CAPÍTULO XXV

Explicaciones.

Una elección de alcalde

Los secretos han ido descubriéndose; no repentinamente y todos a la vez, sino uno en pos de otro y siguiendo el procedimiento gradual que emplean comúnmente los acontecimientos de la vida. Sabemos ya quién es la mujer encerrada en casa del escribano Martínez de Pedrera; conocemos las circunstancias que originaron su prisión y no ignoramos quiénes son los padres del héroe de esta historia. La identidad de don Juan de Montejo y el bandido Pie de lana está descubierta. Falta únicamente que usando de nuestro derecho de historiógrafos, agreguemos algunas explicaciones a la relación de doña Catalina de Urdaneche.

Como ha podido comprenderse, don Juan no amó nunca verdaderamente a aquella joven, a quien sedujo por uno de esos caprichos que no son raros en hombres de su carácter. Tampoco tuvo al principio afecto alguno por el niño, y vio con la más fría indiferencia que la pobre madre, horrorizada al saber que era hijo del jefe de una cuadrilla de ladrones y asesinos, resolviera exponerlo a las puertas de la casa de alguna familia principal y rica. No le estorbó, pues, que llevara a cabo aquella resolución, en la madrugada del 28 de diciembre de 1792, cuando la fue siguiendo y vio que dejaba al recién nacido a la puerta de Fernández de Córdoba.

Convenía Montejo, por más de un motivo, que doña Catalina permaneciese oculta. Así evitaría que don Andrés de Urdaneche llegara a saber que era el seductor de su hija, descubrimiento que habría venido a imposibilitar las relaciones entre ellos. Don Juan de Montejo hacía considerables depósitos de fondos en la casa comercial de Agüero y Urdaneche. ¿Sabía don Andrés el origen de la fortuna de don Juan? Tal vez sí, tal vez no. El viejo negociante tenía dos conciencias, la de su casa particular y la del establecimiento de comercio que dirigía. Quizá se habría desdeñado de recibir en su habitación a Montejo; pero en el escritorio era otra cosa. Aquel sujeto era uno de los clientes más importantes de la casa. El último balance arrojaba a su favor un saldo de trescientos veinticinco mil y pico de pesos. Debemos agregar bajo toda reserva, que si Montejo hubiese querido recobrar de pronto aquella suma le habría sido imposible a la casa el devolverla. Urdaneche era atrevido y había empleado todos los fondos disponibles y su gran crédito en una especulación bastante aventurada, y que emprendió con la aprobación del mismo Montejo. Consistía en traer directamente de Inglaterra un buque cargado de algodones, lo cual estaba expresamente prohibido por diferentes disposiciones reales, entre otras una pragmática del año 1771, que castigaba el hecho con comiso de las mercaderías y multa de veinte reales por cada vara de los géneros introducidos. Urdaneche contaba con la tolerancia de las autoridades, ya que no se trataba de defraudar a la real hacienda de sus derechos, sino únicamente de infringir una prohibición absurda. La expedición debía aparecer como procedente de puertos españoles. Si el resultado era favorable, la casa realizaría una ganancia enorme; mas, si por desgracia se descubría la verdadera procedencia de la expedición y se aplicaban las leyes en todo su rigor, la ruina sería segura y completa.

Volviendo a los motivos que tenía don Juan de Montejo para tener oculta a doña Catalina de Urdaneche, diremos que el principal y más poderoso consistía en que ella era ya sabedora de que aquel sujeto y el bandido Pie de lana eran una misma persona. Aunque seguro de la discreción de doña Catalina, Montejo, cauto hasta la exageración, consideró que la depositaria de tan peligroso secreto no debía tener comunicación con nadie.

Montejo vio crecer al joven pepe de la familia de Fernández, y poco a poco fue naciendo y desarrollándose en su alma insensible y fría un sentimiento de afecto que no había experimentado antes por nadie. El bandido era al fin un hombre y la voz de la naturaleza se hizo oír en aquel corazón empedernido. Amó a Gabriel y aquella afección fue tan vehemente como todas las suyas. No ignoraba que don Fernando Fernández de Córdoba no quería al expósito, y si no lo retiró de la casa, fue porque al dar ese paso habría despertado sospechas que le convenía evitar. Previo, sí, que por un motivo u otro, podía llegar al caso de que Fernández arrojara de su casa a Gabriel, y para ese evento había dado sus instrucciones con cautela a don Andrés. Díjole que se interesaba por aquel niño, que era hijo de un amigo suyo y había sido expuesto a las puertas de Fernández; que si éste lo despedía alguna vez, lo recogiera, y lo colocara en la casa del escribano Martínez de Pedrera; que le diera la carrera a que mostrara inclinación y que le suministrara, por su cuenta, cuanto pudiera necesitar, sin decirle quién le proporcionaba aquellos auxilios.

