Una aventura extraña
Luego que doña Catalina de Urdaneche recibió el legado del tío de Sevilla, no pensó ya sino en que su hijo se proporcionara una ocupación independiente y en que se verificara su matrimonio con Rosalía. Lo primero se obtuvo pronto, teniendo Gabriel oportunidad de adquirir por un precio moderado, una labor a poca distancia de la capital, donde había algún ganado y una regular plantación de caña de azúcar, con su correspondiente trapiche, movido por una corriente de agua. Para lo segundo dio Gabriel los pasos necesarios y todo estuvo allanado pronto. Doña Catalina, Rosalía y Gabriel disponían trasladar su residencia a la finca, a donde llevarían al capitán Matamoros y a los hermanos de Rosalía. La felicidad parecía sonreír a aquellos tres seres, con quienes se había mostrado antes tan huraña.
La elección de Gabriel era generalmente aprobada; pues la fama de las virtudes de Rosalía había pasado del estrecho círculo de las personas que la conocían y esparcídose por la ciudad. La paciencia con que sufría las impertinencias de su padre, el maternal desvelo con que cuidaba de sus hermanos pequeños y aun la dignidad y resignación con que había sobrellevado la deslealtad de su novio (que se supo por las vecinas), todo se le tomaba en cuenta, como sucede de ordinario en los lances supremos de la vida de la mujer: el matrimonio y la muerte.
El oidor González, no pudiendo apadrinar personalmente al que había sido preceptor de su niño, a causa de la prohibición contenida en la ley 48, título 16, libro 2o., de la recopilación de Indias, ofreció espontáneamente a Gabriel que lo haría su hijo el capitán. Paquita le perdonó el chasco que le había dado resultando con no ser bandido ni cosa que lo pareciera, sino un hombre de bien a carta cabal, y quiso ser madrina; ofertas que fueron aceptadas con agradecimiento.
Fijado el día en que debía tener lugar la boda, la víspera como a las seis de la tarde, se ocupaba Rosalía en algunos preparativos para la ceremonia. Don Feliciano, Antonio y la niña hermana de aquélla andaban haciendo algunas compras. Llamaron a la puerta; fue Rosalía a abrir y se encontró con una mujer anciana y temblorosa, que mostraba estar muy afligida.
—Tengo una hija —dijo la vieja—, joven como de la edad de usted, que está en punto de muerte. Somos solas, no hay quién me ayude a asistirla, ni aun a quien dejar un momento con ella mientras voy en busca de un sacerdote. Sé que usted es buena y caritativa; ¿quiere tener la bondad de hacer mis veces por un cuarto de hora a la cabecera de la enferma mientras yo voy a traer al cura?
—Estoy sola —contestó Rosalía—, mi padre y mis hermanos deben volver pronto y extrañarán el no encontrarme.
—Vivo cerca de aquí —replicó la anciana—; por el amor de Dios, no se niegue usted, pues mi hija se va a morir sin confesión. Cuando su señor padre venga, ya usted estará de vuelta, pues es cosa de un cuarto de hora y no más.
Rosalía vaciló aún; pero pudo más su natural bondad; y tomando un pañolón, dijo a la vieja:
—Vamos; pero no podré estar fuera de casa más que quince minutos. Procure usted, pues, volver pronto con el padre.
Echaron a andar. La casa no estaba tan cercana como había dicho la vieja. Empujó ésta la puerta, y pasando un estrecho zaguán, atravesaron un corredor. Abrió otra puerta que daba a una habitación, y dijo la anciana:
—Aquí está la enferma, hágame usted favor de entrar y acompañarla, mientras yo voy por el cura.
Entró Rosalía y se dirigió a una cama cuyas cortinas estaban caídas. Entretanto, advirtió con alguna alarma que su conductora echaba llave por fuera a la puerta; pero luego imaginó que quizá aquello sería efecto del aturdimiento en que la tenía la grave enfermedad de su hija.
Levantó Rosalía la cortina del pabellón y vio una mujer joven, pálida y extenuada; pero al parecer no por una enfermedad aguda, sino por efecto de una vida desarreglada. Estaba echada en la cama; pero vestida. Cuando la hija del maestro de armas alzó la cortina y vio con sorpresa a la joven, fijó ésta en Rosalía sus ojos negros, que dos profundas ojeras y la extenuación cadavérica del rostro hacían parecer extraordinariamente grandes, incorporándose con un movimiento brusco, exclamó:
—¿Conque usted es la que quiere arrebatarme a Gabriel?
