CAPÍTULO XXIX

Padre e hijo

El capitán Fernández condujo a la cárcel de la corte a Pie de lana, o sea don Juan de Montejo, y a los individuos de su cuadrilla que no habían perdido la vida o quedado heridos en la refriega. Ni don Juan ni Gabriel atravesaron una sola palabra desde la casa del escribano hasta la cárcel. El primero parecía tranquilo; el segundo caminaba con la cabeza inclinada sobre el pecho, como poseído del más profundo abatimiento.

Al llegar a la puerta de la cárcel, don Juan sacó del bolsillo un papel doblado y lo entregó a Gabriel.

—Hijo mío —le dijo—, quise retardar todo el tiempo que fuera posible la revelación de un secreto que sabía yo te sería penoso. El destino lo ha dispuesto de otra manera, y hoy es necesario que lo sepas todo. En ese papel encontrarás las pruebas de que no eres lo que tú mismo y la sociedad han creído. Sé que la espada de la ley va a caer inevitablemente sobre mi cabeza; pero más cruel aún que ese castigo, será para mí la consideración de que hoy no puedo legarte más que un nombre infame. Quizá no volveremos a vernos. Perdóname.

Los sollozos no le permitieron pronunciar una palabra más. Gabriel, muy conmovido, tomó el escrito y contestó a don Juan:

—He cumplido mi deber de soldado. Desde hoy más me considero libre para poder consagrarme a los que me impone mi nueva situación. Nos veremos pronto.

Don Juan cargado de cadenas, fue encerrado en un estrecho calabozo, inscribiéndosele en el registro de la cárcel bajo el nombre de Juan Bermúdez (alias) Pie de lana.

En seguida el capitán mandó conducir a la casa de recogidas a la que acababa de decirle que era su madre y a una joven que la acompañaba y que, como nuestros lectores han comprendido ya, no era otra que la hija del maestro de armas. Habían sido encontradas en la casa donde estaban los bandidos, y su prisión era inevitable. La infeliz señora tenía el corazón traspasado de dolor. Su hijo, a quien acababa de encontrar, la hacía encerrar entre las mujeres perdidas. Ella no comprendía la fuerza del deber que lo obligaba a proceder de aquella manera.

El capitán volvió al cuartel y dio cuenta a su jefe del desempeño de la comisión que se le había confiado, omitiendo únicamente la circunstancia de la revelación hecha por Pie de lana. Gabriel sabía que el hecho, que había pasado delante de muchos testigos, sería público al siguiente día. El coronel elogió en pocas palabras la conducta de su subalterno y le dijo que no dudaba que el importante servicio que había prestado al rey sería debidamente recompensado. Gabriel no contestó, limitándose a mover la cabeza con una expresión de abatimiento que no dejó de llamar la atención del viejo militar, que, sin embargo, no se consideró autorizado para pedirle explicaciones. Díjole que podía retirarse y Gabriel se dirigió a su casa y se encerró en su cuarto.

Con el interés que debe suponerse, leyó el papel que acababa de entregarle don Juan, que no era otro que la declaración, de puño y letra de don Fernando Fernández de Córdoba, que Montejo había recogido de la mesa de Urdaneche un momento después que éste había muerto. Vio Gabriel en aquel documento, cuya autenticidad no podía poner en duda, la prueba evidente de que no era hijo de Fernández. Tampoco tenía motivo para dudar de la verdad de la declaración hecha por Pie de lana y confirmada por Arochena, poco antes de expirar. ¡Era, pues, el hijo de un bandido! Tal fue la dolorosa convicción que desde aquel momento penetró en el ánimo de Gabriel. El dinero que había pasado por sus manos y que había derramado con tanta profusión, era fruto de las más vergonzosas e infames rapiñas. El joven, abrumado de dolor, apoyó la cabeza en sus manos, con los codos fijos sobre la mesa, recorriendo por segunda vez la espantosa revelación que contenía el documento. La extraña conducta de don Fernando dejó de ser un misterio para él. Recordó la manera fría, casi cruel en que procediera al marcharse del país y comprendió por qué no le había dirigido en tanto tiempo una sola carta. Gabriel recobraba su verdadero padre; pero ¡qué padre, oh Dios! Un hombre que estaba a punto de pagar sus crímenes en un patíbulo. Después de hacer esta desgarradora reflexión, se agolpaban en su espíritu, violentamente agitado, las repetidas pruebas de amor que le había dado aquel hombre que veló por él desde el momento en que lo abandonó Fernández, y se sentía inclinado a perdonarle el mal que le había hecho. Pensaba en que la ciega fatalidad lo había conducido a llevarlo a la cárcel, donde lo habían cargado de cadenas y de donde saldría probablemente para el cadalso, y la desesperación despedazaba su alma. La lucha fue terrible; pero triunfaron los buenos instintos en el corazón de Gabriel.

