CAPÍTULO XXXII

Una aparición.

La diplomacia de doña Catalina

¿Cómo sabía el licenciado Jerónimo Rosales que Gabriel era primo suyo? He aquí un punto que necesita explicación.

Dos días después de la muerte de Arochena, se presentó en casa de don Jerónimo una señora como de sesenta años, más bien más que menos, de apariencia modesta y vestida con un traje tan modesto como su apariencia. Llevaba una saya un mantón de alepín negro, unas tocas blancas en derredor de la cara y un enorme rosario de cuentas gordas pendiente de un cinturón de cordobán que le ceñían el talle.

Rosales examinó detenidamente a aquella mujer. En su larga práctica en el bufete de Arochena había tenido que tratar con muchas bribonas; pero cuando hubo estudiado un poco la fisonomía de la de las tocas, formó el concepto de que aquella honrada dueña podría dar lecciones de bellaquería a la más redomada en el oficio.

—¿Es el señor licenciado don Jerónimo Rosales —dijo, levantando apenas los ojos del suelo—, la persona con quien tengo el honor de hablar?

—Para servir a Dios y a usted, señora —contestó el abogado, señalando una silla a la del rosario y ocupando él su puesto acostumbrado, delante de la mesa. ¿Quiere usted decirme cuál es su gracia y en qué puedo servirla?

—Mi nombre —replicó la señora—, es doña Dorotea Bardales, o de Bardales, pues soy hija de un hidalgo español, que sirvió a Su Majestad por mar y por tierra, aunque con más honra que provecho. En una de las muchas campañas que hizo mi padre, mi madre, que era toda una mujer, quiso acompañarlo, aunque estaba entonces de meses mayores. Yo nací entre el estruendo de la artillería y si me es permitido decirlo, me cortaron el ombligo con bayoneta.

Andando el tiempo, y habiendo quedado huérfana, tuve que acomodarme a servir, y de España vine a estos reinos, como dama de compañía de la esposa de su señor tío de usted, don Andrés de Urdaneche. Muerta esta señora cuando su hija tenía apenas unos doce años, me quedé en la casa, sirviendo de aya a la niña. Algunas veces, aunque pocas, pues yo vivía muy retirada, vi a usted de visita en casa de don Andrés.

Creció Catalina en años no menos que en belleza y en virtud, en la que yo, aunque mala, procuraba afirmarla, inculcándole sanas doctrinas y citándole buenos ejemplos. Don Andrés estaba satisfecho de la educación que recibía su hija, y yo por mi parte veía con gusto que mis esfuerzos para hacer de mi pupila una santita, no eran perdidos.

—Pero, ¡ah, señor, don Jerónimo de mi alma! el enemigo maligno, que nos acecha a toda hora y no deja escapar ocasión de dar al traste con la virtud más acrisolada, tomó la forma de un cierto don Juan, el cual vio a Catalina en la iglesia, y verla y quedar locamente enamorado de ella, fue todo uno. Aquel Satanás disfrazado, dio traza y modo de hablarme, sin que pudiera yo evitarlo. Me rogó, me pintó su pasión en los términos más expresivos, como que el demonio hablaba por su boca; me juró que su intención era casarse con Catalina, y que si no se declaraba de luego a luego con su padre, era por ciertas razones graves que no podía revelarme.

Era rico, buen mozo y cumplido caballero. Confieso que me interesé por él y creí que procedía de buena fe. ¡Oh, mil veces pérfido y artificioso don Juan y cuán pronto se descubrió que todo aquello no era más que una red que tendía a la cándida paloma, y a mí, no menos simple que ella!

A los pocos meses de intimidad entre Montejo y mi pupila, aparecieron pruebas evidentes de que el infame había abusado de mi credulidad y del afecto que supo inspirar a la pobre niña que…

—¿Montejo ha dicho usted? —interrumpió don Jerónimo—. ¿Será, pues Gabriel hijo de mi tía, doña Catalina de Urdaneche?

