CAPÍTULO XVIII

Cómo cumplió su promesa el alcalde don Diego de Arochena

Los diez individuos a quienes habían visto entrar en el cementerio los espías de Arochena, estaban encerrados en la capilla. Como el alcalde y su gente entraron sin hacer el más ligero ruido, no advirtieron aquéllos lo que sucedía y no pudieron ponerse a salvo. Dejó don Diego diez hombres a la puerta y entró con los demás que componían el cuerpo de policía que había organizado.

Al verse sorprendidos los de la capilla, quisieron hacer uso de las armas; pero Arochena estaba resuelto a no dejar escapar uno solo.

—¡Téngase a la justicia del rey! —gritó, levantando la vara, símbolo de la autoridad—, ¡Fuego sobre el primero que haga el menor movimiento!

Los veinte hombres del alcalde apuntaron con sus fusiles al grupo de los embozados, que no se atrevieron a hacer resistencia.

—Desarmarlos y atarlos —dijo en seguida Arochena; y mientras cuatro de los suyos se ocupaban en cumplir aquella orden, tomó don Diego una linterna y fue examinando a los presos uno por uno con el mayor cuidado.

La impaciencia del abogado pelirrojo se revelaba en ciertos movimientos que hacía y en algunas palabras entrecortadas que se le escapaban, cada vez que pasaba de uno a otro de los presos, y veía que no estaba entre ellos don Juan de Montejo.

Luego que estuvieron bien asegurados, mandó Arochena que saliesen todos, menos uno, que eligió a la casualidad. Lleváronlos afuera, y en seguida hizo sufrir al preso un minucioso interrogatorio. Las respuestas eran vagas e inconducentes, y de ellas infirió el astuto letrado que aquel hombre debía ocupar un rango muy inferior en la cuadrilla. Hizo entrar otro y otro y los examinó, con igual resultado, hasta que dio con uno que parecía mucho más entendido que los demás. Empleando alternativamente las amenazas más terribles y las promesas más halagüeñas, logró don Diego obtener de aquel hombre algunos datos importantes.

—Elige —le dijo el alcalde—; o la horca dentro de ocho días, o el perdón y doscientos pesos de recompensa.

El bandido ofreció que diría la verdad y don Diego le hizo las siguientes preguntas:

—¿Con qué objeto os habíais reunido aquí esta noche?

—Con el de concertar el modo de poner en ejecución una orden que habíamos recibido.

—¿Cuál era esa orden?

—La de asaltar la casa de don Juan Manrique de Guzmán.

—¿Y quién os la dio?

—Nuestro jefe.

—¿Quién es él?

—Lo ignoro. No lo conozco más que por Pie de lana.

—¿Y lo has visto alguna vez?

—Varias; pero siempre de noche, embozado hasta los ojos y no podría yo decir a derechas cómo son sus facciones.

—Bien —dijo Arochena, y reflexionando durante un momento, añadió:

—¿Conoces a un caballero que se llama don Juan de Montejo? ¿Lo has oído hablar alguna vez?

—Lo he visto; pero nunca lo he oído hablar.

—¿Encuentras alguna semejanza entre ese caballero y Pie de lana?

—Tiene poco más o menos, la misma estatura. Es cuanto puedo decir.

—¿Se reúnen los de la cuadrilla en alguna otra parte?

—Sí, señor, en la casa contigua a la del escribano real don Ramón Martínez de Pedrera.

—¿Sabes qué día han de reunirse allí?

—Mañana a las siete y media de la noche. Estamos citados para recibir órdenes.

—¿Y vosotros cuándo deberías dar cuenta de la comisión que ibas a desempeñar esta noche?

—En la misma reunión de mañana. Teníamos orden de no aventurar el golpe, si se presentaba algún obstáculo imprevisto; así es que el jefe no extrañará el saber mañana que no ha habido esta noche novedad alguna en la casa que nos había mandado asaltar. Esperará mis explicaciones.

—¿Y cuáles eran vuestras instrucciones para ese asalto?

—Se contaba con que nos abriría la puerta un criado de la casa. Debíamos apoderarnos del dinero y de la plata labrada, sin hacer daño a nadie, si no había resistencia, y dando muerte a cualquiera que intentara oponérsenos.

—Bien —dijo Arochena—. Mañana sabré si lo que me has dicho es la verdad; si has de ir al patíbulo, o si has ganado el perdón y el premio ofrecido.

Dicho esto, salió con el preso, y ordenando la marcha, condujo a los diez ladrones a la cárcel pública, mandando se les encerrara en bartolinas separadas y que se les mantuviese incomunicados hasta nueva orden.