—Sea lo que fuere —dijo, con el rostro bañado en lágrimas—, es mi padre, un padre que ha sido conmigo tierno y amoroso. Yo no soy ni puedo ser su juez; soy su hijo, y esto basta.

Dicho esto, tomó una pluma y un pliego de papel y con mano temblorosa trazó unas pocas líneas. Era un escrito dirigido al capitán general, en que pedía su licencia absoluta y devolvía el despacho de capitán.

Gabriel no se acostó aquella noche, pasando las horas que faltaban para que amaneciera el nuevo día, en la más violenta agitación. Como a las seis oyó que golpeaban la puerta de su cuarto. Abrió y se encontró con el negro Benito, que no pudiendo valerse de las manos, que tenía fuertemente atadas hacia atrás, había llamado con el pie. Mientras Gabriel le quitaba las ligaduras, le dijo el negro que la noche anterior, luego que lo habían atado por orden del alcalde, aprovechó un descuido de los agentes de policía que quedaron en el patio exterior, y fue a ocultarse a un lugar seguro, donde sin duda no pensaron en buscarlo. Gabriel informó brevemente a Benito de lo ocurrido, y le preguntó si sabía qué había sido de don Ramón. Contestó el negro que su amo no estaba en la casa cuando fue ocupada por la policía y por la tropa, y que era muy probable que se hubiera puesto a salvo.

Gabriel quería saber algunos pormenores respecto a la señora encerrada en el patio interior de la casa, que debía ser la misma que se presentó al terminar el combate con los ladrones; y habiendo suplicado a Benito le refiriese cuanto supiera acerca de ella, el negro que no tenía ya por qué guardar reserva refirió todo lo que sabía; esto es, lo que había ocurrido desde que don Juan de Montejo llevó a doña Catalina de Urdaneche a la casa del escribano.

Con el más vivo interés escuchó el joven la relación del esclavo, comprendiendo por ella que aquella infeliz señora, que debía efectivamente ser su madre, había sido víctima de las pasiones violentas de su padre. Oyó con profundo disgusto lo que añadió Benito acerca de la espantosa enfermedad que de cuatro años a la fecha había atacado a doña Catalina e hizo el propósito desde aquel instante, de consolarla y dulcificar en cuanto le fuese dable la amargura de su situación.

Después de aquella plática, en que el negro informó a Gabriel de cuanto sabía, tomó el joven el escrito que había extendido y en que solicitaba su licencia absoluta, y antes de que fuese más tarde y se publicaran en la ciudad los sucesos de la noche anterior, se dirigió a palacio y solicitó una audiencia del presidente. Recibido en el acto, Gabriel le refirió cuanto había ocurrido, sin omitir la revelación hecha por Pie de lana de ser su padre, lo que confirmó antes de expirar el alcalde Arochena. Añadió que tenía en su poder una declaración, escrita y firmada algunos años antes por don Fernando Fernández de Córdoba, en la que constaba que él era un expósito, y concluyó diciendo tener la convicción de que el autor de sus días era el reo a quien había llevado a la cárcel la noche anterior.

El anciano presidente escuchó estupefacto la relación de Gabriel y recibió el memorial que éste le presentó en seguida con el despacho de capitán. Después de reflexionar un momento, dijo:

—Usted procede con cordura al dar este paso. Después de lo que ha sucedido y que no tardará dos horas en hacerse público, no sería posible que continuara usted vistiendo el uniforme militar un día más. Lo siento en el alma, joven. Usted pudo haber hecho una carrera brillante; pero la suerte no lo ha querido. ¿Puedo servir a usted en algo?