—Yo no supe más —continuó doña Dorotea—. Temiendo la cólera de don Andrés y que quizá quisiera culparme por lo sucedido, aunque sin razón, preferí marcharme y sin decir nada a nadie, me fui a San Salvador, sin más que lo encapillado. Allí me casé; pero ¡ah! ¡los hombres señor don Jerónimo, siempre han de ser hombres! No lo digo por usted, que creo será una excepción de la regla. Mi marido cuando me vio un poco entrada en años y que había desaparecido un corto haber que con mi trabajo pude adquirir allá, desapareció de la noche a la mañana, dejándome abandonada y sin recursos. En el conflicto en que me hallaba, dispuse venir a esta ciudad, y vendiendo unas pocas prendas que conservé, he podido hacer el viaje y vengo a ver a usted, que me dicen es el síndico del concurso de la casa de Agüero y Urdaneche. Habiendo salido con tanta precipitación, como dejo dicho, no pude cobrar algunas mesadas que se me debían; y hoy, destituida de todo recurso me veo en el caso de reclamarlas. Crea usted, señor don Jerónimo, que nunca hubiera yo dado este paso, pues no desempeñaba el cargo por interés, sino por amor a la familia; pero usted sabe que la necesidad tiene cara de hereje y…

Luego lo que se dijo de la muerte de la hija de don Andrés no era cierto —exclamó Rosales, que prestaba ya poca atención a las palabras de doña Dorotea—. Gabriel es curioso. Si lo hubiéramos sabido tres días antes, ¡qué diferente giro habrían tomado las cosas! En fin, lo sucedido no tiene ya remedio.

—Señor —dijo la de las tocas—, ¿podré esperar que se haga justicia a mi reclamo, que se me pague lo que alcanzo?

—Es necesario —contestó Rosales—, que vea yo los libros de don Andrés. Mi tío era hombre muy exacto y cumplido y es extraño que usted tuviese mensualidades rezagadas.

—Como no las necesitaba —replicó doña Dorotea—, y estaban en manos muy seguras, las iba dejando en la casa.

—Si usted se sirve volver dentro de dos días —dijo don Jerónimo—, podré darle una contestación.

Doña Dorotea se despidió ofreciendo volver, y Rosales se quedó entregado a sus cavilaciones. Todo el misterio del origen de Gabriel estaba explicado. Recordando el carácter de su tío, comprendió que al saber la falta de doña Catalina, la había lanzado de su casa y esparcido la falsa noticia de su muerte.

—De todos modos —dijo—, me conviene tener a la vista a mi pariente. Montejo lo ha reconocido públicamente como hijo suyo, y lo es también de mi tía, la hija de Urdaneche. ¿Quién sabe lo que estas circunstancias pueden dar de sí?

Desde aquel momento don Jerónimo formó la resolución de ofrecer a Gabriel un empleo en su escritorio, considerando que destituido enteramente de recursos, como quedaba, no dejaría de aceptarlo. Hemos visto que el licenciado no se equivocó en sus cálculos, y que Gabriel recibió como un favor lo que no era sino efecto de una mira interesada.

Rosales registró los libros de Urdaneche y encontró que no se debía a la que fue aya de doña Catalina más que el mes corriente cuando se marchó de la casa. Pudo haber rechazado de un modo terminante la injusta reclamación de la vieja; pero le pareció que quizá podría servirle alguna vez y se propuso entretenerla con promesas. El sucesor de Arochena era hombre que veía muy lejos y no descuidaba nada de lo que pudiera serle de alguna utilidad, aunque fuese después de cincuenta años.

Por eso fue que cuando volvió a verlo la de la camándula, le contestó que no había tenido tiempo de ver los libros, y le suministró una suma insignificante. Con este sistema de dilatorias y pequeñas dádivas la fue entreteniendo; y conversando con ella, tuvo ocasión de saber algunos pormenores acerca de la vida interior de su difunto tío.

Debemos decir ahora lo que pasó entre doña Catalina y Gabriel luego que la señora supo, de boca de Rosalía, que era éste el novio que la había dejado, faltando a un solemne compromiso. Apenada y confusa, llegó a su casa la hija de Urdaneche y encontró a Gabriel paseándose en la salita, entregado a sus cavilaciones. No quiso la señora abordar francamente la cuestión, y prefirió llegar por un rodeo al objeto que se proponía. Las mujeres menos avisadas tienen con frecuencia rasgos de habilidad diplomática que no son comunes aun en los hombres de talento.

—Dime, Gabriel —dijo doña Catalina, poniendo mano a un trabajo de costura en que estaba ocupada—, ¿quiénes son esas señoras doña Engracia y Matilde a quienes nombrabas con tanta frecuencia durante el delirio de la fiebre?

Un poco se turbó Gabriel con aquella pregunta inesperada; pero recobrando luego su serenidad, contestó:

—Doña Engracia es la esposa de don Pedro Espinosa de los Monteros, regidor perpetuo del Ayuntamiento y uno de los sujetos más ricos y considerados de la ciudad; y Matilde es una joven hija de ambos.

—Y realmente —dijo doña Catalina—, ¿pensaste tú en casarte con esa señorita, o fue lo que dijiste sobre esto, efecto de la fiebre?

