CAPÍTULO XXXVIII

Desenlace

Mientras sucedía en la calle, delante de las ventanas de la casa de la Tatuana, lo que dejamos dicho al fin del capítulo anterior, tenía lugar otra escena en el interior de la casa. A una señal de Cristóbal de Oñate, los músicos tocaron sus instrumentos con más fuerza, los jóvenes y las mozas levantaron la voz hablando todos a la vez en confusa gritería, y la vieja Tatuana, para aumentar la baraúnda, hacía chocar unas con otras las botellas vacías. El vértigo estaba en el más alto grado de paroxismo. Rosalía clavada en su sitio, había tomado el partido de cerrar los ojos para no ver aquella escena infernal. Pronto tuvo que abrirlos, pues sintió que la tiraban fuertemente por un brazo, obligándola a ponerse en pie. Era el malvado de Oñate, que le gritaba:

—Levántese usted. Falta el final de la comedia.

Rosalía estaba resignada a sufrir cuanto quisiesen hacer de ella, con tal de que respetasen su honor. Púsose en pie, y entonces Manuelita se deslizó por detrás de la joven y sacando unas grandes tijeras, cortó en un instante las dos trenzas negras y tupidas de la hija del maestro de armas, que pendían sobre su espalda. De un salto se puso en medio de la sala y levantando en alto los cabellos, fue saludada aquella acción infame por un coro de gritos, de risas y de palmadas.

En aquel momento se abrió violentamente el postigo de la ventana que daba a la calle, y que no tenía reja, y se precipitaron en la sala de la orgía dos oficiales con el uniforme del Fijo. Eran el capitán Hervias y un teniente. El primero llevaba en la mano la espada que acababa de arrebatar a Gabriel, y ceñida la suya a la cintura. La aparición de los dos oficiales y el semblante airado y terrible de Hervias infundieron espanto en hombres y mujeres, que se quedaron como petrificados. Reinó el más profundo silencio donde un momento antes todo era algazara y carcajadas. Hervias paseó una mirada colérica por los grupos que llenaban la pieza, como buscando a alguna persona, y fijándose al fin en Oñate, que trataba de ocultarse, le gritó adelantándose hacia él, con la espada de Gabriel en la mano:

—Tras usted vengo, malvado. Lo he visto por la rendija del postigo que usted abrió, y he comprendido lo que mi pobre amigo no pudo alcanzar en su alucinación. Usted es el autor de esta intriga infame. Debía yo ahora matarlo como a un perro; pero no debo mancharme con un asesinato. Defienda usted su vida.

Diciendo así el indignado joven, cuya mirada parecía despedir relámpagos, alargó la espada a Oñate, que vacilaba en tomarla; pero que al fin hubo de decidirse, aunque temblando de miedo. Hervias desenvainó la suya. Las mujeres, al ver aquello, alzaron el grito y llamaban a la justicia. Los hombres hicieron un círculo al derredor de los combatientes, y el teniente del Fijo, desnudando su acero, dijo en voz alta:

—El combate es igual por ambas partes. Al primero que intente interrumpirlo de cualquier modo lo atravieso con mi espada. ¡Silencio! gritó, dirigiéndose a las mujeres.

No volvió a oírse una voz ni a notarse el más ligero movimiento por parte de los que presenciaban el duelo. Fue éste de corta duración. Oñate no era adversario capaz de sostener las cargas furibundas de Hervias. La espada de éste pasó al través del pecho del contador de diezmos que cayó bañado en su sangre.

En aquel momento, Manuelíta, que estaba inmediata a los combatientes, más pálida que de costumbre y presa de la más violenta agitación, lanzó un gemido sordo, arrojó una bocanada de sangre, y cayó junto al moribundo Oñate.

Hizo éste seña de que quería decir alguna cosa, y todos los presentes se volvieron a él.

—Voy a morir —dijo con voz entrecortada— Reconozco mis faltas. Yo he sido el autor de lo que se ha hecho con Rosalía. Que me perdone y que me perdone también don Gabriel, a quien he ofendido gravemente.

No pudo decir más. Dilató desmesuradamente las pupilas y paseó una mirada extraviada por aquellos grupos de hombres y mujeres que llevaban todavía impresas en sus semblantes las señales de la bacanal, y los cerró en seguida para no volverlos a abrir jamás.

Hervias se dirigió a Rosalía y tomándola por la mano, exclamó:

—Venga usted señorita, salgamos de este infierno. En seguida dijo en voz alta:

—Que se abra inmediatamente la puerta que da a la calle.

