Soy viejo, pero no tanto para pasar desapercibido, pensé, mientras descendía por la escalera de mano. Mi mujer ya me aguardaba con los dos vasos de limonada —su saludo nuestro, mañanero—. Pero me examinaba con cierta tristeza altanera.

—Algún día se burlarían de ti, lo sabía —dijo—. Todas las mañanas asomado, ¿no te da vergüenza?

—No —dije—. ¿De qué?

—De ti mismo, a estas alturas de la vida.

Bebimos la limonada en silencio. No hablamos de los peces, de los gatos, como en otras ocasiones, de las naranjas, que más que vender regalamos. No reconocimos las flores, los nuevos brotes, no planeamos posibles cambios en el huerto, que es nuestra vida. Fuimos directamente a la cocina y nos desayunamos ensimismados; en todo caso nos absolvía de la pesadumbre el café negro, el huevo tibio, las tajadas de plátano frito.

—En realidad —me dijo por fin—, tampoco me preocupas tú, que ya te conozco desde hace cuarenta años. Tampoco ellos. Ustedes no tienen remedio. Pero ¿los niños? ¿Qué hace esa señora desnuda, paseándose desnuda ante su hijo, ante la pobre Gracielita? ¿Qué les enseñará?

—Los niños no la ven —dije—. Pasan junto a ella como si de verdad no la vieran. Siempre que ella se desnuda, y él canta, los niños juegan por su lado. Simplemente se han acostumbrado.

—Estás muy enterado. Creo que deberías pedir ayuda. El padre Albornoz, por ejemplo.

—Ayuda —me asombré. Y me asombré peor—: El padre Albornoz.

—No había pensado bien en tus obsesiones, pero me parece que a esta edad te perjudican. El padre podría escucharte y hablar contigo, mejor que yo. A mí, la verdad, ya no me importas. Me importan más mis peces y mis gatos que un viejo que da lástima.

—El padre Albornoz —reí, estupefacto—. Mi ex alumno. A quien yo mismo he confesado.

Y me fui a la cama a leer el periódico.

Al igual que yo, mi mujer es pedagoga, jubilada: a los dos la Secretaría de Educación nos debe los mismos diez meses de pensión. Fue profesora de escuela en San Vicente —allá nació y creció, un pueblo a seis horas de éste, que es el mío—. En San Vicente la conocí, hace cuarenta años, en el terminal de buses, que entonces era un enorme galpón de latas de zinc. Allí la vi, rodeada de bultos de fruta y encargos de pan de maíz, de perros, cerdos y gallinas, entre el humo de motor y el merodear de pasajeros que aguardaban su viaje. La vi sentada sola en una banca de hierro, con espacio para dos. Me deslumbraron sus ojos negros y ensoñados, su frente amplia, la delgada cintura, la grupa grande detrás de la falda rosada. La blusa clara, de lino, de mangas cortas, permitía admirar los brazos blancos y finos, y la aguda oscuridad de los pezones, que se transparentaban. Fui y me senté a su lado, como si levitara, pero ella se levantó de inmediato, fingió acomodarse el pelo, me miró de soslayo, se alejó y aparentó entretenerse ante los carteles de la oficina de transporte. Entonces ocurrió algo que distrajo mi atención de su belleza montuna, inusitada; sólo un incidente semejante pudo apartarla de mis ojos: en la banca vecina se hallaba un hombre ya viejo, bastante gordo, vestido de blanco; también su sombrero era blanco, y el pañuelo que asomaba por la solapa; se comía un helado —igualmente blanco—, con ansiedad; el color blanco pudo más que mi amor a primera vista: demasiado blanco, también el sudor como una espesa gota empapaba su cuello toruno; todo él trepidaba, y eso a pesar de encontrarse debajo del ventilador; su corpacho ocupaba toda la banca, estaba repantigado, dueño absoluto del mundo; en ambas manos llevaba un anillo de plata; había a su lado una cartera de cuero, atiborrada de documentos; daba una sensación de inocencia total: sus ojos azules merodeaban distraídos por cada ámbito: dulces y tranquilos me contemplaron una vez y ya no volvieron a determinarme. Y otro hombre, reverso de la medalla, joven y delgado hasta los huesos, sin zapatos, en camiseta, el corto pantalón deshilachado, se iba directo hasta él, le ponía la punta de un revólver en la frente y disparaba. El humo que exhaló el cañón alcanzó a envolverme; era como un sueño para todos, incluso para el gordo, que parpadeó y, en el momento del disparo, parecía todavía querer disfrutar del helado. El del revólver disparó sólo una vez; el gordo resbaló de costado, sin caer, los ojos cerrados, como si de pronto se hubiese dormido, muerto de manera fulminante, pero sin dejar de apretar el helado; el asesino arrojó el arma a lo lejos —arma que nadie pretendió buscar y recoger—, y salió caminando tan tranquilo del terminal, sin que nadie se lo impidiera. Sólo que segundos antes de arrojar el arma me miró a mí, el inmediato vecino del gordo: nunca antes en mi vida me golpeó una mirada tan muerta; fue como si me mirara alguien hecho de piedra, tallado en piedra: sus ojos me obligaron a pensar que me iba a disparar hasta agotar las balas. Y fue cuando descubrí: el asesino no era un hombre joven; debía ser un niño de once o doce años. Era un niño. Nunca supe si lo siguieron o dieron con él, y jamás me resolví a averiguarlo; al fin y al cabo no fue tanto su mirada lo que me sobrecogió de náuseas: fue el físico miedo de descubrir que era un niño. Un niño, y debió ser por eso que temí más, con todas las razones, pero también sin razón, que me matara. Huí de su proximidad, busqué el baño del terminal, no sabía aún si para orinar o vomitar, mientras se oía el grito unánime de las gentes. Varios hombres rodeaban el cadáver, nadie se decidía a salir en persecución del asesino: o a todos nos daba miedo, o a nadie realmente parecía importarle. Entré al baño: era una pequeña sala con espejos rotos y opacos, y, al fondo, el único baño como un cajón —también en láminas de zinc, igual que el terminal—. Fui y empujé la puerta y la vi justo en el momento en que se sentaba, el vestido arremangado a la cintura, los dos muslos tan pálidos como desnudos estrechándose con terror. Le dije un «perdón» angustioso y legítimo y cerré de inmediato la puerta con la velocidad justa, meditada, para mirarla otra vez, la implacable redondez de las nalgas tratando de reventar por entre la falda arremangada, su casi desnudez, sus ojos —un redoble de miedo y sorpresa y un como gozo recóndito en la luz de las pupilas al saberse admirada; de eso estoy seguro, ahora—. Y el destino: nos correspondieron las sillas juntas en el decrépito bus que nos llevaría a la capital. Un largo viaje, de más de dieciocho horas nos aguardaba: el pretexto para escucharnos fue la muerte del gordo de blanco en el terminal; sentía el roce de su brazo en mi brazo, pero también todo su miedo, su indignación, todo el corazón de quien sería mi mujer. Y la casualidad: ambos compartíamos la misma profesión, quién lo iba a imaginar, ¿no?, dos educadores, discúlpeme que le pregunte, ¿cómo se llama usted?, (silencio), yo me llamo Ismael Pasos, ¿y usted?, (silencio), ella sólo escuchaba, pero al fin: «Me llamo Otilia del Sagrario Aldana Ocampo». Las mismas esperanzas. Pronto el asesinato y el incidente del baño quedaron relegados —en apariencia, porque yo seguía repitiéndolos, asociándolos, de una manera casi que absurda, en mi memoria: primero la muerte, después la desnudez.

