La tertulia del oidor.
Quinientos pesos por un escribano
A las ocho de la mañana del siguiente día la hija del oidor estaba situada detrás de la puerta vidriera que comunicaba la sala de la casa con el escritorio donde iba a recibir sus lecciones el discípulo de Gabriel. Al oír pasos en el corredor, Paquita levantó la cortina de tafetán verde que cubría la mampara, lo suficiente tan sólo para poder examinar al que aguardaba con impaciencia. Entró, en efecto, el joven preceptor; lo examinó la malagueña muy a su satisfacción, y en seguida, retirándose de puntillas, corrió a decir a su mamá que no se había equivocado en su juicio, pues el maestro de Carlitos tenía ciertas miradas y ciertos movimientos de cabeza, un aire en fin, que a diez leguas revelaba su procedencia de bandidos; y que si él mismo no era uno de ellos, le faltaría muy poco.
—No hay duda —le contestó doña Clara (tal era el nombre de la señora)—, que eres gran fisonomista, pues te ha bastado un segundo para calificar a don Gabriel Bermúdez y declararlo punto menos que como los que andan con el trabuco en Sierra Morena.
—¿Qué, lo duda usted? —dijo Paquita—; pues ya verá como el día menos pensado nos viene la noticia de que está en la cárcel. ¿Y no le parece a usted convidarlo para que venga por las noches a oír un poco de música? Apuesto lo que usted quiera a que don Gabriel puntea la guitarra y canta divinamente.
—Loca —dijo doña Clara—, ¿cómo quieres que convide yo a nuestra tertulia a un hombre a quien no conozco todavía ni de vista, y de quien lo único que sé hasta ahora es que es hijo de uno a quien han ahorcado?
—Razón de más para convidarlo —exclamó Paquita—; y si usted no lo hace, lo haré yo de parte de usted. Estoy cansada de ver únicamente en nuestras reuniones por las noches la peluca colorada del administrador general de rentas, la calva del regente, los bigotes canos del comandante del Fijo y de ver bostezar a las tres o cuatro viejas que vienen a tomar chocolate, a preguntar dónde amanece nuestro amo, y a hablar de enfermedades y de criadas. Quiero muchachos alegres, y si usted no los llama, yo haré porque vengan, nos divertiremos y si es necesario, le pegaré fuego a la ciudad.
—Pero niña —replicó doña Clara—, ya iremos conociendo el vecindario y eligiendo nuestras amistades. Hasta ahora no hemos hecho más que anunciarnos y comenzar a recibir visitas de cumplimiento. Han pasado recado de que esta noche vendrá la señora del regidor Espinosa de los Monteros con su hija, que dicen es una guapa chica y con la que harás amistad. Luego vendrán otras y jóvenes caballeros también, pues tu hermano comienza a relacionarse y los traerá. Entretanto, tú en el piano, tu padre con el violín y tu hermano con la flauta, hay para pasar las veladas con alguna distracción.
Lo que decía doña Clara era cierto. El oidor su marido, gran aficionado a la música, había organizado unos pequeños conciertos en que se entretenían por las noches, desde las ocho hasta las once o las doce, alternando la música con la conversación y la malilla. Su círculo era limitado todavía; pero el doctor González era tan despreocupado y campechano, doña Clara tan amable y cortés, Paquita tan agraciada y tan franca, y el joven capitán de artillería tan buen mozo y bien educado, que la tertulia prometía venir a ser pronto una de las más frecuentadas y agradables de la ciudad.
Anunciada de antemano la visita de doña Engracia de los Monteros y de su hija, como se acostumbraba hacerlo con las de cumplimiento, poco antes de las ocho y media estaban dos criados con la librea de la casa preparados en el zaguán con un cirio cada uno, para alumbrar a las señoras cuando bajaran del coche.
La llegada de la familia de González fue un acontecimiento en la ciudad. Contaban que la señora había sido azafata de la reina, que el rey era padrino del joven capitán, que al doctor le habían ofrecido una toga en la cancillería de Granada, o de Sevilla; pero que estando bastante delicado del pecho, había preferido, por consejos de los médicos, un empleo en Indias. Los trajes de las señoras llamaban mucho la atención, y hasta las rarezas que se contaban de la malagueñita caían en gracia y todo se explicaban con esta sencilla frase: ¡como es andaluza! Doña Paquita habría podido, según ella misma decía, pegar fuego a la ciudad, sin que se le tomara a mal la broma.