La vieja Tatuana, que había acudido al socorro de su hija, corrió a buscar la llave, y volviendo pronto con ella abrió. Salió Rosalía apoyada en el brazo de Hervias y los siguió el teniente del Fijo. En la calle, la pobre joven prorrumpió en llanto y explicó al capitán sencillamente lo que había ocurrido.

—No podía ser de otro modo —exclamó Hervias.

Llegaron a casa del maestro de armas, donde dejó a Rosalía y se dirigió con el teniente a la de Gabriel, que había llegado media hora antes, conducido por el sargento y los soldados de la patrulla, a quienes lo había recomendado el capitán.

Gabriel, que había recobrado el conocimiento, estaba entregado a la más negra desesperación. Cuando vio a Hervias se arrojó en sus brazos y exclamó sollozando:

—Hermano mío, amigo mío, ¡qué desgraciado soy!

—Te equivocas —contestó Hervias. Los celos, unos celos incomprensibles, han ofuscado momentáneamente tu juicio. ¿Cómo no has reflexionado que era imposible, absolutamente imposible que Rosalía hubiera sido capaz de presentarse voluntariamente a semejante infamia?

—¿Y lo que yo mismo he visto? —dijo Gabriel.

Hervias hizo a éste una relación detallada de lo que había referido Rosalía; en seguida le dijo cómo acababa de morir Oñate y la declaración explícita que había hecho en presencia de muchos testigos, uno de ellos el teniente del Fijo que estaba presente.

Gabriel vio disiparse sus negras ideas a medida que oía la relación de su amigo, y cuando éste hubo concluido, exclamó:

—¡Oh Rosalía, Rosalía! ¡Qué cruel y qué injusto he sido contigo! Corro a pedirle que me perdone.

Salió seguido de Hervias, por el teniente y por doña Catalina, que había escuchado, llorando de júbilo, la relación del capitán.

Rosalía no se había acostado. Rodeada por su padre y sus hermanos, les había hecho una explicación breve y sencilla de lo ocurrido. Don Feliciano juraba acabar con los infames que habían ultrajado a su hija, y la niña lloraba al tocar los cabellos mutilados de su hermana.

Entró Gabriel, seguido de doña Catalina, de Hervias y del teniente. La escena fue patética, Gabriel se puso de rodillas delante de Rosalía, y tomándole una mano, la bañó con sus lágrimas.

La pobre joven comprendió que Gabriel había dudado de ella. Una lágrima se desprendió de su párpado y rodó lentamente por su mejilla. En aquel momento experimentó un dolor más agudo y más cruel que los que había sentido durante la orgía en casa de la Tatuana.

Pero, Rosalía, siempre noble, generosa siempre, perdonó aquella incomprensible sospecha y procuró consolar a Gabriel, diciéndole que era necesario sufrir con resignación los contratiempos de que está llena la vida.

Tres días después se verificó el matrimonio de Gabriel y Rosalía. Presentóse ésta cubierta la cabeza con una cofia o redecilla de seda azul, que le sentaba muy bien, según lo declaró la madrina, que añadió estaba tentada de hacerse cortar las trenzas, para quedar tan bonita como su ahijada.

No concurrieron a la ceremonia más que los padrinos, los testigos, que fueron Hervias y el licenciado Rosales, doña Catalina, el padre y los hermanos de Rosalía. El capitán Matamoros, de grande uniforme, muy limpio y acicalado, contó durante el almuerzo su campaña en Roatán, y tuvo suficiente dominio sobre sí mismo para conservarse en un término medio entre la sanidad y la embriaguez.

Al siguiente día se trasladaron todos a la labor que había comprado Gabriel, donde vivieron algunos años, disfrutando de la tranquilidad y de la ventura que es dado alcanzar en esta vida. El primer contratiempo que experimentó aquella familia fue la muerte de doña Catalina, que cerró los ojos a la vida, teniendo el inefable consuelo de abrazar a sus hijos y de imprimir un ardiente beso en la frente de una hermosa niña que acababa de dar a luz Rosalía y que tenía el mismo nombre de su abuela.

Poco tardó en seguirla don Feliciano, que murió en su ley; esto es, a consecuencia de un ataque cerebral que le sobrevino después de una temporada en que apuró un número de botellas mayor del que buenamente podía resistir.