Nadie supo en la ciudad lo que había ocurrido aquella noche en el cementerio del Sagrario. A las ocho de la mañana el alcalde Arochena se presentó en palacio y pidió una audiencia para negocio urgente. Recibido en seguida encerrose con el presidente, lo informó de lo sucedido y le pidió una orden para que aquella noche, a las siete, estuviera lista una compañía del Fijo, al mando de un capitán, a quien se previniera obrar de entero acuerdo con él en un asunto en que se interesaba el servicio del rey. El mismo Arochena extendió la orden que firmó el capitán general, y salió a preparar el golpe.

Entretanto, Pie de lana, o sea don Juan de Montejo, muy distante de sospechar la tormenta que estaba preparándose a descargar sobre su cabeza, salió muy temprano a recorrer algunas calles y habló con los conocidos a quienes encontró, seguro de que si se hubiera verificado el asalto de la casa de Manrique, no dejaría de saberse y se lo contarían. Era aquel sujeto uno de los principales y más ricos vecinos, y al decir que se le asaltara y robara aquella noche, se proponía el jefe de los bandidos reponer con ganancia los cinco mil duros que había enviado a Gabriel para los gastos de la boda. La suerte lo dispuso de otro modo.

No extrañó Pie de lana que no se hubiese dado el golpe a la casa de Manrique, pues como lo había declarado el preso al alcalde, tenía orden de no aventurar el éxito y prescindir del robo por aquella noche, si se presentaba algún obstáculo serio. Pie de lana no veía jamás de día a los de su cuadrilla; así fue que no pudo concebir la menor sospecha de que hubiesen sido capturados los de la sección destinada al asalto de la casa de Manrique.

Arochena, no menos cauto que el jefe de los bandidos, no quiso presentar al coronel que mandaba el batallón de línea la orden del capitán general, sino a la hora precisa de dar el golpe. Sabía que todas las noches, a las siete estaba en el cuartel y que sería obra de un momento el designar la compañía que había de desempeñar la comisión y el capitán que debía mandarla.

Al dar la hora, el alcalde, que había comunicado ya sus instrucciones al cuerpo de policía, se presentó en el cuartel del Fijo y solicitó hablar al coronel de un asunto urgente del servicio del rey. Encerráronse en el cuarto de banderas y Arochena puso en manos del jefe del batallón la orden del capitán general.

—Perfectamente —dijo el coronel, después de haberla leído—. La compañía no tiene más que hacer que tomar los fusiles. En cuanto al capitán que ha de mandarla… (y se detuvo un momento reflexionando). Se me previene designar uno que sea de acreditado valor y de la más absoluta confianza. El que reúne esas circunstancias es el capitán don Gabriel Fernández de Córdoba.

El alcalde se quedó cortado al oír aquellas palabras. No es posible preverlo todo y no había imaginado que la elección del coronel pudiese fijarse en aquel oficial.

—¡El capitán Fernández! —exclamó Arochena—. ¿No pudiera ser otro el designado?

El viejo militar frunció las cejas y contestó secamente al alcalde:

—El capitán general deja a mi cuidado la elección. Supongo que el señor alcalde no pretenderá conocer mejor que yo a los oficiales del cuerpo. Fernández es el más a propósito; él debe ir e irá, a menos que reciba yo orden contraria de mi superior.

Arochena vio su reloj: eran las siete y cuarto. Temió que no hubiese tiempo de ir a ver al capitán general e instruirlo de los motivos que tenía para objetar la designación del capitán, y dijo al coronel:

—El asunto de que se trata es gravísimo. ¿Usted cree que Fernández cumplirá la orden de proceder de entero acuerdo conmigo, aunque haya necesidad, por ejemplo, de pasar sobre su propio padre?

—Lo creo —respondió secamente el coronel.

—Bien —dijo Arochena—; sírvase usted dar sus disposiciones.

Salió el coronel, y dos minutos después la compañía estaba formada en el patio del cuartel, con armas y parque y Gabriel Fernández a la cabeza de ella, con orden de ir a desempeñar una comisión muy importante del servicio del rey. Por toda instrucción recibió la de proceder de entero acuerdo con su señoría el alcalde de primer voto, licenciado don Diego de Arochena.

Pusiéronse en marcha. Precedía el cuerpo de policía, algunos de cuyos individuos llevaban lazos, mordazas, escalas, hachas, sierras y otros útiles, como también seis angarillas, en la previsión, sin duda, de que podría ser necesario conducir heridos o muertos. A todo había previsto el cuidado del alcalde. Seguía la compañía del batallón con sus oficiales y el capitán Fernández, a cuyo lado caminaba Arochena con los ministriles de la justicia y el escribano de cabildo. Como era temprano, advirtió el vecindario el acontecimiento, y las gentes veían detrás de las vidrieras de las ventanas y sin atreverse a abrir, aquel extraordinario, inusitado y pocas veces visto despliegue de fuerzas en las tranquilas y pacíficas calles de Guatemala, más semejantes en aquella época y a tal hora a claustros de conventos que no a vías públicas de una ciudad.

