerlo».

—¿No es cierto, profesor, que andar junto a los médicos enferma? Por lo menos de gripa. —Mauricio me dice eso y el médico arroja una discreta risotada: no en vano conversamos frente a la casa de Geraldina.

Nos miramos como si nos consultáramos.

—Berrío sigue recogiendo datos —dice Rey—. Por mí que le da miedo perseguirlos.

—Igual que siempre —responde el médico.

—Pero entren, señores —se entusiasma Rey—, y acompañen a Geraldina: no sólo se llevaron al brasilero, sino a los niños.

—¿Los niños? —pregunto.

—Los niños —me dice Rey, y nos abre campo.

Por primera vez no pienso en Geraldina sino en los niños. Los veo rodar por su jardín, los escucho. No puedo creerlo. El médico Orduz entra primero en la casa. Voy a alcanzarlo cuando Rey me toma del brazo y me lleva a un recodo. De verdad sigue borracho; lo descubro de pronto en su aliento, en los ojos enrojecidos que contrastan con el vestido blanco. Se ha afeitado, y entre más borracho parece más joven, perpetuado en alcohol —dicen—, aunque no volvió a jugar ajedrez porque empezó a quedarse dormido entre jugada y jugada. Ahora lo veo tambalear, un instante, pero se repone. «¿Una copa?», se ríe. «No es el momento» digo, y él, acercando su tufo a mi cara, completamente abstraído, sus ojos flotando en la calle vacía, alucinado de sí mismo: «Tenga cuidado, profesor, el mundo está lleno de sobrios». Me estrecha la mano con fuerza y se aleja.

—¿Adónde vas, Mauricio? —le pregunto—, deberías recostarte. No es día para festejar por ahí.

—¿Festejar? Sólo voy un rato a la plaza, a preguntar qué pasa.

Nos interrumpe la salida del capitán, en compañía de dos soldados. Los tres saltan al jeep. Berrío nos saluda con su cabeza gorda y rosada; pasa junto a nosotros sin una palabra.

—¿No lo dije? —me grita Mauricio Rey, a lo lejos.

No conocía este lugar, el pequeño salón de la casa del brasilero. Fresco y apacible, embellecido de flores, con sillas de mimbre y muchos cojines alrededor, invita a dormir —me digo, detenido en el umbral, oyendo lo que hablan, pero sobre todo absorbiendo el aire íntimo de la casa de Geraldina, que es su olor, su propio olor de casa—. Oigo al médico, después un sollozo, la voz de varias mujeres, un lejano tosido. Descubro de antemano que Otilia no se encuentra en el salón. Entro y saludo a los vecinos. Se me acerca el profesor Lesmes, director de la escuela desde hace algunos meses, me lleva aparte, como si yo fuese de su propiedad, con la confianza de saber que soy otro profesor, que estuve a cargo de la escuela. «Lamentable», me dice, no comprende que me impide saludar a Geraldina. «Vine a San José a no hacer nada» exclama a susurros, «no hay un solo niño que asista, ¿y cómo? Han puesto una barricada enfrente de la escuela; si ocurre una escaramuza no demoraremos en sufrir las consecuencias, seríamos los primeros».

—Permítame —le digo, y me fijo en Geraldina:

—Acabo de enterarme —la saludo—. Lo siento mucho, Geraldina. En lo que podamos servir, allí estaremos.

—Gracias, señor —dice.

Tiene los ojos hinchados por las lágrimas, es otra Geraldina, y, al igual que Hortensia Galindo, se ha vestido enteramente de negro, pero allí siguen (pienso, sin poder evitarme a mí mismo), allí persisten, más redondas y más fúlgidas, sus rodillas. Tiene la barbilla bastante levantada, como si ofreciera su cuello a alguien o a algo invisible —a un rostro mortífero, a un arma—. Su cara se frunce, completamente derrotada, brillan de fiebre sus pupilas, enlaza y desenlaza las manos.

—Señor —me dice—, Otilia lo andaba preguntando. Parecía muy preocupada.

—Me voy ahora a buscarla.

Pero sigo quieto, y ella sigue mirándome:

—¿Sí supo, profesor? —prorrumpe con un sollozo—, mi niño, mis niños, se los llevaron, eso no tiene perdón de Dios. —El médico Orduz le toma el pulso, le dice la frase de siempre, tranquilizarse, a todos nos sirve mejor una Geraldina fuerte y serena.

—¿Pero es que usted sabe lo que es esto? —le pregunta ella, con violencia intempestiva, como si se rebelara.

—Lo sé, lo sabemos todos —responde el médico, mirando en derredor. Todos, a nuestra vez, nos miramos, y es en realidad como si no supiéramos, como si de manera subrepticia entendiéramos eso, sin vergüenza, que no sabemos lo que es esto, pero no tenemos la culpa de no saberlo, eso sí parecemos saberlo.

Ella me ha vuelto a mirar:

—Entró él a medianoche con otros hombres y se llevó a los niños, así de simple, profesor. Se llevó a los niños en silencio, sin decirme una palabra, como un muerto. Los otros hombres lo encañonaban; seguramente no le permitieron hablar, ¿cierto?, fue por eso que no pudo decirme nada. No quiero creer que no pudo hablar de la pura cobardía. Él mismo se llevó a los niños de la mano. Sólo hay que recordar lo que los niños preguntaban, para sufrir más: «¿Adónde nos llevan, por qué nos despertaron?». «Vamos, vamos», les decía él, «es sólo un paseo», les decía eso, y a mí ni una palabra, como si no fuera la madre de mi hijo. Se fueron y me dejaron, dijeron que tendría que ocuparme de preparar el pago. Que ya me informarían, dijeron, y tuvieron el atrevimiento de decírmelo riendo. Se los llevaron, profesor, quién sabe hasta cuándo, por Dios, si nosotros ya íbamos a irnos, y no sólo de este pueblo, sino del maldito país.

El médico le ofrece un tranquilizante, alguien acerca un vaso de agua. Ella ignora la pastilla, el agua. Sus ojos desvelados me miran sin mirarme.

—Ya no pude moverme —dice—. Seguí quieta hasta que amaneció. Lo oí salir a usted, oí su puerta, pero no fui capaz de gritar. Cuando pude caminar ya había amanecido, era el primer día de mi vida sin mi hijo. Entonces quise que me tragara la tierra, ¿me entiende?

De nuevo el médico le ofrece la pastilla, el agua, y ella obedece sin dejar de mirarme, y sigue mirándome sin mirarme cuando me alejo a la puerta.