Hoy mi mujer sigue siendo diez años menor que yo, tiene sesenta, pero parece más vieja, se lamenta y encorva al caminar. No es la misma muchacha de veinte sentada en la taza de un baño público, los ojos como faros encima de la isla arremangada, la juntura de las piernas, el triángulo del sexo —animal inenarrable, no—. Es ahora la indiferencia vieja y feliz, yendo de un lado a otro, en mitad de su país y de su guerra, ocupada de su casa, las grietas de las paredes, las posibles goteras en el techo, aunque revienten en su oído los gritos de la guerra, es igual que todos —a la hora de la verdad, y me alegra su alegría, y si hoy me amara tanto como a sus peces y sus gatos tal vez yo no estaría asomado al muro.

Tal vez.

—Desde que te conozco —me dice ella, esta noche, a la hora de dormir—, nunca has parado de espiar a las mujeres. Yo te hubiera abandonado hoy hace cuarenta años, si me constara que las cosas pasaban a mayores. Pero ya ves: no.

Escucho su suspiro: creo que lo veo, es un vapor elevándose en mitad de la cama, cubriéndonos a los dos:

—Eras y eres solamente un cándido espía inofensivo.

Ahora suspiro yo. ¿Es resignación? No sé. Y cierro mis ojos con fuerza, y, sin embargo, la escucho:

—Al principio resultaba difícil, era un sufrimiento saber que aparte de espiar te pasabas los días de tu vida enseñando a leer a los niños y niñas de la escuela. Quién iba a pensarlo, ¿cierto? Pero yo vigilaba, y te repito que esto fue solamente al principio, pues comprobé que nunca hiciste nada grave en realidad, nada malo ni pecaminoso de lo que nos pudiéramos arrepentir. Por lo menos eso creí yo, o quiero creer, Dios.

El silencio también se ve, como el suspiro. Es amarillo, se desliza por los poros de la piel igual que niebla, sube por la ventana.

—Me entristecía esa afición tuya —dice como si se sonriera—, a la que pronto me acostumbré: la olvidé durante años. ¿Y por qué la olvidé? Porque antes te cuidabas muy bien de que te descubrieran; era yo la única testigo. Bueno, acuérdate de cuando vivimos en ese edificio rojo, en Bogotá. Espiabas a la vecina del otro edificio, de noche y de día, hasta que su esposo se enteró, acuérdate. Te disparó desde la otra habitación, y tú mismo me dijiste que la bala te despeinó la cabeza, ¿qué tal que te hubiera matado, ese hombre de honor?

—No tendríamos una hija —respondo. Y me arriesgo, por fin, a claudicar—: Creo que voy a dormir.

—Hoy no te vas a dormir, Ismael; desde hace muchos años te vienes durmiendo siempre que quiero hablar. Hoy no vas a ignorarme.

—No.

—Te digo que seas discreto, por lo menos. Debo llamarte la atención, por más viejo que seas. Lo que acaba de suceder te denigra, y me denigra a mí. Yo lo escuché todo; no soy sorda, como crees.

—Eres también una espía, a tu manera.

—Sí. Una espía del espía. No eres discreto, como antes. Te he visto en la calle. Sólo falta, Ismael, que se te escurran las babas. Doy gracias al cielo que nuestra hija, nuestros nietos, vivan lejos y no te vean en éstas. Qué vergüenza con el brasilero, con su mujer. Que ellos hagan lo que quieran, está bien, cada quien es dueño de su carne y su podredumbre; pero que te sorprendan encaramado como un enfermo espiándolos es una vergüenza que también a mí me corresponde. Júrame que no te volverás a encaramar.

—¿Y las naranjas? ¿Quién recoge las naranjas?

—Ya he pensado en eso. Pero tú, ni más.