¿Sospechó Urdaneche que fuera aquel joven hijo del mismo don Juan? No podemos asegurarlo. En todo caso, nunca tuvo la menor idea de que pudiese ser el hijo de su hija. Montejo jamás había puesto un pie en su casa, y el anciano creía que ni conocía a doña Catalina, que vivía muy retirada.

Muerta la esposa de Fernández y resuelto éste a trasladarse a España, en ocasión en que don Juan de Montejo estaba ausente del país, hemos visto cómo desempeñó su comisión el viejo comerciante, tratando el asunto como un negocio de cuenta corriente y nada más. Cuando Montejo regresó, sabiendo que Gabriel seguía con distinción la carrera militar, le trajo de Egipto, donde había estado, aquel magnífico caballo árabe y los lujosos esclavos moros que tanto llamaron la atención en el paseo de Santa Cecilia. El jefe de los bandidos amaba cada día más a su hijo y todo le parecía poco para obsequiarlo y darle gusto.

Instruido de las relaciones amorosas de Gabriel y Matilde Espinosa de los Monteros, don Juan las aprobó y creyó muy conveniente el proyectado matrimonio. Temió, sin embargo, que si la orgullosa familia llegaba a descubrir que el joven no era más que un expósito, aun cuando él lo reconociera por hijo y acompañara el reconocimiento con una cuantiosa donación, podría frustrarse el enlace. Dejó, pues, que siguiera Gabriel apareciendo como hijo de Fernández y reservó la revelación del secreto para cuando estuviese hecho el casamiento. Contando con las considerables ganancias que habría de proporcionarle la especulación atrevida de Urdaneche, se proponía recompensar generosamente a todos los de su cuadrilla y disolverla, poniendo término a su vida de aventuras. Entretanto y aguardando que llegara la oportunidad de poner en ejecución aquel plan, se contentaba con ver continuamente a su hijo por aquel agujero abierto en el cuadro que cubría la comunicación entre el cuarto que habitaba Gabriel y la pieza contigua. Cuando el joven vio aquel ojo fijo en él y quiso averiguar la causa del hecho tan extraño, don Juan no hizo más que correr inmediatamente la tabla, que estaba bien asegurada por la parte de afuera, de modo que aunque Gabriel hubiera advertido algunas hendeduras, las habría atribuido a accidente natural de la madera.

Sabemos que había un individuo tan perverso como astuto empeñado en impedir el matrimonio de Gabriel Fernández con Matilde de los Monteros, y que todas sus intrigas no habían logrado romper las relaciones de los dos jóvenes. El abogado don Diego de Arochena, implacable y oculto enemigo del teniente, dirigía por el momento sus esfuerzos de desentrañar el secreto del origen de éste, pues de sospecha en sospecha y de deducción en deducción, había llegado al convencimiento de que Gabriel no era lo que parecía. La imaginación viva del licenciado lo condujo a entrever que existía alguna relación íntima entre aquel misterio y el jefe desconocido de la cuadrilla de bandidos que infestaba la ciudad. Hemos visto también que con ojo certero vio en la casa vacía y cerrada contigua a la del escribano Pedrera, un punto a que debía dirigir sus investigaciones, y sabemos cuál fue el resultado de la tentativa que hizo para averiguar quién era el misterioso habitante de aquella casa. Sorprendido en acecho por don Juan de Montejo, llamó éste a algunos de los bandidos, que andaban siempre no lejos de su jefe, y cargando con don Diego, maniatado y vendados los ojos, le condujeron a cierto lugar, donde hubo de pasar la noche en compañía de un cadáver. Era aquel sitio el cuartel general de la cuadrilla, punto central de la ciudad a donde no era fácil llegase alma viviente por las noches y cuya entrada se había proporcionado Montejo por medio de llaves falsas. Era preciso ser tan desalmado como aquellos bandidos para elegir semejante lugar como punto de reunión.

Sabemos también que aunque don Juan iba aquella noche embozado hasta los ojos y sin embargo de que fingía la voz al hablar a don Diego, una vaga sospecha atravesó la imaginación de éste. Creyó encontrar una semejanza notable entre aquel individuo y un sujeto que le era muy conocido. Reflexionó, comparó la estatura, ciertas inflexiones de la voz que no dejan de escaparse tales cuales son, por hábil que sea el que finge, y concluyó por figurársele que aquel hombre y el caballero don Juan de Montejo era la misma persona. Arochena había dado un paso más en el camino que debía conducirlo al descubrimiento completo de la verdad. Pero, aunque ponía en tortura su espíritu sagaz, no pasaba más allá del punto a donde había llegado, y parecía como si un muro de bronce se levantara repentinamente entre él y el objeto de sus investigaciones.

