La captura y sus consecuencias
Para cumplir la oferta hecha a Cristóbal de Oñate, doña Dorotea Bardales discurrió hacer por las noches el ejercicio del vía crucis en los corredores de la casa, y en falta de estaciones, se arrodillaba delante de las puertas de los cuartos. Cuando llegó a la del que ocupaba el huésped, pegó la cara a la madera y espió por las rendijas de las tablas. Un hombre, que parecía de alguna edad, estaba escribiendo en una mesa, pero volvía las espaldas a la puerta, y con esto no pudo la honradísima dueña verle la cara.
Repitió la devoción a la siguiente noche, y vio que el individuo estaba paseándose por la habitación. Era realmente un sujeto de edad, medio encorvado y cano, lo que podía advertirse por no llevar el cabello empolvado. La fisonomía del huésped no era desconocida para doña Dorotea. Recordaba haber visto algunas veces aquella cara; pero por más que caviló, no pudo dar con el nombre del que la llevaba. Se limitó, pues, a tomar perfectamente las señas del sujeto, para transmitirlas a Oñate, lo que verificó al día siguiente, que acudió el contador de diezmos a saber el resultado de la pesquisa de la noche anterior. Con la posible exactitud trazó el retrato del huésped; y tales fueron las señales que dio, que don Cristóbal hubo de concluir que si el escondido no era el escribano real, debía ser algún hermano suyo gemelo.
—Los datos —dijo Oñate—, que usted me comunica, son importantes; y aunque todavía no me dan la certeza de que el huésped sea el sujeto que busco, son suficientes para que yo proceda al descubrimiento de una manera directa. Si del paso que voy a dar resulta que el individuo es el que busco, cuente usted con que le daré cuatro onzas.
—Las recibiré —contestó la dueña—, por no hacer a usted el desaire; no porque si me he tomado el trabajo de servir a usted, es por amistad y no por interés. Ahora sí desearía me dijese usted, como si fuera bajo el sigilo de la confesión, quién es la persona que usted cree esté escondida en ese cuarto, porque yo lo conozco; pero no hay santos que me hagan acordarme del nombre.
—No tengo —replicó Oñate—, el menor inconveniente en decir a usted quién pienso debe ser y por qué lo busco. El individuo se llama Antonio Pastrana, y es un diezmero que está en descubierto de una cantidad regular con la renta. Yo, como empleado en ella, estoy interesado en atrapar a ese deudor moroso, que se oculta por no pagar, y hacer que cumpla como corresponde.
La vieja se tragó la píldora sin dificultad, y calculó que la deuda del diezmero debía de ser gorda, ya que se le ofrecían a ella cuatro onzas por haberlo descubierto. Don Cristóbal se despidió y fue a trazar su plan de operaciones.
Mientras preparaba el golpe que le había de producir una ganancia de quinientos duros con muy poco trabajo, la antigua aya de doña Catalina de Urdaneche entró en cuentas consigo misma. Una idea luminosa brotó de repente en su imaginación. ¿Qué inconveniente habría en que ella explotara la confianza que le había hecho Oñate, haciendo porque supiera el huésped que aquél se proponía atraparlo? Un hombre que estaba amenazado de desembolsar una gruesa suma y tal vez de ir a la cárcel por añadidura, ¿cómo no había de recompensar el aviso con otras cuatro onzas por lo menos? Si el huésped huía, era prueba de ser el mismo que buscaba don Cristóbal, que no podría excusarse de cumplir su oferta; y así vendría a recibir una recompensa doble: cuatro onzas por haberlo descubierto, y otro tanto por salvarlo. Hecha esta maquiavélica combinación financiera comenzó la dueña a discurrir el modo de ponerlo en obra. Hablar con el mismo interesado, era casi imposible; no quedaba, pues, más arbitrio que entenderse con doña Ruperta Quiñónez, la señora de la casa.
Pensar hacerlo y salir a ejecutarlo fue todo uno, pues temía que si tardaba un poco, pudiera llegar a aprehender al diezmero. Fuese al cuarto de doña Ruperta y cerrando la puerta por dentro con misterio, le habló en estos términos:
—Vengo amiga mía, a revelar a usted un secreto de la mayor importancia.