Petrificada quedó la pobre Rosalía al escuchar aquellas palabras y al examinar a la que las pronunciaba. Estaba vestida con el traje de las mujeres del pueblo. Su negra y abundante cabellera, que daba indicios de no haber sido peinada en algunos días, caía sobre sus espaldas, destrenzada. Se conocía que la joven había sido hermosa; pero el vicio, al clavar su garra en aquella naturaleza poco vigorosa, había dejado marcada su huella en todas las facciones. La voz era ronca y cavernosa, como si saliese de pulmones horadados por la tisis. A las palabras que pronunció la desconocida siguió una carcajada, que tenía algo de feroz o de lúgubre, que hizo la impresión más desagradable en Rosalía. No sabía ésta qué contestar a lo que acababa de oír. Entonces la otra saltó de la cama con más ligereza que la que podía esperarse de su visible aniquilamiento, y encarándose con la hija del maestro de armas, le gritó, asiéndola fuertemente por una de las muñecas:
—¿Usted es la que quiere arrebatarme a Gabriel? Pues sepa usted que yo no soy mujer que me deje quitar a mi amante. No lo volverá usted a ver. ¿No sabe usted que el hijo del ahorcado sólo puede casarse con la nieta de la emplumada?
—¿Qué significa esto? —dijo Rosalía, como hablando consigo misma; me han traído a ver una loca.
—¡Loca! ¡Loca! —gritó Manuelita (pues ya habrán conocido nuestros lectores que ella era la supuesta agonizante)—, así nos llaman ustedes las hipócritas. Usted verá que estoy muy en mi juicio y que sé vengarme de las pícaras que roban hombres.
Diciendo así, se dirigió a una puerta que daba a otra pieza y salió dejando a Rosalía en la mayor confusión. No sabía cómo explicarse lo que decía aquella mujer, que llamaba suyo a Gabriel, y aunque el corazón leal de la joven se rehusaba a dar cabida a una sospecha ofensiva, no dejaba de mortificarla, lo que acababa de escuchar. Afligíala por otra parte la idea de que se hallaba encerrada en aquella casa, sin poder comunicar a su padre y al mismo Gabriel lo que pasaba, y considerando cuánta habría de ser la pena de éstos y la de doña Catalina al ver que había desaparecido. Comprendía que había caído en una red tendida por algún infame, y resolvió esperar el resultado de aquel extraordinario suceso.
Entretanto, don Feliciano y sus hijos habían vuelto a su casa y no encontrando a Rosalía, no se alarmaron, suponiendo que habría ido a ver a doña Catalina y que volvería pronto. Pero advirtiendo que se hacía tarde y que no regresaba, mandó el capitán a Antonio a casa de Gabriel. Puede considerarse el desagrado de éste y de la señora al oír que Rosalía no estaba en su casa. Inmediatamente se dirigieron a la del maestro de armas, y oyendo que al volver de las tiendas, poco después de las seis, no habían encontrado a Rosalía, comenzó Gabriel a concebir serios temores de alguna desgracia. No sabía qué hacer ni qué partido tomar. Preguntar en las vecindades, buscarla por la ciudad, habría sido dar lugar a comentarios poco favorables. Resolvieron, pues, aguardar, seguros de que sólo alguna casualidad inexplicable haría que la joven estuviese tan tarde fuera de casa.
Aquella infeliz gente estuvo contando las horas con la mayor inquietud. Por último, al dar las doce, Gabriel no fue dueño de contenerse y se lanzó a la calle como un loco, sin saber a dónde dirigirse. Doña Catalina abrumada por la pena, se puso a rezar; los niños lloraban y llamaban a gritos a su hermana, y el capitán acudió a su acostumbrado recurso en las alegrías y en las penas de la vida.
A las seis de la mañana volvió Gabriel, pálido, desencajado más por la pena que por la vigilia. Había recorrido la ciudad en todas direcciones, sin encontrar el menor indicio de la joven. Hacía ya dos horas que aguardaban el cura, los padrinos y testigos, que habían sido citados para las cuatro. Con mano convulsiva trazó unas pocas líneas en un papel, suplicando al hijo del doctor González que lo excusara; pero que un inconveniente imprevisto lo obligaba a retardar la boda. Escribió en el mismo sentido al párroco y a los testigos y envió los billetes con la muchacha que los servía.