Una noche se paseaba don Diego en su gabinete, agitado y buscando la solución del problema que absorbía sus poderosas facultades intelectuales.

—Con una policía medianamente organizada, decía, en menos de seis meses podría darse con el misterioso Pie de lana; descubrir el papel que hacen en esa asociación de bandidos el caballero Montejo y el escribano Pedrera, pues estoy casi seguro de que ambos tienen mucho que ver con ella, y rastrear el origen del llamado Gabriel Fernández; pues, o estoy muy engañado, o ese secreto debe estar ligado con el encierro de la mujer que está en la casa del escribano.

Pero, ¿qué puede hacerse con eso que se llama entre nosotros policía? Con dos alcaldes, asistidos por media docena de corchetes, y con un mayor de plaza a quien siguen cuatro dragones, que creen haber hecho demasiado cuando han recogido unos cuantos borrachos y algunas mujeres de mala vida, no podrá darse jamás con Pie de lana ni con su cuadrilla.

Don Diego continuó paseándose, dando muestras de impaciencia. De repente se detuvo y dijo:

—¡Si lograra yo que me eligieran alcalde! Pero es imposible. No tengo partido entre esa gente rancia que forma el Ayuntamiento y elige para aquellos cargos. Si me presentara como candidato, me rechazarían ignominiosamente.

Guardó silencio durante unos tres o cuatro minutos, y continuó el monólogo:

—¿Y si me apoyara el presidente? ¿No haría eso inclinar la balanza a mi favor? Es muy probable; es casi seguro. Bustamante no quiere a esa gente, y se alegrará de imponerles un alcalde que no sea de su círculo. Todo dependerá de lo que yo me comprometa a hacer. El hombre es perspicaz y le gustan los caracteres atrevidos. Es necesario probar.

Don Diego acabó de madurar su plan aquella misma noche, y al siguiente día, como a las nueve de la mañana, se presentaba en palacio y solicitaba una audiencia. No se le hizo esperar mucho tiempo. El teniente general de la armada, don José de Bustamante y Guerra, presidente de la Audiencia, gobernador y capitán general del reino, recibió al licenciado don Diego de Arochena en su gabinete, de pie, junto a una mesa cargada de papeles. El viejo marino fijó la vista en aquel joven licenciado bizco y pelirrojo, a quien no conocía personalmente, pero de quien tenía noticias, a la verdad no muy favorables. Se lo habían pintado como un abogadillo a quien no faltaba talento; pero enredador y malicioso. Supuso que el objeto de la visita sería hablarle de algún negocio judicial pendiente, y se preparó a dar unas pocas respuestas, secas y concisas, a las argucias del leguleyo.

—¿Qué se le ofrece a usted? —preguntó el presidente, sin dar asiento a don Diego, ni tomarlo él mismo, como para indicarle que la audiencia debía ser corta.

—Vengo —contestó Arochena—, a hablar a vuestra excelencia de un asunto en que está interesado el servicio del rey; en dos palabras: a solicitar el nombramiento de alcalde de primer voto para el año entrante.

El viejo funcionario, medio asombrado y medio impaciente al oír aquella salida, tan diferente de lo que esperaba y que podía calificarse de insolente, atendidas las circunstancias del sujeto, contestó después de un momento de silencio:

—¡Usted alcalde de primer voto! ¿Ha perdido usted el juicio, o cree que soy yo un hombre con quien puede chancearse?

—Ni he perdido el juicio —replicó Arochena, en tono respetuoso, pero firme—, ni soy hombre que me permita chancear cuando se trata de asuntos graves.

—¿Cuenta usted con el voto de algunos de los electores?

—Con ninguno.

—¿Y cuál es su objeto al solicitar un puesto que no se da sino a los sujetos más distinguidos de la ciudad?

—Son dos: hacer un servicio importante al rey y vengarme.

—Siéntese usted, licenciado —dijo el capitán general—, y explíquese.

Diciendo así, el viejo marino, que había comprendido que su interlocutor no era lo que él imaginaba, le señaló la única silla que había en el despacho y que no solían ocupar más que personajes de grande importancia, y él tomó otra que estaba junto a la mesa.

—En primer lugar —dijo—, explíqueme usted breve y categóricamente, cuál es el servicio importante que se propone hacer al rey, si se le elige alcalde.

—Limpiar la ciudad en seis meses —respondió Arochena—, de la cuadrilla de ladrones y asesinos que la infesta y entregar a su cabecilla, el llamado Pie de lana.

Bustamante movió la cabeza como en señal de aprobación. Don Diego continuó:

—Procurar averiguar lo que haya de cierto acerca de los emisarios franceses, de que habla la circular de vuestra excelencia a los jefes de provincia y a los ayuntamientos del reino, del 12 de noviembre último; y si existen tales emisarios, aprehenderlos y entregarlos a la justicia.