La señora pareció un poco alarmada y preguntó:
—¿De qué se trata? ¿De qué secreto habla usted?
—¿De qué ha de ser? —dijo la dueña—; del huésped que tiene usted en su casa, que ha sido descubierto. Dios sepa cómo, por ese malvado que ha estado hoy a verme, un don Cristóbal de Oñate, que está interesado en la captura de ese infeliz hombre.
—¡Oñate interesado! —exclamó doña Ruperta.
—Pues es muy claro —replicó doña Dorotea—, ¿no ve usted que es contador de diezmos?
—¿Y qué tiene que ver eso con…? —dijo la señora y se detuvo, sin querer decir más, y dando diente con diente, como si tuviera tercianas.
—¿Cómo qué tiene que ver? ¿Pues no está allí escondido don Antonio Pastrana, el diezmero? ¿Cree usted que no lo sé? ¡Ay amiga mía! del cielo a la tierra no hay nada oculto. Usted no ha tenido confianza en mí; y yo, sin preguntarlo a nadie, he venido a saber qué pájaro tiene usted enjaulado en su casa. En fin, si usted quiere salvar a ese pobre hombre de pagar una suma muy gorda y de ir a la cárcel por ribete, dígale que se ponga a salvo sin pérdida de tiempo; y que si estima en algo el servicio que le presto, me remita con usted alguna cosita; unas cuatro onzas por ejemplo, que necesito para pagar un pico.
Dicho esto, doña Dorotea se marchó a su cuarto, y doña Ruperta, tronándose los dedos, llamó a su criada y le previno fuese inmediatamente en busca de su marido, que andaba fuera de casa.
A la media hora llegó el caballero, y la señora le refirió su conversación con la dueña, lo que pareció alarmarlo muchísimo.
—Es indispensable que se vaya —dijo—; pues es seguro que esta noche está aquí Oñate con tropa para capturarlo. Pero, ¿cómo es posible que salga con la luz del día?
—Eso sería entregarse en el acto —replicó la señora—. No le queda otra cosa que hacer, sino aguardar que entre la noche, saltar las paredes de la casa y acogerse a una de las vecinas, donde se ocultará mientras lo buscan aquí, y después podrá irse a otra parte, disfrazado.
Pareció al marido de doña Ruperta que lo que ésta indicaba era lo único que podía hacerse y fue a hablar con el huésped.
Aquella misma noche, como a las siete, estaba doña Catalina de Urdaneche en la salita de su casa, conversando tranquilamente con Gabriel, cuando oyeron un gran ruido de voces y carreras en la calle. Iba Gabriel a abrir la ventana para averiguar lo que causaba el alboroto, cuando se abrió violentamente la puerta de la sala que daba al corredor y se precipitó en la pieza un hombre, en cuerpo y con la cabeza descubierta. Estaba pálido como un difunto, y parecía bajo la presión de un terror profundo. Doña Catalina y Gabriel se fijaron en el que entraba, y exclamaron a la vez:
—¡Don Ramón!
El escribano real, pues él mismo era, al reconocer a doña Catalina, se detuvo y se quedó como clavado en el suelo, sin hacer el menor movimiento.
—¿Usted aquí? —dijo Gabriel—, ¿qué es esto?
—Usted no puede ignorar —respondió Pedrera—, que he sido condenado a muerte; que han ofrecido quinientos pesos al que me entregue a la justicia y amenazado con penas severas a cualquiera que me oculte. Estaba yo escondido en una casa con la cual comunica ésta por el interior. Me han denunciado y me buscan. Están registrando la casa donde estaba y he pasado a ésta sin saber que ustedes la ocupaban. Veo que mi destino me ha traído a muy mal lugar, y (dirigió una mirada al soslayo a doña Catalina), y voy a ver si puedo pasar a otra de las vecinas.
—No tendría usted tiempo —replicó Gabriel—; oigo ya voces y tropel de gente en el patio interior de la casa. Dentro de un minuto estarán aquí los que buscan a usted. Sé a lo que nos exponemos mi madre y yo; pero usted está en nuestra casa y no son doña Catalina de Urdaneche ni Gabriel Bermúdez los que envegan a un hombre que ha buscado asilo bajo su techo.