Manuelita la Tatuana, conducida a la casa de recogidas junto con su madre, al día siguiente de la noche en que tuvo lugar la escena que hemos descrito al principio de este capítulo, sucumbió pronto a la enfermedad interior que la devoraba. La siguió de cerca la vieja, que había sido sentenciada a seis años de prisión.

Doña Dorotea de Bardales tardó poco en ser huésped de la misma casa. Complicada en un robo hecho a la familia que la había recibido bondadosamente, fue reducida a prisión. Su causa se prolongó algunos años y sentenciada a otros dos de cárcel, no pudo ya concluirlos.

El licenciado Rosales adquirió cada día más reputación como letrado, y en el año 1819, recibió el nombramiento de fiscal de la Audiencia de Palma de Mallorca.

El hijo del oidor González llegó a aficionarse seriamente a Matilde Espinosa de los Monteros, que por su parte correspondió a aquella inclinación. Gabriel había dejado de existir para ella desde el momento en que no fue Fernández de Córdoba, ni un capitán del Fijo. La boda del capitán de artillería don Gualberto González y de la hija del regidor decano don Pedro Espinosa de los Monteros, se celebró con una suntuosa fiesta, en que todos rebosaban de júbilo, menos la antigua esclava Mariana que, arrinconada en la cocina de la casa, movía la cabeza y decía hablando consigo misma:

—Dios los ayude. Esto no parará en bien. Mejor hubiera sido don Gabriel.

Tal vez aquella vieja negra tuvo en aquel momento una revelación intuitiva de los secretos del porvenir.

En el año 1821, Gabriel Bermúdez, que contaba a la sazón veintinueve años, dejó la finca al cuidado de Antonio, hermano de Rosalía, que tenía ya diez y ocho años y era muy formal y entendido, y se trasladó a la ciudad con su mujer y sus tres hijos. Electrizado, como tantos otros jóvenes, con las ideas de emancipación política, fue uno de los más ardientes partidarios de la independencia, y el día 15 de septiembre se veía a la cabeza de los grupos más entusiastas.

Verificada la separación del reino de Guatemala de su antigua metrópoli, Gabriel fue invitado a entrar de nuevo en el servicio militar, con su grado de capitán del Fijo. El ardor guerrero de aquel joven no estaba extinguido. Contra la opinión de Rosalía, aceptó la propuesta y volvió a vestir el uniforme. Presentía que la vida del oficial no sería ya tan quieta y pacífica como antes y que muy pronto tendría ocasión de dar riendas a su entusiasmo bélico.

Fue como lo había pensado. En mayo de 1822 recibió orden el batallón de salir a campaña. El capitán Bermúdez se distinguió en el ataque de San Salvador, que tuvo lugar el 10 de junio, y fue uno de los primeros que llegaron a la plaza aquel día. El triunfo terminó con una retirada desastrosa, en la cual tuvo Gabriel el acerbo dolor de ver morir a su hermano, a su amigo, a su compañero de armas el teniente coronel don Luis de Hervias, que expiró en sus brazos.

Profundamente afectado con aquella pérdida, volvió Gabriel a Guatemala; pero aunque Rosalía le hizo las más vivas instancias para que pidiera su retiro, no quiso hacerlo. Contestó que no era ocasión; que debería volver sobre San Salvador y que terminada la campaña, dejaría el servicio.

En efecto, habiendo venido el general mexicano Filísola al frente de una división y recibido órdenes de Iturbide para reducir la provincia de San Salvador, salió de la capital, llevando los dos cuerpos que había en ella: el Fijo y el batallón de milicias provinciales.

El 7 de enero de 1823 atacó Filísola una de las fortificaciones exteriores de San Salvador. Gabriel, con dos compañías de su cuerpo, dio una brillante carga, que decidió de la jornada. «Bravo, coronel, le gritó el general. Usted nos ha dado la victoria». Gabriel se volvió para saludar a su jefe, y en aquel momento, una bala disparada de las trincheras, atravesó la cabeza del heroico joven, que cayó con la muerte pintada en el semblante. Filísola se apeó del caballo, puso una rodilla en tierra y levantando el cuerpo de Gabriel, lo sostuvo hasta que expiró. Una humilde sepultura, señalada con una tosca cruz, guardó los restos mortales de Gabriel Bermúdez. En 1828, Antonio, hermano de Rosalía, fue a exhumar los restos de Gabriel, y pudo encontrarlos, merced a las indicaciones, muy precisas, que Filísola había dado a la viuda, cuando regresó de la campaña del año 23.