La de Espinosa y su hija hicieron la visita. Doña Engracia pareció a la familia del oidor «una bendita de Dios» lo cual en el lenguaje de cierta sociedad equivale a que se dijera: es una grandísima tonta. Matilde y Paquita no congeniaron mucho, lo que no impidió que se hicieran dos mil zalamerías y que a media visita se trataran de «tú y vos». No sucedió lo mismo entre el capitán de artillería y la hija del regidor perpetuo. Gualberto declaró a Matildita una real moza, y Matilde no declaró, pero pensó que Gualberto era mejor, con tercio y quinto, que todos los oficiales del Fijo.
A poco de haber entrado doña Engracia y su hija, apareció en la tertulia un sujeto como de cuarenta y cinco años, regordete y de aire festivo, que saludó a las señoras de la casa como si fuese un conocido de más de diez años. Era don Cristóbal de Oñate, aquel individuo que sirvió de intermediario en los amores de Gabriel con Manuelita la Tatuana, y que mediante ciertos empeños, había logrado el empleo de contador de diezmos, que desempeñaba muy a satisfacción suya, pero no tanto a la de sus superiores jerárquicos.
Llegaron a poco el administrador general, con su peluca colorada, el regente con su calva y el coronel comandante del Fijo con sus bigotes canos; sin que faltaran tampoco las tres o cuatro señoras viejas de quienes había hablado Paquita. El acontecimiento del día era un bando que había mandado publicar el capitán general, amenazando con penas muy severas a las personas que ocultaran en sus casas a algunos de los cómplices del llamado Pie de lana, con quienes la justicia no había podido dar todavía, y especialmente al escribano real don Ramón Martínez de Pedrera, condenado a muerte en rebeldía, y por cuya captura se ofrecían quinientos pesos.
Una de las señoras dijo que ella sabía en mucha reserva que Pedrera estaba escondido bajo la mesa del altar mayor de la Concepción; y encargó que no la dieran por autora. Otra de las tertulianas replicó que eso no podía ser, porque se habría ahogado, y añadió, que donde estaba realmente, era en las bóvedas de San Francisco; pero que no la dieran por autora. Por último una tercera tertuliana dijo con aire de misterio que todas aquellas eran historias; que el escribano había andado dos noches antes vestido de padre y que habiéndolo seguido un curioso, por quien ella sabía la anécdota, lo había visto andar y desandar calles, y meterse por último dentro del caño del desagüe de la esquina de San Sebastián; pero que en ningún caso fueran a darla por autora de la noticia.
Cristóbal de Oñate oía todas aquellas simplezas sin prestarles mucha atención. Parecía preocupado, e hizo varias preguntas que indicaban cierto empeño de averiguar el paradero del escribano real.
El doctor González sacó el violín y comenzó a hacer oír algunos arpegios, lo que manifestaba que iba a darse principio al concierto. Aplaudieron la idea los circunstantes. Paquita se puso al piano, Oñate despabiló las dos velas de sebo que estaban a los lados del atril y el capitán Gualberto desenvainó la flauta.
Hiciéronlo divinamente. Así lo declaró el administrador general, que se había dormido a media sonata y a quien estuvo a punto de caérsele la peluca en una cabeceada. Lo mismo dijo el regente, que por decir algo, preguntó si no era aquello un trozo de ópera, y el coronel del Fijo, quien declaró tener tentaciones de aprender a tocar el contrabajo y completar el cuarteto.
Las señoras opinaron que el oidor y sus hijos podían apostárselas con los más hábiles profesores de la ciudad; y eso a pesar de que no habían prestado la menor atención a la música, pues mientras duró el concierto, se ocuparon en referir a doña Clara la vida y milagros de media ciudad. El resultado positivo de aquella tertulia fue que el capitán Gualberto hizo propósito firme de procurarse todas las ocasiones posibles de ver a Matilde, y que ésta lo formó igualmente de volver a oír cuantas veces pudiera la flauta del capitán.