Cada cual interpretaba el suceso como mejor le parecía. Quién sospechaba un alzamiento; quién una invasión de insurgentes mexicanos, y no faltó ciudadano de espíritu asombradizo que atribuyera el movimiento de la tropa y la policía a que el mismo Napoleón estaba a las puertas de la ciudad con sus ejércitos, para vengar las derrotas sufridas en España.

Entretanto, la cabeza de la columna llegó frente a la casa contigua a la del escribano Martínez de Pedrera, cuya puerta golpeaba con fuerza un individuo, a quien no pudo conocerse, a causa de la oscuridad de la noche.

—Prendan a ése —gritó Arochena, suponiendo que debía ser alguno de los de la cuadrilla que intentaba anticiparse a dar aviso a sus compañeros. Cuatro o seis policías embozados en sus capotes negros rodearon al que llamaba, quien no pudiendo tenerse sobre sus pies, cayó a plomo delante de la puerta.

—¡Sable y lanza! —exclamó el caído—; por vida de… que Rosalía se ha dormido y no me abre.

Era el pobre capitán retirado con goce de medio sueldo, don Feliciano de Matamoros, que habiendo bebido durante toda la tarde más de lo ordinario, había tomado por su propia casa la contigua a la del escribano.

Cuando se vio rodeado de aquellas figuras, que aprestaban los lazos para atarlo, el capitán levantó la voz y exclamó:

—Apartaos, apartaos de mí, aves nocturnas, y dejadme en paz. Apartaos, espíritus de las tinieblas; apartaos malditos fantasmas —repetía, mientras lo ataban; pero, habiéndole acomodado una mordaza en la boca, no pudo continuar sus elocuentes apostrofes. Dejáronlo atado y amordazado, y en seguida el alcalde y el capitán se ocuparon en distribuir parte de la tropa en torno de la manzana. Hecha esta operación y seguros de que nadie podría escapar, rompieron a fuerza de hachazos la puerta de la casa y entraron. Vieron en la sala un sofá, algunas sillas y una mesa muy grande; pero no encontraron alma viviente. Sobre la mesa estaban dos velas apagadas. Ocurrióle al astuto don Diego tocar los pabilos de las velas y encontrándolos calientes, dedujo que debían haber sido apagadas hacía apenas un instante. Recorrida la casa, advirtió Arochena que tenía no una, sino varias puertas que comunicaban con la del escribano Pedrera. Mandó forzar una de ellas y entró, seguido de su gente. Gabriel no acertaba a comprender lo que podía significar aquella invasión de su pacífica y tranquila posada; pero obediente a sus instrucciones, hacía cuanto le indicaba el alcalde.

Recorrieron la casa, sin hallar otro habitante que el negro Benito, a quien no pudo Arochena sacar una palabra, ni con halagos, ni con amenazas. Mandó que lo ataran fuertemente y que no lo dejaran escapar y continuó registrando minuciosamente la casa. Concluido el cateo de la parte que daba al patio exterior, preguntó el alcalde a Gabriel:

—¿Dónde está, señor capitán, la puerta que conduce al patio interior de esta casa? Yo no la descubro por más que la busco.

—Ni la encontrará usted, señor alcalde —contestó Gabriel—, pues no la hay. Esta parte se comunica con la otra por medio de un torno, que voy a mostrar a usted. Es una rareza, un misterio que hay en esta casa y que jamás he podido explicarme.

Llegados el alcalde, el capitán y la gente delante de la puerta que cubría el torno y queriendo abrirla, vieron que estaba fuertemente asegurada por dentro; pero no tardó en abrirse, despedazada por el golpe de las hachas. El torno había desaparecido. No quedaban más que algunas de las tablas que lo formaban, caídas en el piso del boquerón.

—Por aquí han entrado —exclamó el alcalde—, no se escaparán.

—¿Quiénes? —preguntó Gabriel.

—Ellos —dijo Arochena—; Pie de Lana y su cuadrilla.

—¡Pie de lana aquí en mi casa! —exclamó el capitán asombrado.

—En la casa del escribano Pedrera, querrá usted decir —replicó don Diego—. Luego llamando a unos cuatro de los más resueltos entre los que formaban la policía, les mandó que penetraran por el boquerón.

No podían hacerlo sino de uno en uno. Comenzó a entrar el primero, y apenas había penetrado, sonó un tiro por la parte de adentro, se escuchó un ¡ay! , y el que intentaba entrar quedó sin movimiento. Retiráronlo. Estaba muerto, y con la cabeza atravesada por una bala.