A Gabriel se le hizo duro engañar a su madre, así fue que contestó, aunque con cierto rubor:

—Sí, madre; pensé seriamente en casarme con Matilde, y lo habría hecho, sin los acontecimientos que han venido a producir un cambio completo en mi situación.

—Y qué —exclamó la señora—, ¿crees tú que esa joven puede tenerte en menos por una circunstancia de la cual no tienes la menor culpa? ¿Lo que ella quería, acaso, era el apellido que llevabas y la posición que ocupabas y no tu persona?

—¿Qué quiere usted, madre? —contestó Gabriel—. Matilde tiene las ideas de su familia y de su círculo. Con ellas ha nacido, puede decirse, en ellas se ha criado y con ellas morirá.

—¡Extraño modo de amar! —dijo doña Catalina, y guardó silencio durante un momento.

—¿Es decir —continuó diciendo luego—, que si la que estaba destinada a ser tu esposa hubiera sido una joven menos encumbrada, probablemente no te habría desdeñado porque cambiabas el apellido de Fernández por el de Bermúdez?

—Así lo creo —contestó Gabriel, exhalando un suspiro.

—Si en vez de apasionarte —continuó doña Catalina—, de una mujer llena de cualidades, si quieres, pero altiva y desdeñosa, hubieses entregado tu corazón a otra, modesta, sencilla, buena, que no buscara en ti el brillo de un apellido ilustre, sino tus prendas personales, hoy que has perdido todo aquello que era en ti ajeno y prestado, te querría lo mismo que antes, o más que antes tal vez; porque las almas generosas aquilatan su amor en el crisol del infortunio.

—¡Oh, sí! —exclamó Gabriel, dejando caer tristemente la cabeza sobre el pecho—. Una mujer como… la que usted pinta, no me habría despreciado, y al descender los escalones del patíbulo a donde acompañé a mi padre, me habría elevado aún más en su concepto. Pero mi desgracia no lo ha querido así.

—Tal vez no es desgracia, hijo mío. Quizá si examinaras desapasionadamente tu corazón, encontrarías que dejaste escapar la felicidad, una felicidad sólida y real, por correr en pos de la fingida y aparente. Como cuentan que hacían nuestros antiguos indios, cambiastes un verdadero tesoro por un juguete insignificante.

—¿Lo sabe usted?, ¿lo sabe usted? —exclamó Gabriel, poniéndose de rodillas delante de su madre, y ocultando en su seno su rostro bañado en lágrimas—. ¡Oh, sí! Es verdad. Fui un insensato, un pérfido. ¡Hollé con planta indiferente el corazón de la que me adoraba y corrí a donde me llamaban el orgullo y la vanidad! Rosalía es un ángel, que habría hecho mi dicha, y Matilde me ha arrojado como arrojaría una de las joyas que ostenta en su tocado, si descubriese que era de plata sobredorada. He sido un loco, he cometido una mala acción y ahora es justo que lleve el castigo que yo mismo me he buscado.

Doña Catalina dejó que su hijo desahogara su pena y su remordimiento, y le dijo:

—Nunca es tarde, hijo mío, para reparar un error, o al menos para procurarlo. Voy a decirte lo que no pude revelarte pocos días hace, cuando me lo preguntaste. Rosalía, a quien, ignorando lo que había pasado, insté vivamente para que me acompañara a asistirte, condescendió al fin con mis ruegos, bajo el conocimiento y mediante mi promesa de no decirte que había venido. Hoy que todo lo sé, me creo relevada de la obligación de conservar ese secreto y debo decirte que te ha cuidado como una amiga, como una hermana, como…

—¿Cómo qué más? madre mía —dijo Gabriel—; concluya usted, por Dios. ¿Será posible que Rosalía no me haya olvidado?

—Almas como la de esa joven —contestó la señora—, no olvidan jamás.

—¿Habrá perdonado mi deslealtad, mi traición? —Almas como la de Rosalía perdonan siempre.

—¿Estará dispuesta a devolverme su afecto, su amor?

—Eso ya es diferente —dijo doña Catalina—. Si he de decirte lo que creo, temo que si hoy te encontraras con ella y le hicieras alguna indicación, recibirías solamente una repulsa cortés pero terminante. Es necesario dejar eso al tiempo y a mi cuidado.