Diciendo así, Gabriel cerró la puerta y comenzó a buscar dónde ocultar al escribano. No había absolutamente en aquella mal amueblada salida dónde poder hacerlo. Los agentes de la autoridad llamaban ya a la puerta. Doña Catalina dijo a Pedrera: «venga usted», y haciendo que se agazapara bajo el sofá de rejilla, se sentó y cubrió con la falda de su vestido al que había sido su carcelero y su verdugo durante doce años.
Gabriel abrió y se precipitaron en la sala un teniente del Fijo, diez soldados del mismo cuerpo y el delator Cristóbal de Oñate. El oficial se detuvo, por un sentimiento de respeto al que acababa de ser su superior, y los soldados descansaron sobre los fusiles.
—¿Qué se le ofrece a usted en mi casa, señor oficial? —preguntó Gabriel, en tono serio, pero cortés.
—Ha pasado aquí, de la vecindad —contestó el teniente, llevándose la mano a la gorra por un movimiento maquinal—, un reo a quien tengo orden de capturar, vivo o muerto: el escribano real don Ramón Martínez de Pedrera. Suplico a usted lo entregue y no se exponga a las penas severas a que sujeta el bando del capitán general a cualquiera que oculte a dicho reo.
—El que ha llevado ese uniforme, señor teniente —contestó Gabriel, señalando al del oficial—, no comete una acción indigna. Yo no diré a usted si la persona a quien busca está o no está en mi casa; pero suplico a usted no vuelva a hacerme una proposición como la que acabo de escuchar.
—Perdone usted —dijo el teniente, alargando la mano a Gabriel—; las órdenes que he recibido son terminantes.
—Haga usted —replicó Gabriel—, lo que considere su deber, que yo cumplo el mío; y cruzó los brazos, sin pronunciar una palabra.
El oficial echó una ojeada en derredor de la salita y pidió permiso a Gabriel para registrar las otras habitaciones. Contestole éste que hiciera lo que gustara, y con esto salió el teniente seguido de Oñate y de los soldados. Dejó dos de éstos a la puerta y registró las otras piezas de la casa. Volvió para despedirse de Gabriel, y cuando éste creía salvado al infeliz escribano, dijo Oñate al teniente:
—Perdone usted. ¿No sería conveniente ver si bajo ese sofá se oculta el reo a quien hay orden de prender? Parece sería del caso que la señora tuviera la bondad de levantarse un momento.
El oficial se mordió los labios, y dijo a doña Catalina:
—Sírvase usted, señora, ponerse en pie.
La señora tuvo que hacerlo, y el malvado delator, que alcanzó a ver al escribano, se acercó y apartando la falda del vestido de doña Catalina, puso al reo a la vista de todos los presentes.
—Es usted un infame —exclamó Gabriel, dirigiéndose a Oñate y descargándole una tremenda bofetada en la mejilla. El delator no hizo más que levantar los hombros.
El oficial mandó asegurar al reo, y trataba de marcharse; pero don Cristóbal lo detuvo y le dijo:
El artículo 4° del bando previene sean reducidas a prisión las personas en cuya casa se encontrare el reo y que se hayan negado a entregarlo. Si usted no cumple, daré parte al coronel.
—Vamos —dijo Gabriel, y tomando su sombrero, se dispuso a salir.
—La señora también —dijo Oñate, señalando a doña Catalina.
—Estoy pronta —contestó ella, cubriéndose con un mantón.
Corrió una lágrima por las mejillas de Gabriel cuando vio que colocaban a su madre al lado derecho del reo. Él ocupó el izquierdo, y seguidos por el oficial, los soldados y don Cristóbal de Oñate, salieron de la casa. Gabriel fue conducido a la cárcel pública y doña Catalina a la casa de recogidas.
