Acontecimientos inesperados
Entre la correspondencia de España que se recibió en Guatemala por un navío llegado a Trujillo tres meses después que el que había traído la noticia de los ascensos, vino una carta sellada, en lacre negro, con las armas de los Fernández de Córdoba y dirigida a don Andrés de Urdaneche. Contenía el aviso del fallecimiento de don Fernando, transmitido por un sobrino suyo, que era, según informaba él mismo, albacea y uno de los herederos del finado. Se recomendaba a don Andrés, en virtud de una cláusula del testamento, abriese un pliego cerrado y sellado que don Fernando había puesto en sus manos en vísperas de salir de Guatemala, rogándole cumpliese la comisión que se le daba en aquel escrito.
Tomó Urdaneche el pliego que había conservado cuidadosamente durante siete años, y sobre cuya cubierta estaban escritas las siguientes palabras:
«A don Andrés de Urdaneche; para abrirlo cuando tenga noticia cierta de mi fallecimiento»; y firmaba: «Fernando Fernández de Córdoba».
Abriolo v vio que contenía una memoria en que don Fernando refería minuciosamente el hecho, que conocen nuestros lectores, de haber sido expuesto a las puertas de su casa, en la madrugada del 28 de diciembre de 1792, un niño de padres desconocidos, a quien él y su esposa recogieron por caridad, dándole el nombre de Gabriel y su propio apellido. Agregaba que al morir su esposa, le había hecho prometer que mientras él viviera, guardaría estrictamente aquel secreto, y que se proponía cumplir la promesa. Que resuelto a salir del país y no estando obligado a llevar consigo al expósito, lo dejaba al cuidado de un antiguo criado de la casa, con algún dinero para sus gastos, mientras aprendía algún oficio. Que no podía ni quería hacer más por un niño que no era hijo suyo, y que rogaba a su buen amigo don Andrés de Urdaneche, su único corresponsal en Guatemala, que al tener noticia de su muerte, pusiera en conocimiento del llamado Gabriel, cuál era su origen y que ningún derecho le asistía a reclamar parte alguna de su herencia. Firmaban aquella declaración, como testigos del hecho de haber sido expuesto el niño a sus puertas, dos criados que lo presenciaron. Agregaba, por último, que don Andrés estaba en plena libertad de hacer público el contenido de aquella declaración, que hacía bajo juramento.
No hay para qué decir que la revelación que contenía aquel escrito no sorprendió a Urdaneche, que no ignoraba lo substancial de ella, aunque no tuviese conocimiento de las circunstancias que la acompañaron. Después de reflexionar un momento, le pareció prudente dar conocimiento a don Juan de Montejo de lo que ocurría, antes de decir una palabra a Gabriel; y como su salud estaba cada día más delicada y no salía a la calle sino para ir a la casa comercial, escribió dos líneas a don Juan, rogándole pasara a verlo sin pérdida de tiempo.
Media hora después estaba Montejo en el gabinete de don Andrés, a quien encontró pálido, desencajado y con un aspecto más de muerto que de vivo. El viejo negociante puso en manos de don Juan la carta de Cádiz en que le daban aviso del fallecimiento de Fernández, y luego que la hubo leído, le presentó el pliego a que se refería la carta.
—Esto tenía que suceder al fin —dijo Montejo con tranquilidad—. ¿Y qué piensa usted hacer?
—Cumplir inmediatamente con la recomendación —contestó Urdaneche.
Don Juan permaneció pensativo durante un momento, y luego dijo:
—Pues yo suplico a usted difiera por algunos días el dar cumplimiento a ese encargo.
—Fernández —contestó fríamente Urdaneche—, ha sido corresponsal de la casa, y debo en tal concepto, dar cumplimiento a sus órdenes, con exactitud y sin tardanza.
—Pero aquí no se trata —replicó Montejo—, de un negocio, sino de un asunto puramente privado.
—Entre don Fernando Fernández de Córdoba y yo —dijo don Andrés—, no han mediado nunca más que relaciones comerciales, y si me ha dejado este pliego con encargo de abrirlo a su muerte, es porque somos sus únicos corresponsales en Guatemala. Tenía algunos fondos en la casa, pues hasta ahora no ha dispuesto sino de una parte del valor de las existencias que le compramos, y es necesario que Gabriel, al saber la muerte del que ha considerado padre suyo, sepa la verdad y que no tiene derecho a reclamar parte alguna de la herencia.