—Sí señor —contestó Gabriel—; tengo que pedir a vuestra excelencia un favor.

—Diga usted.

—Un permiso para poder ver a mi padre en la prisión.

Bustamante se dirigió a la mesa y extendió una orden para que se permitiese al portador la entrada a la cárcel a cualquier hora y la más franca comunicación con el reo…

—¿Bajo qué nombre está inscrito en el registro? —preguntó el presidente.

—Bajo el de Juan Bermúdez —contestó Gabriel.

El presidente escribió el nombre y apellido del reo, firmó la orden y al entregarla a Gabriel, le tomó la mano con efusión y le dijo:

—Vaya usted a cumplir con su deber.

El joven saludó con respeto al presidente y se retiró.

Dos horas después recibía su licencia absoluta, extendida en términos muy honrosos a su persona. Profundamente conmovido, se desnudó aquel uniforme de que se sentía orgulloso y que había llevado seis años, y vestido de paisano, se dirigió a la cárcel.

Entretanto, corría en la ciudad la noticia de los extraños acontecimientos de la noche anterior. Todos contaban y comentaban los diversos lances ocurridos en casa del escribano Martínez de Pedrera; pero ni la muerte de Arochena, ni la captura misma de Pie de lana tenían, en concepto del público, la mitad de la importancia que el hecho de haberse descubierto que el cabecilla de los bandidos era el padre del capitán Gabriel Fernández. Multiplicábanse los comentarios y las conjeturas. ¿Qué hará? ¿Pretenderá continuar en el servicio? ¡Imposible! exclamaban todos. ¿Y el casamiento? Menos.

—Bien pensé yo siempre —decía uno—, que no podía el tal Gabriel ser hijo de Fernández.

Esta observación, que debía dar a su autor la reputación de observador sagacísimo, fue repetida en el acto por no sabemos cuántos millares de bocas. Lo cierto es que al caer la tarde, más de media ciudad había pensado siempre «que el tal Gabriel no podía ser hijo de Fernández».

Con la noticia de la captura de Pie de lana y del descubrimiento de que éste era el padre de Gabriel, corría otra de tan escasa importancia comparada con aquélla, que apenas se fijaba en ella alguna atención. Tal era la de que don Juan de Montejo había salido aquella misma mañana para Acajutla, donde debía embarcarse, pues se proponía hacer un viaje muy largo en la América del Sur. La gente estaba acostumbrada a las idas y venidas de don Juan y un viaje más no era para causar sorpresa a nadie.

La verdad era que apenas uno que otro de los que tomaron parte en el combate de la noche anterior conoció a don Juan de Montejo, y éstos recibieron orden superior de conservar secreta la identidad de aquel sujeto con el jefe de los bandidos. Así fue que el público no sospechó la verdad y creyó fácilmente que don Juan había partido para hacer un largo viaje. El reo estaba incomunicado para todos, menos para Gabriel, y el oidor juez de provincia encargado de instruir la causa, tenía orden de tomarle las declaraciones en el calabozo.

Todo se hizo con reserva y prontitud, pues el presidente previno que cada veinticuatro horas se le diese cuenta del estado de la causa. Juan Bermúdez, o sea Pie de lana, no negó uno solo de los cargos que se le hicieron. Lo único que no hizo, por más que se le apremió, fue denunciar a sus cómplices. A los tres días, el reo, convicto y confeso de varios asesinatos y robos, fue condenado a la pena del último suplicio, y dos días después el tribunal superior confirmaba el fallo. Se mandaba poner en libertad a doña Catalina Robles y a Rosalía Matamoros, que se encontraban en la casa del escribano la noche de la captura de los bandidos; pero a quienes no resultaba complicidad alguna con éstos, y se dictaban nuevas órdenes para la captura de don Ramón Martínez de Pedrera.