—Bien —dijo el presidente—; el servicio a su majestad sería importante sin duda; pero yo, antes de decidirme a apoyar la pretensión de usted, contrariando todas las reglas, necesito saber con qué medios cuenta para llevar a cabo lo que tantos otros no han podido lograr hasta ahora.

—Cuento —contestó Arochena—, con la fuerza de mi voluntad; mis móviles son el deseo de distinguirme y el de vengar un agravio.

—¿Y de quién pretende usted vengarse?

—De uno que me ha jugado una burla sangrienta y que si mis conjeturas no me engañan, es el jefe oculto de esa asociación tenebrosa y a quien el vulgo llama Pie de lana. No puedo ni debo decir más. Si vuestra excelencia cree conveniente fiarse de mí y aceptar mi propuesta, repito que antes de seis meses la ciudad estará tranquila. Si no lo cree conveniente, sírvase vuestra excelencia hacer cuenta que nada he dicho.

El presidente guardó silencio. El caso era grave. La inteligencia perspicaz del viejo gobernador había comprendido que Arochena era capaz de hacer lo que ofrecía; pero por otra parte, imponer al Ayuntamiento un hombre sin las condiciones requeridas para un puesto tan importante y codiciado, era dar un golpe a las primeras familias del reino, que se le mostraban ya bastante hostiles. Después que hubo meditado detenidamente la resolución que debería tomar, dijo el presidente:

—Usted será elegido alcalde de primer voto; pero si antes de seis meses no me entrega a Pie de lana, lo remito a España bajo partida de registro y acabará sus días en uno de nuestros presidios de África.

Arochena hizo una profunda cortesía al presidente y se retiró.

Nadie supo en la ciudad lo que había pasado en aquella entrevista. Las elecciones de alcaldes para el año 1812 eran tan disputadas como siempre. Dos sujetos principales y de antiguos servicios pretendían el primer puesto y ponían en acción todos sus recursos para obtenerlo. El Ayuntamiento, el vecindario todo estaba dividido en bandos, tan encarnizados, como si se tratara de uno de los empleos más elevados e importantes de la monarquía. No se hablaba de otra cosa que de las próximas elecciones. Se computaban los votos, se calculaban las probabilidades de los candidatos, y cada concejal se veía asediado a toda hora y en todas partes por los pretendientes, por sus familias y allegados. Nadie sabía a cuál de los dos se inclinaba el capitán general, que debería presidir la elección y que tenía el voto de calidad, en caso de empate.

El día 1.° de enero desde antes de las ocho de la mañana sitiaba la puerta de las casas consistoriales una multitud de curiosos que ansiaba saber quién obtendría el triunfo. A las nueve entró en sesión el Ayuntamiento, y comenzó la elección. Los vocales eran catorce. Uno de los sujetos propuestos tuvo nueve votos y, con asombro de todos, obtuvo cinco el licenciado don Diego de Arochena, de quien nadie había hablado, ni habría sido fácil hablara para semejante puesto. Terminó el acto y el presidente se retiró a palacio, sin decir palabra. Los plácemes y enhorabuenas llovieron en el acto sobre el caballero que había obtenido los nueve votos. Nadie fijó la atención en que al salir el presidente de las casas consistoriales, se le acercó un desconocido y saludándolo con respeto, puso en sus manos una esquela cerrada.

Bustamante se encerró en su gabinete, abrió la carta y leyó lo siguiente:

«Elección nula. El sujeto nombrado no ha dado cuenta de una tutela que está a su cargo (Cédula de 12 de mayo de 1703). Los vocales del cabildo secular que eligen a un incapaz, lo quedan ellos para formar cabildo y no hacen número; en cuyo caso se debe confirmar la elección de un hábil, aunque haya sido hecha por vocales de menor número que los que eligen al incapaz; pudiendo el presidente hacer esta confirmación sin necesidad de nuevo cabildo (la misma cédula)».

Una hora después se comunicaba de oficio al Ayuntamiento que el presidente, gobernador y capitán general del reino declaraba nula la elección hecha aquel día, por haber recaído la mayoría de votos en sujeto inhábil; y que en virtud de lo prevenido en real cédula de 12 de mayo de 1703, confirmaba, sin necesidad de nuevo cabildo, la del licenciado don Diego de Arochena, que había obtenido cinco votos.

El golpe era rudo; pero estrictamente legal. La noticia cayó como una bomba sobre la ciudad, que en muchos días no volvió en sí del asombro; del estupro que le causó el ver elevado a un hombre de tan escasa significación, al primer puesto electivo del reino. El nombrado recibió aquel honor sin mostrar satisfacción. Parecía que él hubiese sido quien honrara al puesto y no el puesto el que lo honrara a él. Veremos después si se mostró o no digno de tan extraordinaria distinción.