Hecho esto, volvió a salir y se dirigió a casa de su amigo Hervias, única persona a quien se atrevía a confiar lo sucedido. Con asombro oyó el joven capitán la relación de Gabriel; y en el acto salieron juntos a ver si la casualidad les proporcionaba algún indicio de lo que podría haber sido de Rosalía, antes de ocurrir a la autoridad, lo que no quería hacer Gabriel sino en el último caso. Nada vieron, nada oyeron que pudiera sacarlos de aquella penosa ansiedad. Más de una vez seguramente pasaron delante de la casa donde se encontraba secuestrada la joven, muy distantes de imaginar que tenían tan cerca al objeto de su anhelo. A las seis de la tarde volvieron ambos a casa de Gabriel, con la desesperación pintada en el semblante. Gabriel, medio deshecho de fatiga y abrumado de aflicción, se dejó caer en el sofá, sin pronunciar una sola palabra. Hervias dijo a su amigo que era ya indispensable dar parte a la autoridad, y que si Gabriel no lo disponía de otro modo, iría a ver a los alcaldes ordinarios y al mayor de plaza, a fin de que se dictasen algunas providencias. Ambos creían firmemente que Rosalía había sido víctima de un rapto. Pero, ¿quién podía haberlo ejecutado? He ahí lo que no acertaban a imaginar.
Salió Hervias a practicar aquellas diligencias, y dijo que probablemente no volvería pronto, pues se proponía acompañar al mayor de plaza en las investigaciones que se harían seguramente para averiguar el paradero de Rosalía. Gabriel no contestó una palabra. El dolor lo tenía completamente abatido.
Media hora después de haber salido Hervias llamaron a la puerta con precipitación, y habiendo acudido la criada, una mujer desconocida le presentó un billete, recomendándole lo entregase inmediatamente a don Gabriel. Hízolo así. Lo abrió éste con mano convulsiva y leyó lo siguiente:
«Si usted quiere encontrar lo que ha perdido, acuda esta misma noche, a las doce en punto, a la última casa de la banda derecha de la penúltima cuadra que conduce a la pila de La Habana. Vea por el postigo de la ventana, que estará entreabierto. No diga usted nada a nadie».
Gabriel guardó aquel billete y comenzó a pasearse por la salita de su casa, contando las horas en la más violenta agitación.
Mientras llega la hora que estaba indicada en aquel anónimo, debemos decir lo que había ocurrido a Rosalía desde el momento en que la dejamos sola en el cuarto de donde acababa de salir Manuelita la Tatuana. Como a las nueve de la noche volvió a aparecer la vieja, que entró por la puerta que daba a la pieza inmediata, permaneciendo cerrada la del corredor.
—Usted me ha engañado —dijo Rosalía—, me ha dicho que venía a acompañar a una enferma, y me ha puesto en presencia de una loca, o algo peor. Ábrame usted la puerta, pues tiempo hace que debía yo estar en mi casa.
La vieja Tatuana contestó con una carcajada, temblorosa como su voz y dijo:
—No, palomita; usted ha caído en una trampa de donde no se sale sin pagar rescate.
—Pues diga usted pronto lo que debo dar por recobrar mi libertad, y al llegar a mi casa, recibirá lo que quiera. Pero ábrame esa puerta y concluyamos.
—Si no se trata —replicó la vieja—, de que usted o su novio dé un cuarto; el rescate de que le hablo es de otra clase. Usted ha hecho sufrir a mi pobre hija que es celosa como una pantera; ha caído en nuestras garras, pues no ha faltado una alma caritativa que formara el plan para cogerla, y ahora no se va, hasta que quedemos vengadas. Es tarde y voy a recogerme. Allí tiene usted la cama de mi Manuelita, que dormirá esta noche conmigo en el otro cuarto. Puede descansar en ella, si le acomoda; y si no, pasar la noche donde está.
Diciendo así, la vieja se marchó, dejando a Rosalía en la mayor aflicción. Como debe considerarse, no quiso hacer uso de la cama y pasó la noche sentada en una silla, entregada a las reflexiones más atormentadoras. Consideraba la pena de Gabriel, de su padre, de sus hermanitos y de doña Catalina, y al mismo tiempo le roía el corazón la idea, que no podía desechar, de que hubiese algo de cierto en lo que decían aquellas mujeres.
Amaneció el día siguiente. La vieja entró y presentó a Rosalía pan y chocolate; pero no tomó más que unos pocos bocados, de que tenía harta necesidad y unos tragos de agua.
—Esta noche —dijo la Tatuana—, tenemos bureo. Usted asistirá y verá lo que es bueno. Coma, para que tenga fuerzas, por si le dan tentaciones, como puede suceder, de tomar parte en la fiesta.