Pie de lana entró en capilla. Esta noticia (triste es decirlo), fue una buena nueva para la ciudad. No era un sentimiento de amor a la justicia, no era la idea de que la sociedad iba a verse libre de un enemigo peligroso lo que hacía que el público acogiera la noticia con agrado. Era que anunciaba un acontecimiento que iba a romper la monotonía de la vida de una población para quien el día de hoy, enteramente igual al de ayer, había de ser idéntico al de mañana. Habían transcurrido algunos años desde la última ejecución de justicia; el espectáculo tendría, pues, para muchos de los que se proponían asistir a la fiesta, el atractivo de la novedad. Don Juan se preparó a morir con la entereza que debía esperarse de su carácter varonil. La víspera del día en que iba a ejecutarse la sentencia, después de haber cumplido sus deberes religiosos, el reo se quedó solo con Gabriel, que no se separaba de él un solo instante. Don Juan procuraba consolar al desdichado joven que, abrumado de dolor e hincado de rodillas, bañaba con lágrimas la mano de su padre.

—Hijo mío —decía el llamado Pie de lana—, es necesario que aceptes con valor esta prueba dolorosa y que el ejemplo terrible que se ofrece hoy a tus ojos te sirva en todo el curso de tu vida. No te desvíes jamás del sendero del deber. No busques la felicidad en los falsos bienes de este mundo y no olvides jamás que de nada sirven las riquezas, los honores, la consideración social, cuando falta la tranquilidad de la conciencia. Yo he consagrado mi vida a esos falsos ídolos, y no es ¡ay! sino hasta ahora, cuando me encuentro a las puertas de la eternidad, que comprendo toda la magnitud de mis faltas, y cuán erróneos han sido mis cálculos.

—Hay, —añadió con voz entrecortada por la emoción—, hay una mujer con quien he sido injusto y cruel, después de haberla arrastrado al abismo de la perdición. Es tu madre, pídele que me perdone y olvide todo el mal que le hice. Ámala, procura aliviar sus sufrimientos; paga por mí esa deuda sagrada. He ahí, hijo mío, el único y triste legado de tu pobre padre.

Dos lágrimas se desprendieron de los ojos de don Juan, las primeras que había derramado aquel hombre desde los días de su infancia. Gabriel le hizo la más solemne promesa de no abandonar jamás a su madre y de prodigarle toda la ternura de que era capaz su corazón.

Al siguiente día, a las once, se presentó en la capilla el ejecutor de la justicia e hizo que don Juan vistiera una túnica negra, con una cruz roja, y que se cubriera la cabeza y la cara con un capirote donde se veían dos agujeros, para que pudiese el reo ver por ellos el crucifijo que le presentaba uno de los sacerdotes que lo acompañaban.

La fúnebre procesión se puso en marcha. Abríanla los agentes de policía; en medio iba el reo, sentado en un mulo y con pesados grillos en los pies: a la derecha los eclesiásticos y a la izquierda Gabriel, pálido con la cabeza descubierta e inclinada sobre el pecho. Cerraba la comitiva una compañía del Fijo, al mando del capitán Hervias, tan conmovido como el hijo de aquél a quien iban a ajusticiar.

Un gentío inmenso llenaba las calles. Los balcones, y hasta los tejados estaban llenos de curiosos, que habían acudido con la esperanza de conocer a Pie de lana. No pudieron verle la cara y con esto el espectáculo perdió la mitad del interés para aquella buena gente.

Llegada la fúnebre comitiva al pie del cerro del Carmen, donde se había erigido el cadalso, quitaron los grillos al reo, que subió con paso firme. Gabriel lo siguió, sin que se lo impidieran, pues había orden para que pudiese hacerlo, y en el momento en que el verdugo ponía el dogal al cuello del reo, el joven se hincó de rodillas y le besó las manos. La multitud presenció con recogimiento aquel espectáculo conmovedor. En el mismo instante partió un grito doloroso del grupo de gente que rodeaba el patíbulo. Una mujer que llevaba la cara cubierta con un velo, cayó sin sentido en brazos de una joven que la acompañaba. Don Juan se estremeció al oír aquel grito, que le hizo recorrer en un segundo la historia de una gran parte de su vida.

—¡Perdón, perdón! —murmuró en voz baja, tan baja que sólo Gabriel pudo escucharla. Un momento después todo había concluido. La justicia humana estaba satisfecha, y Pie de lana había dejado de existir.