—Los bandidos están resueltos a disputar su vida, capitán —exclamó Arochena—. Es necesario penetrar en ese patio por otra parte. Las escalas, pronto. Queden aquí diez hombres del batallón, si a usted le parece, y entremos por algunas de las casas vecinas.

—La que debe tocar con ese patio —dijo uno de los oficiales del Fijo—, es la del maestro de armas don Feliciano de Matamoros.

—Pues vamos allá —dijo Arochena; y seguido por Gabriel, por la policía y por los soldados que estaban disponibles, salieron de la casa, dejando orden al oficial situado junto al boquerón con diez hombres, de hacer fuego sobre cualquiera que intentara salir.

Llamaron a la puerta de la casa del maestro de armas, salió a abrir una de las hijas de don Feliciano, quien temblando al ver tanto soldado, dijo que ni su padre, ni su hermana Rosalía, ni su hermano Antonio estaban en casa. Entró el alcalde, y Gabriel tuvo que seguirlo, no sin experimentar un sentimiento de vergüenza y de confusión, al penetrar de aquella manera en la casa de la mujer con quien se había conducido de un modo tan ajeno de un hombre de corazón y de un caballero. Consolábase con la idea de que no haría más que pasar y que no se encontraría con la joven, a quien no se atrevería a mirar de frente. Prefería batirse dos horas con Pie de lana y su cuadrilla antes que arrostrar durante dos segundos la mirada de Rosalía.

Pero lo que había dicho la niña era cierto. Gabriel y don Diego atravesaron la casa sin encontrar a nadie y penetrando hasta el gallinero, les llamó la atención el ver una mesa sobre la cual estaba una silla, arrimada a la pared que parecía ser la divisoria de las dos casas. Puestas las escalas, subieron, y su asombro subió de punto al ver una especie de escalera contra la misma pared por la parte de adentro.

Un momento después, Gabriel, Arochena y un pelotón de cincuenta o sesenta hombres, entre soldados del Fijo y policías, estaban en la huerta de la casa del escribano. Se les dispararon unos diez o doce tiros, que partieron de algunos grupos de hombres que se veían detrás de los árboles, y cayeron heridos unos cuantos de los que acompañaban al alcalde y al capitán. Irritado éste con aquella hostilidad, mandó hacer fuego a los grupos y se vieron caer varios bultos.

—¡A ellos, a la bayoneta! —gritó Gabriel, y lanzándose como un león, a la cabeza de los soldados, llevando, a su lado al alcalde, cayeron sobre los bandidos, que se retiraron y fueron a apoyarse contra la pared de la huerta. La lucha fue corta, pero terrible. Los ladrones se defendieron con extraordinario valor, animados por uno que parecía ser su jefe, que peleaba embozado en una capa y con el sombrero hundido hasta los ojos.

De repente se encontraron aquel hombre y el alcalde Arochena y trabaron un combate a muerte. Cayó el embozo del desconocido y al verle la cara, gritó don Diego:

—¡El es! —No pudo decir más. El jefe de los bandidos atravesaba con su espada al alcalde, que cayó, revolcándose en su sangre.

Gabriel, fuera de sí, tomó una pistola que llevaba asegurada en el cinturón, y amartillándola, apuntó al que acababa de herir mortalmente al alcalde. Un momento más, y habría disparado.

—¡Detente, insensato! —gritó el desconocido, bajando hacia el suelo la punta de su espada—. ¡Soy tu padre!

—¡Mi padre! —exclamó Gabriel, como herido por un rayo—; ¡mi padre!

—Si —dijo Arochena, con voz entrecortada y balbuciente—. Es su padre…

Usted, añadió volviéndose a Gabriel, es hijo bastardo de… Pie de lana. Diga usted al capitán general que he cumplido mi promesa, aunque a costa de mi propia vida… Capitán, pongo ese reo de muchos robos y asesinatos bajo la salvaguardia del honor militar de usted. Y expiró.

En aquel momento dos mujeres a quienes nadie había visto, pues se habían mantenido ocultas detrás de unos cimientos durante el combate, avanzaron hacia el grupo de los combatientes. Una de ellas se dirigió al jefe de los bandidos y le dijo:

—¿He oído bien? ¿No ha dicho usted que ese joven es su hijo?

—Si —contestó el desconocido—; es mi hijo.

—¡Ah! —exclamó la mujer—; entonces es también hijo mío. Sí, mi hijo, mi hijo, gritó y rodeó con un brazo el cuello de Gabriel, que estaba mudo de asombro, de confusión y de vergüenza. Con alguna dificultad logró desasirse de la que lo tenía abrazado y dijo al desconocido con voz entrecortada por la emoción:

—Si es cierto que usted es mi padre, mañana cumpliré con los deberes de hijo. Ahora debo cumplir con los de oficial del rey. Pase usted. Y partieron todos.