—Por Dios —exclamó Rosalía, a quien aquellas palabras causaron, sin saber bien por qué, un gran temor—; por Dios, déjeme usted salir. Le ofrezco que la recompensaré y que ningún perjuicio se le seguirá por lo que ha hecho conmigo.
—Usted se irá mañana —contestó la vieja—; pero después que vea un rumbo de los nuestros. Eso no lo ven ustedes todos los días. Aguante por hoy, palomita, y mañana podrá volver si quiere, aunque un poco desplumada, a los brazos de su palomo.
La vieja infame se marchó y Rosalía volvió a quedarse sola, pasando así el resto del día.
Entró la noche. Rosalía comenzó a percibir movimiento en el interior de la casa. Llevaron algunas sillas y un sofá desvencijado a la pieza donde estaba. Como a las ocho volvió la vieja, puso unas cuantas botellas de aguardiente y una docena de vasos sobre una mesa. Encendió dos velas y abrió de par en par la puerta que daba a la otra pieza. Pronto comenzaron a entrar varias mujeres de la condición de las de la casa, que veían a Rosalía con curiosidad y se sonreían con malicia. No tardaron en aparecer unos cuantos jóvenes, que parecían ser de clase decente, por sus trajes, y a quienes Rosalía no devolvió el saludo que le hicieron. La infeliz parecía clavada en la silla. No hacía el menor movimiento, ni habría tenido fuerzas para hacerlo, aun cuando hubiera querido.
Apareció Manuelita, vestida con unas enaguas rojas y envuelta en un rebozo del mismo color, que contrastaba con la amarillez de su rostro. Un violín y una guitarra componían la orquesta. Cerraron con llave la puerta de comunicación que daba a la otra pieza, de modo que aun cuando Rosalía hubiera intentado salir, le habría sido imposible.
Entre el grupo de jóvenes caballeros se vio luego, un hombre de alguna edad, grueso, vivaracho y cuya fisonomía habría revelado a un observador perspicaz los rasgos inequívocos de una perversión moral llevada hasta el cinismo. Era nuestro antiguo conocido el contador de diezmos Cristóbal de Oñate, promotor y alma de aquella fiesta. Menudearon las libaciones, y el alcohol no tardó en hacer su efecto. Los hombres se tomaban con la parte femenina de la reunión libertades que Rosalía no podía dejar de ver y que le sacaron los colores al rostro. A las once y media, la atmósfera de la pieza estaba saturada de carbónico, de humo, que despedían los cigarros y de emanaciones alcohólicas. Se oían gritos, carcajadas, palabras obscenas, y dominaba aquella baraúnda la voz ronca de la joven Tatuana, que parecía presa de una agitación febril. Pocos minutos antes de las doce, Oñate se acercó a una de las ventanas y entreabrió un postigo. En seguida se puso a un lado, como si quisiera evitar el ser visto desde la calle. Uno de los jóvenes se colocó junto a Rosalía, le dirigió algunas palabras que ésta no escuchó y el individuo pasó el brazo sobre el respaldo de la silla, que ocupaba la hija del maestro de armas, de modo que visto a cierta distancia, parecía que lo hacía descansar sobre los hombros de Rosalía.
Dieron las doce. Gabriel estaba delante del postigo. Vio a Rosalía sentada junto a un hombre que le tenía echado el brazo sobre la espalda. No creyó en el testimonio de sus propios ojos; volvió a fijarlos en aquel grupo y no pudo ya dudar de la espantosa realidad. Era ella, la mujer a quien creía un ángel de pureza y de bondad, la mujer cuyas huellas habría besado, sentada en medio de una orgía y sufriendo la grosera caricia de un hombre.
El postigo se cerró violentamente. Gabriel desenvainó la espada, que llevaba ceñida a la cintura y apoyando la guarnición en el suelo, iba a darse muerte con su propio acero. Pero en aquel momento una mano vigorosa tomó el arma y la retiró, oyéndose al mismo tiempo una voz que exclamaba:
—¿Qué haces, insensato?
Era Hervias, que habiendo conocido desde cierta distancia a su amigo, se adelantó a una patrulla que lo acompañaba, pudo ver rápidamente lo mismo que vio Gabriel y llegó a tiempo de evitar que éste pusiera fin a su vida. Gabriel sintió que la sangre se le agolpaba a la frente, exhaló un gemido y cayó sin conocimiento en los brazos de su amigo.