—Pero si usted hace público el contenido de ese pliego —exclamó Montejo, poniéndose rojo de ira—, se hará imposible el matrimonio de mi… de Gabriel con Matilde de los Monteros.
Urdaneche levantó ligeramente los hombros por toda contestación.
—Creo, señor don Andrés —continuó don Juan—, que algunas obligaciones más me debe a mí la casa de Agüero y Urdaneche que las que puede deber a don Fernando Fernández de Córdoba.
—No acostumbramos hacer —respondió don Andrés—, diferencia alguna entre nuestros clientes por las sumas que tengan en la casa. Todos tienen igual derecho a nuestra consideración y a ser servidos con la misma puntualidad.
Montejo acabó de impacientarse al ver la sangre fría y la tenacidad del anciano. Los instintos feroces del bandido comenzaron a despertarse en el alma de Pie de lana, que temblando de rabia, metió la mano bajo su chaleco e hizo asomar el mango de un puñal. Urdaneche advirtió el movimiento, y sacando una pistola que llevaba oculta en la faltriquera, la amartilló y apuntó tranquilamente a don Juan.
En aquel momento se abrió la puerta del gabinete, dando tiempo apenas a aquellos dos hombres para esconder las armas. Era un criado que tenía en la mano una carta, y dijo al entregarla a don Andrés.
—Un correo que viene ganando horas, ha traído esta carta.
El sirviente se retiró. Urdaneche echó una ojeada al sobrescrito y dijo:
—Es del corresponsal de Sonsonate. Con permiso de usted; y la abrió.
Montejo, al oír decir «correo ganando horas, de Sonsonate», comprendió lo que podía ser aquello, y sus ideas tomaron una dirección muy diversa de la que llevaban pocos minutos antes. La mayor parte de su fortuna podía depender del contenido de aquella carta.
Fijó los ojos en Urdaneche con la más viva emoción. Advirtió que un ligero temblor, como convulsivo, agitaba los labios cárdenos del viejo negociante. La carta no tenía más que unas pocas líneas, sin duda, pues don Andrés la leyó en un segundo. En seguida la pasó a Montejo, diciendo:
—A usted le interesa esto tanto como a nosotros.
Montejo leyó lo siguiente:
«La fragata «Atrevida» ha llegado hoy. La expedición había sido denunciada. El cargamento entero está decomisado. Vea usted si puede hacer algo».
—¡Arruinados! —exclamó Urdaneche—, ¡arruinados sin remedio alguno!
Al decir esto, cayó a plomo y como herido por un rayo, con la cabeza sobre la carta de Cádiz que había dado origen a la agria cuestión con Montejo. Un ataque de apoplejía fulminante había puesto fin a la vida del anciano.
Montejo le levantó la cabeza y advirtiendo que estaba muerto, tomó la carta de Cádiz y la guardó; puso sobre la mesa la del corresponsal de Sonsonate y saliendo del gabinete, llamó a los criados de Urdaneche.
Momentos después corría en la ciudad la noticia de la repentina muerte de don Andrés, que a nadie sorprendió, sabiéndose que andaba bastante mal de salud y que había sufrido ya uno o dos ataques de congestión cerebral. Nadie supo, sin embargo, sino hasta tres días después, lo que había sido causa inmediata de la catástrofe. El decomiso del cargamento valiosísimo que trajo a Acajutla la fragata «Atrevida», se supo por todas partes. Algunas personas del comercio, sea por rivalidad oculta con la casa, sea porque temiesen algún quebranto en sus intereses con la introducción, en cantidad considerable, de efectos que podrían venderse a precios mucho más bajos que los de plaza, lo cierto es que ocurrieron en queja y reservadamente a la autoridad que no pudo hacerse sorda a una formal denuncia y dio órdenes preventivas a los puertos para el embargo del cargamento. Se consideró a la casa de Agüero y Urdaneche arruinada por completo, y así era la verdad. El golpe fue terrible. El pasivo ascendía a cerca de un millón de pesos, suma enorme para el país y para la época. Pocos eran los que no perdían alguna suma en aquella quiebra, que fue por entonces y durante muchos años después, el tema general de las conversaciones. Ante la importancia de aquel acontecimiento, pareció insignificante la noticia, que corrió casi al mismo tiempo, de haber muerto en Cádiz don Fernando Fernández de Córdoba. Varios negociantes que tenían corresponsales en aquella ciudad habían recibido cartas en que se refería el suceso. Llegó el rumor a oídos de Gabriel, y corrió a pedir informes a don Francisco Agüero, único que podía dárselos ya. El pobre caballero, abrumado con su propio infortunio, contestó algo secamente al joven capitán que nada podía decirle sobre lo que deseaba saber. Y era la verdad, pues Urdaneche no había tenido tiempo de comunicarle la noticia.