Andando el tiempo y comenzado a formar el cementerio de San Juan de Dios, Rosalía hizo construir un sepulcro para su familia, y sobre los nichos vacíos colocó las cenizas de Gabriel. Frecuentemente visitaba, acompañada de sus hijos, aquel sitio que encerraba los restos de su esposo, y le llamó la atención, en una de tantas visitas que hizo, el encontrar una corona de siemprevivas sobre el mausoleo. El hecho se repitió varias veces, sin que pudiese Rosalía imaginar qué mano piadosa y amiga colocaba aquellas flores sobre los restos de su marido. El día 7 de enero de 1840, aniversario de la muerte de Gabriel, Rosalía y sus hijos fueron más temprano que de costumbre, a cubrir de flores el mausoleo, y vieron una mujer anciana y pobremente vestida, que colocaba una corona de siemprevivas sobre la caja de calicanto que guardaba las cenizas de Gabriel.

—Mamá —dijo Catalina, la hija mayor de Rosalía—, allí está la que pone las flores en el sepulcro.

Rosalía apresuró el paso, y cuando la desconocida, advirtiendo la llegada de la familia, quiso retirarse, ya no era tiempo. Quedóse como una estatua, apoyada la mano sobre la corona de siemprevivas que acababa de colocar sobre los restos.

Rosalía se acercó y con acento conmovido dijo a la desconocida, que volvía la cara hacia el sepulcro:

—¿Podré saber, señora, quién es la persona piadosa y amiga que conserva un recuerdo del desdichado cuyos restos mortales guarda ese sepulcro?

La mujer volvió la cara, y cuando Rosalía la hubo examinado durante un breve rato, exclamó:

—¡Matilde! ¡Es posible!

—Perdona, Rosalía —contestó Matilde de los Monteros—, si me he tomado la libertad de depositar este triste recuerdo sobre la tumba de tu marido. No creí que pudiéramos encontrarnos aquí juntas.

Rosalía abrió los brazos y estrechó con efusión a su antigua amiga, a quien no había visto desde que ésta iba a casarse con Gabriel. Habiendo vivido fuera de la ciudad desde su matrimonio, ignoraba las desdichas de Matilde. El oidor González, no quiso jurar la independencia en 1821. Regresó a España con su familia, quedando únicamente Gualberto, que dejó la carrera militar y se puso al frente de los negocios de la casa de Espinosa de los Monteros, habiendo muerto don Pedro y doña Engracia.

El matrimonio de Gualberto y Matilde estuvo muy lejos de ser feliz. El joven inexperto en el manejo de una casa de comercio, vio deshacerse en sus manos la considerable fortuna que la familia de Espinosa había acumulado durante cuatro generaciones. Con la ruina vinieron los disgustos y las recriminaciones mutuas. Gualberto culpaba a Matilde, a su orgullo y a su vanidad de los desastres que sufrían. Ella le devolvía el cargo con acrimonia atribuyendo a su ineptitud y a sus dilapidaciones la catástrofe que los abrumaba. Un día exasperado Gualberto, levantó la mano y dio una bofetada a Matilde, que, llena de indignación, se marchó de la casa, asilándose en la de uno de sus parientes, donde fue recibida como por caridad. Gualberto reunió los últimos objetos de valor que quedaban en la casa, los vendió a vil precio y se fue furtivamente, embarcándose para España. Jamás volvió a saberse qué había sido de él.

Ésta fue la relación que hizo Matilde a Rosalía junto al sepulcro de Gabriel, interrumpiéndola frecuentemente con sus sollozos y con sus lágrimas. Cuando Matilde hubo concluido su triste historia, le dijo Rosalía:

—¿Quieres hacerme un servicio importante?

—¿Qué puedo hacer yo por ti? —preguntó Matilde con la expresión del más profundo abatimiento.

—Venirte a vivir conmigo —replicó Rosalía—. Me ayudarás en el manejo de mi casa y en la educación de mis hijas. Serás mi hermana y partiré contigo la fortuna que me dejó Gabriel.

Matilde, deshecha en lágrimas, quiso besar las manos de su amiga. Ésta no lo consintió, la abrazó cariñosamente y le dijo:

—Vámonos a casa.

Rosalía dirigió una mirada al sepulcro que encerraba los restos de Gabriel, y murmuró en voz baja:

—Confío en que me lo agradecerás desde el cielo.