Media hora después, Paquita la Malagueña, la hija del doctor González, que al oír que había alboroto en las calles, se había puesto a la ventana y llamaba a cuantos pasaban para averiguar lo que ocurría, entró a la sala donde estaba reunida la tertulia y palmoteando con alegría exclamó, dirigiéndose a doña Clara:
—¡Qué viva! ¡que don Gabriel, el maestro de Carlos está en la cárcel! ¿No se lo dije a usted, mamá? Acaban de contarme en la ventana que estaba medio a medio en la compañía de Pie de lana, y que lo han cogido concertando un asalto con ese escribano Pereda o Pedrera, a quien buscaban.
Al oír aquella noticia, el coronel comandante del Fijo se puso pálido, pues no se habrá olvidado el afecto y estimación que tenía por Gabriel.
—Es imposible —dijo—; ese joven es incapaz de una acción indigna del uniforme que ha llevado. Si está preso debe ser por alguna equivocación. Corro al cuartel a averiguar lo que haya.
Salió el comandante del batallón, y tras él los demás tertulianos, cuya curiosidad había excitado la noticia.
Al siguiente día era pública en la ciudad y cada cual explicaba a su modo la parte que Gabriel Bermúdez y su madre tenían en aquel suceso. Eso sí, todos estaban de acuerdo en que el asunto era muy grave para el hijo de Pie de lana, y el que menos. Lo sentenciaba a diez años de presidio en San Felipe, con retención.
Oñate corrió a la tesorería real por sus quinientos duros, y en adelante nadie volvió a llamarlo don Cristóbal, sino don Judas. Cuando doña Dorotea fue a reclamarle las cuatro onzas, haciendo valer la importancia del servicio que le había prestado, don Judas, sin decir palabra y con una cara de vinagre, sacó cuatro pesos y los presentó a la dueña. Los recibió ésta y sin retirar la mano, dijo:
—Faltan sesenta. Usted me ofreció cuatro onzas.
—De plata —contestó el delator—; y harto pagada está usted, vieja malvada, con estos cuatro duros y los otros diez que me arrancó, por lo poco que ha hecho.
—Satanás cargue con usted, Iscariote —gritó la dueña—; y ¡ojalá que tenga yo vida para verlo danzar en la cuerda, como va a bailar el escribano!
—Espero ser yo el que le tire a usted las patas, bruja —dijo Oñate— y tomándola por un brazo, la plantó en la calle y cerró la puerta.
Martínez de Pedrera fue despachado brevemente. No habiendo acudido a los emplazamientos que le había hecho la justicia, y seguida la causa con los estrados del tribunal, había sido condenado a la pena ordinaria de último suplicio. Averiguada la identidad de la persona, hizo su disposición testamentaria, entró en capilla y a los tres días fue conducido al suplicio. Confesó sus crímenes y sufrió la muerte con serenidad.
El mismo día recibió Gabriel un billete que contenía estas palabras:
«Nómbreme usted defensor. —Jerónimo Rosales».
Doña Catalina de Urdaneche recibió otro igual.
Tanto Gabriel como la señora consideraron conveniente aceptar los servicios de aquel hábil letrado y cuando se les notificó que estaban en el caso de nombrar persona que los defendiese, designaron a Rosales.
Entretanto, el coronel comandante del Fijo, instruido por el teniente que había hecho la captura del escribano, de la conducta de Gabriel y su madre en aquel lance, fue a hablar con el capitán general y le hizo las más vivas recomendaciones en favor de aquel joven, que si había infringido las disposiciones del bando, se había conducido con la hidalguía de un caballero. Bustamante no fue insensible a aquella indicación; pero contestó que reflexionaría sobre el particular.
Pocos días después, se levantó la incomunicación en que había estado el reo. El primero que lo visitó fue el coronel comandante del Fijo, y el segundo… un joven a quien hemos perdido de vista hace algún tiempo; uno con quien el héroe de nuestra historia no se había conducido bien y que, sin embargo, perdonándole aquel agravio, lo veía siempre como a un hermano. Hervias se presentó a la puerta del calabozo donde estaba encerrado Gabriel, pálido, destrazado, sin afeitarse y profundamente abatido. Al ver a su amigo inclinó la cabeza avergonzado. Hervias le abrió los brazos; Gabriel se arrojó a ellos y ambos jóvenes estuvieron durante un rato mezclando sus lágrimas, sin pronunciar una palabra.