Salió Gabriel en la mayor inquietud y comenzó a tomar informes con las personas que tenían cartas de Cádiz. Los que pudo obtener confirmaron la desgracia. El desdichado se encerró en su habitación, entregado al dolor, pues se consideraba con hartos motivos para sentir y llorar la pérdida de aquél a quien consideraba como padre. ¡Cuán lejos estaba de saber por entonces que no le debía una sola lágrima! El único que hubiera podido revelarle la verdad, don Juan de Montejo, no quiso hacerlo. Temía, y con razón, que al saber Gabriel que no era hijo de don Fernando Fernández de Córdoba, no consentiría en llevar aquel apellido por un solo instante; y que, pundonoroso como era, se haría un deber de referir el hecho a la familia de Espinosa. Don Juan, menos escrupuloso, quería prolongar el engaño, al menos por tiempo necesario para que tuviese lugar el matrimonio. La catástrofe de la casa de Agüero y Urdaneche le hacía perder la mayor parte de su fortuna; pero aún conservaba algunos valores que podrían cubrir muy suficientemente los gastos del matrimonio y establecimiento de aquel hijo a quien tanto amaba. Y después, ¿no sabemos que don Juan de Montejo, o sea Pie de lana, contaba con los medios de reparar, en parte al menos, aquella pérdida? El que había sabido hacerse de una suma considerable, podía ofrecer al reconocer públicamente a su hijo después de casado, constituir a su nuera una dote bastante respetable dentro de pocos años. Tales eran los propósitos de don Juan, y debemos confesar que, dejando aparte la falta de moralidad de sus cálculos, ellos eran, por lo menos, bien fundados.
Montejo aunque era uno de los que sufrían más en la quiebra de Agüero y Urdaneche, no mostró el menor cuidado por aquella pérdida. Por el contrario, dijo a todo el mundo que para él el quebranto era casi insignificante. Continuó viviendo con la misma ostentación y arriesgando gruesas sumas al juego, como lo tenía de costumbre. Aquel procedimiento sagaz mantuvo incólume su crédito y todo el mundo dijo que le quedaba un caudal doble o triple del que había perdido en la quiebra.
Con bastante reserva realizó algunos de los valores de que podía disponer y que le produjeron cinco mil duros en oro. Puso aquella suma en un saco y escribió en una tira de papel las siguientes, palabras:
«A Gabriel, para los gastos de su matrimonio; a buena cuenta de la herencia de su padre».
Al entrar una noche en su cuarto, encontró Gabriel aquel saco y aquella tira de papel sobre su mesa. Leyó y se quedó sorprendido al ver las palabras que dejamos transcritas. No sabía qué pensar de tan extraordinario incidente. Había dejado su cuarto cerrado y llevádose la llave; ¿Quién había podido poner allí aquel saco y aquel papel? interrogó al escribano, a Benito; nadie sabía una palabra. En fin, calculó se lo habría enviado alguna persona que tuviese el encargo de entregarle aquella suma que, como decía el papel de remisión, era parte de su herencia paterna. Eso bastaba para tranquilizarlo y lo ponía en aptitud de hacer uso del dinero.
Muerto don Fernando Fernández, Gabriel podía disponer su casamiento. En efecto, habló a don Pedro Espinosa de los Monteros y a doña Engracia y encontró en ellos la mejor disposición a que se efectuara la boda. Corriéronse las diligencias y se dispuso celebrar la ceremonia un mes después. Todo el mundo consideraba a Gabriel único heredero de su difunto padre, pues no se había sabido la verdad del caso. Hizo sus compras, montó con lujo la casa que había de habitar con Matilde y tanto él como ella veían aproximarse con júbilo el día de su unión.