Sólo Oñate no estuvo muy pródigo de elogios. El bando del capitán general lo tenía muy pensativo.
Apenas tomó parte en la conversación, y al salir de la tertulia, se despidió del regente y del administrador y se fue con el comandante del Fijo.
—¿Sabe usted, señor coronel —dijo don Cristóbal, luego que estuvieron solos, que no me parece difícil dar con ese bribón de escribano y ponerlo en manos de la justicia?
—Pues si usted sabe dónde está —contestó el comandante— su deber es decirlo inmediatamente a quien corresponde.
—Yo no lo sé —replicó Oñate—; pero, sostengo que no es cosa difícil dar con él. El caso es manejar el asunto con habilidad; porque don Ramón es muy cuco y capaz de escaparse de las manos como una anguila. ¿Podría yo contar, llegado el caso, con una fuerza del batallón, de veinticinco hombres, al mando de un oficial de toda confianza?
—No habría inconveniente en mandar un piquete a registrar casas, y usted lo acompañaría para hacer las indicaciones oportunas.
—Eso bastaría —replicó don Cristóbal—. Tengo sospechas de cuál puede ser el escondite de Pedrera. Voy a tratar de cerciorarme y una vez seguro, corro a pedir auxilio; lo atrapo y hago un buen servicio al rey.
—Y cobra usted los quinientos pesos ofrecidos al que lo entregue, añadió el coronel riéndose y echando don Jerónimo secamente una mirada de desprecio a Oñate, permaneció en silencio.
Como la noche no estaba muy clara, no pudo éste ver aquella mirada del viejo militar; pero sospechamos que aun cuando se hubiese apercibido de ella, no por eso habría desistido de su ruin propósito.
Desde el siguiente día se puso don Cristóbal en campaña. Había advertido en una casa poco distante de la que él ocupaba ciertas sombras que le daban a entender que había allí algo extraordinario, y comenzó a procurar saber lo que era. Con diversos pretextos envió personas que penetraran en la casa y procuraran ver si había algún sujeto que no fuera de la familia; pero nada logró por aquel medio. A fuerza de dádivas llegó a sobornar una criada, y ésta le contó que hacía poco había llegado de noche un huésped que venía de fuera y que decía estaba muy enfermo, con lo que se mantenía encerrado en su cuarto, y sólo un criado antiguo de la casa lo servía y le llevaba la comida.
—¿No podría yo hablar con ese criado? —dijo Oñate.
—No es fácil —contestó la mujer—, porque nunca sale a la calle.
—¿Y tú pudieras penetrar en el cuarto del huésped?
—Imposible. Se mantiene cerrado por dentro; abren cuando llama el criado; entrega lo que lleva y vuelve a cerrar.
Oñate guardó silencio. No quería ser más explícito con la criada, por no despertarle sospechas de quién pudiera ser el huésped; pues era de temerse se anticipase a hacer la denuncia, por cobrar la recompensa prometida.
—¿Tus amos viven solos? —preguntó.
—Ahora no —contestó la mujer—. Hace poco llegó una señora, muy buena cristiana, que viene de San Salvador, y se llama Dorotea Bardales. Es antigua conocida de la familia; vino a apearse a la casa, y aunque a los amos no les gustó mucho darle posada, no pudieron negarse, pues ella dijo que no tenía a donde ir y que permanecería muy pocos días. Pero el tiempo pasa y se ha ido quedando.
—¡Doña Dorotea Bardales! —dijo Oñate, como queriendo recordar dónde había oído aquel nombre—. Hará unos veinte años había en la ciudad una mujer, de alguna edad ya, que se llamaba así, y que si no estoy equivocado, era ama de llaves o cosa así, en casa de don Andrés de Urdaneche.
—La misma —replicó la criada—. Le he oído decir que fue aya de la hija de ese señor, que nunca le dieron un real de sus salarios, y que viene a cobrarlos al concurso.
—¿A dónde va a misa doña Dorotea? —preguntó don Cristóbal.
—Al Carmen todos los días, porque es tercera de escapulario cubierto —contestó la criada.
—Bien —replicó él—, no digas nada a nadie de lo que hemos hablado. Diciendo así, le puso en la mano dos duros, que la moza no quería recibir, diciendo que ella no le daba aquellos informes por interés, sino porque le había tomado cariño; pero Oñate insistió y la pobre tuvo que conformarse.