—¡Ah, madre mía! —exclamó Gabriel—. No anhelo más que una vida tranquila y oscura al lado de usted y de Rosalía, cuyo amor he sentido renacer en mi lacerado corazón, desde el momento en que la entreví al volver del sueño agitado de la fiebre. Sentía en mi mano la suave presión de otra mano que no me era desconocida y que tantas veces había sellado con mis labios. Busqué aquella visión celeste, y había desaparecido. Desde aquel instante mi corazón sintió una vida nueva, y se abrió para mí, con los recuerdos de un pasado que se había desvanecido, un mundo de ilusiones y felicidad. Dormido o despierto, no he visto desde entonces sino a Rosalía, mi primero, mi único, mi verdadero amor. Usted quiere que espere y calle, no sé si podré hacerlo, o si el sentimiento infinito que llena mi alma, desbordará cuando la vea.

—Calma, hijo mío, calma —dijo doña Catalina—; repito que dejes eso a mi cuidado. Rosalía no es orgullosa, pero es prudente, y además, se estima en lo que vale. No debemos herir su justa susceptibilidad; no crea que es el despecho el que te conduce a buscarla otra vez. Dejemos obrar al tiempo, repito, y entretanto procura adquirir los medios para hacer frente a las necesidades que trae consigo una nueva familia. Lo que ahora ganas basta para los dos; pero quizá no bastaría para tres. Trabajemos día y noche, si es necesario, a fin de que te proporciones lo que será preciso para casarte. Entretanto, yo procuraré sondear a mi joven amiga y te diré francamente si puedes esperar, o si debes renunciar a ella para siempre.

—¡Renunciar! jamás —exclamó Gabriel—. Aguardaré un año, cinco, diez; lo que fuere preciso; pero no tendré un momento de tranquilidad mientras no sepa que Rosalía consiente en ser mi esposa.

Después de la conversación que acabamos de referir, de la que se guardó doña Catalina de decir una palabra a la hija del maestro de armas, Gabriel, completamente restablecido, volvió al escritorio de Rosales, donde trabajaba con ardor. Como la ocupación en el bufete del abogado le dejaba libre cuatro horas de día y además la noche, se dio a buscar con empeño otro trabajo en que pudiera ganar algo más y no tardó en proporcionársele. Uno de los oidores, recién llegado al país, solicitaba un joven de buenas costumbres y de alguna instrucción, que diera a un hijo pequeño que tenía, lecciones de escritura, y que le enseñara algo de matemáticas y de geografía. Gabriel creyó poder desempeñar el cargo y fue personalmente a ofrecerse. Por fortuna, el D. González (así se llamaba el oidor), no era hombre para quien la circunstancia de ser Gabriel hijo de un individuo que había muerto en el cadalso, fuese una razón para no admitirlo como maestro de su hijo. Le agradó el despejo de su inteligencia y sus buenas maneras, lo acogió con gusto, y le asignó veinte pesos mensuales, que Gabriel aceptó desde luego. El doctor tenía un hijo como de veintiséis años, capitán de artillería y una hija que contaba a la sazón unos diecisiete años, Paquita era una preciosa malagueña, que se había traído en los ojos el fuego del sol de Andalucía. Vivía también la esposa del doctor, señora que no llegaba aún a cuarenta años y cuya belleza severa contrastaba con la chispeante y traviesa fisonomía de Paquita.

En la noche del día en que el doctor González aceptó a Gabriel como maestro de su hijo, comunicó la noticia a su familia, reunida en la sala de recibimiento.

—¿Cómo dice usted papá? —preguntó Paquita—, que se llama el maestro de Carlos.

—Gabriel Bermúdez —contestó el oidor.

—¿Y es joven? —dijo la niña.

—Representa menos edad que tu hermano Gualberto.

—¿Y es guapo?

—No tiene mala figura; pero parece muy triste. Ya se ve, el pobre mozo tiene motivos para estarlo. Figuraos que es hijo de Pie de lana, ese bandido que despachamos a la horca hace muy pocos días.

—¡Hijo de un ladrón! —exclamó la señora, santiguándose.

—¿Y él también es bandido? —preguntó Paquita—. Sobre que yo me nutro por los bandidos. Mañana voy a espiarlo detrás de la mampara del gabinete.

—Calla, loca —dijo el oidor—. Don Gabriel es todo un hombre de bien y si ha tenido la desgracia de que su padre no lo sea, él no tiene la culpa. Tengo buena idea de ese mozo. Debe ser hombre de corazón, según la manera en que se ha conducido con su padre.

—Algo ladrón, por lo menos, debe ser —replicó Paquita—. Ya quisiera yo que fuera el día de mañana para conocerlo.

En eso comenzaron a entrar los tertulianos de la casa y no se volvió a hablar del asunto.