Entretanto, el alcalde don Diego de Arochena, instruido por la voz pública de que iba a verificarse el matrimonio, tenía el corazón desgarrado por el despecho y por los celos. No había omitido esfuerzo para llegar a descubrir el origen de Gabriel, y todo su empeño parecía alejarse más y más de lo que formaba el objeto de su ardiente anhelo. Había organizado un cuerpo regular de policías, compuesto de treinta hombres, osados y sagaces, que reclutó entre los criminales que habían cumplido sus condenas y que consideró los más a propósito para seguir la pista a los de la cuadrilla de Pie de lana. Rondaba casi todas las noches: no dormía y estaba siempre pronto a acudir a donde hubiera algún indicio que pudiera servirle para el descubrimiento de los malhechores. El vecindario se hacía lenguas de la actividad, de la energía y del celo del joven alcalde, y se hablaba de reelegirlo cuando cumpliera un año. No sabían los que así hablaban que sus funciones no debían durar más que seis meses (que estaban al expirar), y que pasado aquel plazo, si no entregaba al jefe de los bandidos que infestaban la ciudad, incurriría en un terrible castigo. El no lo ignoraba, y veía con pavor acercarse el término que había fijado, tal vez con imprudente ligereza.
Un día se presentó en su casa uno de sus más hábiles espías y le dijo que rondando algunas noches hacía por los contornos del cementerio del Sagrario, había visto algunos hombres embozados en aquellas calles, lo que le había parecido sospechoso. Que se ocultó del mejor modo posible en el hueco de una puerta y vio que abrían las del cementerio y entraban. Aquéllos debían ser ladrones que abrían las sepulturas y despojaban a los cadáveres de una que otra prenda de algún valor, pues se había visto en algunas de ellas la tierra recientemente removida.
Aquel aviso fue una luz para Arochena. ¿Si era el cementerio, pensó, el punto de reunión de los de la cuadrilla de Pie de lana? Para averiguar si su sospecha era fundada, citó para aquella misma noche, a las once, al cuerpo de policía que había organizado. A la hora señalada se armó y poniéndose a la cabeza de la fuerza, se dirigió a la casa del sacristán de la parroquia. Llamó, hizo que le abrieran, en nombre del rey, y exigió las llaves del cementerio. Cuando las tuvo, distribuyó su gente en los contornos, con orden de no dejar salir a nadie y acompañado solamente por dos de los que hacían de sargentos del cuerpo, entró.
Se encaminó desde luego a una pequeña capilla donde solían depositarse los cadáveres de los pobres antes de sepultarlos, y dejando a sus dos subalternos al cuidado de la puerta, entró solo. La capilla estaba en completa oscuridad. El alcalde fue siguiendo las paredes y dio con una especie de mesa de cal y canto. Aquel objeto suscitó un recuerdo en el espíritu de Arochena. La noche que fue conducido vendado a un sitio desconocido, había dado a tientas con una mesa igual a aquélla. Dirigiose en seguida hacia el medio de la pieza y tropezó con una mesa de madera, exactamente como en la noche de su aventura. Por último como para confirmarlo en la idea de que era aquel sitio a donde lo habían llevado, pasó la mano sobre la mesa y tocó un cadáver.
Sacó el eslabón, la pajuela y un cerillo que llevaba a prevención. Encendió luz, vio que la mesa de cal y canto era el altar y comprendió que el cadáver estaba allí depositado para sepultarlo al siguiente día. El misterio estaba explicado, y era muy probable, casi seguro que aquel sitio había sido elegido para lugar de reunión de los bandidos.
Con aquella convicción se retiró, y al volver las llaves al sacristán de la parroquia, le intimó, bajo pena de la vida, no decir a persona alguna lo que había pasado aquella noche. Seguro de que en una de las siguientes acudirían los de la cuadrilla al cementerio, previno al cuerpo de policía estuviere listo para acudir al primer aviso, dio las instrucciones convenientes a sus espías y los mandó situarse en ciertos puntos desde los cuales podían, sin ser vistos, ver a los que llegasen al cementerio.
En efecto, a la tercera noche, después de las doce, llamaron a la ventana de don Diego. Aunque dormía, era con tanta inquietud, que despertó inmediatamente, y salió al balcón.
—Señor —le dijo el que llamaba—, diez hombres embozados han entrado al cementerio.
—Bien —contestó el alcalde—, ellos son, y muy listos tienen que andar para que se me escapen. Corre al cuartel de la policía y que vengan todos. Salgo al momento.
Mientras el alcalde se vistió y se armó, fue el individuo a desempeñar la comisión. Un cuarto de hora después la escuadra estaba a la puerta del panteón y don Diego, con la vara de la justicia en la mano izquierda, y la espada desnuda en la derecha y acompañado de su gente, entre la que había algunos que llevaban linternas encendidas, penetró en el cementerio.