Al siguiente día, a las seis, don Cristóbal, envuelto en su capa, estaba parado en la esquina del Carmen, al tiempo que salían de misa las terceras, a quienes observaba, sin dar con doña Dorotea. Cuando habían salido todas de la iglesia, y comenzaba ya don Cristóbal a sospechar si la moza le habría engañado, vio asomar una dama vestida de alepín negro y con unas tocas blancas al derredor de la cara. Se fijó en ella y aunque muy cambiada, al fin hubo de reconocerla. Cuando iba a pasar junto a él, con los ojos bajos y acomodándose la camándula en el cinturón, se desembozó Oñate y abriendo los brazos, se fue hacia la vieja y se los echó al cuello diciéndole:
—Mi señora doña Dorotea, ¡qué buena fortuna es la mía de ver a usted después de tantos años! La encuentro a usted como si ayer la hubiese visto en casa de Urdaneche. ¿No se acuerda usted ya de mí, de Cristóbal de Oñate, a quien tantas veces vio usted en casa de don Andrés?
—A la verdad, caballero, contestó la vieja, que no recuerdo bien… ¡han pasado tantos años…!
—¡Vaya! —dijo él—, pues yo no la he olvidado a usted un solo día desde que dejé de verla, y cuando alguna familia conocida está en apuros por falta de una aya que cuide a la niña, digo, suspirando: ¡ah! ¡si estuviera aquí aquella perla de las ayas, doña Dorotea de Bardales! Pudieran pagarse sus servicios a peso de oro.
—Favor que usted me hace, señor don… dispense usted… ¿cómo me dice que se llama?
—Cristóbal de Oñate, servidor de usted.
—Yo lo soy de usted, señor don Cristóbal. Vivo aquí cerca, en casa de una antigua amiga, doña Ruperta Quiñónez. Allí me tiene para lo que mande.
—No dejaré —contestó el taimado—, de darme el gusto de pasar a saludarla a usted. Entretanto, añadió bajando la voz, como usted está ahora de forastera en la ciudad, y puedo tener… digamos… algún apunto, alguna necesidad de ocurrir a algún amigo… yo no le perdonaría el que fuese a ocupar a otros. No soy rico; pero lo poco que tengo está a sus órdenes. Con franqueza… puede usted disponer de mi bolsa.
Los ojos apagados de la antigua aya de doña Catalina brillaron de alegría. No acertaba a explicarse de dónde podía venirle a aquel sujeto, de quien, en Dios y en conciencia, no se acordaba, aquel entrañable afecto por ella. Pero como quiera que fuese, se propuso aprovechar las generosas ofertas de don Cristóbal y se despidió, repitiéndole que fuese a verla.
No echó Oñate la indicación en saco roto. El mismo día estuvo en la casa donde estaba hospedada la Bardales, y promoviendo con astucia la conversación acerca de la familia con quien vivía su amiga, vino a parar en que ésta le confirmara lo que le había referido la criada acerca del huésped enfermo.
—¿Y no ha podido usted —dijo don Cristóbal—, averiguar el nombre de ese sujeto?
—Nunca lo llaman más que el huésped —contestó ella—; y como la cosa no me interesaba, no lo he procurado. ¿A usted le interesa el saberlo?
—A mí, para nada —dijo él—. Simple curiosidad y nada más. Pero si usted pudiera averiguarlo, no me pesaría.
—Lo procuraré —contestó la vieja, que comenzó a sospechar cuál podía ser el objeto de los halagos y de la visita de Oñate. Al despedirse éste, le dijo doña Dorotea que con gran vergüenza le suplicaba le prestase diez pesos, para devolvérselos dentro de ocho días, lo que hizo él de mil amores, diciendo que en eso y en cualquier otra cosa tendría gusto en servirla.
Animada con la dádiva y más aún con la esperanza de vender caro el servicio, ofreció la vieja bribona no descansar hasta sorprender el secreto del huésped enfermo, y don Cristóbal se despidió lleno de esperanzas de poder cobrar los quinientos pesos ofrecidos por la entrega del escribano.