CAPÍTULO XXIV

Revelaciones.

Parte segunda

Reunidas en la huerta de la casa del escribano, doña Catalina de Urdaneche y la hija del maestro de armas, la tarde siguiente a aquélla en que la señora hizo a la joven sus primeras revelaciones, sentáronse a la sombra de los árboles, cuyas elevadas copas doraban los últimos rayos del sol, próximo ya a su ocaso.

—Rosalía, mi buena amiga —dijo doña, Catalina, luego que se hubo alejado Antonio—, usted no ha llevado nunca y ojalá no lleve jamás el horrible peso de esa dura cadena que algunas mujeres tenemos la desdicha de echarnos al cuello, entregando nuestras almas, todo nuestro ser a hombres crueles e indignos, que abusan miserablemente de nuestra debilidad. Sin fuerzas para romperla, sin valor para intentarlo siquiera, nosotras mismas hacemos día por día más estrecho el nudo que nos ahoga y que llega a hacerse indispensable a nuestra triste existencia.

Tal había venido a ser mi situación cuando habían pasado nueve años desde el infausto día en que conocí a don Juan de Montejo. No contaba yo más que veintiséis años y el sufrimiento no había acabado aún de marchitar aquella funesta belleza que fue la causa de mi perdición. Apagada hacía tiempo la poca afición que aquel hombre duro y egoísta pudo haber sentido por mí al principio de nuestras relaciones, las conservaba por hábito y porque mi completa sumisión a su voluntad no dejaba de lisonjear su orgullo. El era mi señor, mi dueño, y yo la humilde esclava que habría besado con efusión el polvo que pisaban sus pies.

En aquellas circunstancias, el destino ciego, no contento con mis sufrimientos y con mi abyección, quiso hacer más espantosa mi suerte y dispuso las cosas de manera que el que correspondía a mi amor con la indiferencia, vino a convertirse en un verdugo despiadado y cruel. Sucedió que hubo de venir a Guatemala cierto caballero joven, llamado don Ricardo de Bustamante, de una de las familias principales de Tegucigalpa, en la provincia de Honduras, encargado por un tío suyo, sujeto muy rico, de realizar una gran partida de ganado. El tío conocía por desgracia a don Ramón Martínez de Pedrera, y escribió a éste recomendándole al sobrino para que lo dirigiera en el negocio y suplicándole encarecidamente lo alojara en su propia casa. Era muy joven, decía, y muy inexperto, y como siempre se ha tenido en las provincias del reino una idea exagerada de los peligros que ofrece la vida de la capital, temía el caballero sucediese alguna desgracia al mancebo, que habría de recibir una suma de dinero algo considerable.

Desde que Pedrera y don Juan de Montejo recibieron aquella carta, formaron seguramente el plan de apoderarse de los fondos, una vez que se hubiese realizado el negocio. Para asegurar el golpe era necesario que el provinciano se alojara en la casa, y desde luego resolvieron que así se haría. Mi presencia podía serles hasta cierto punto embarazosa; pero, ¿qué hacer de mí? Trasladarme a la casa contigua, era más peligroso, pues allí se verificaban las reuniones de los individuos de la cuadrilla, de algunos de los cuales iba a necesitarse probablemente, llegado el caso. Reflexionaron, por otra parte, que el don Ricardo no conocía a nadie en la ciudad, y proponiéndose Pedrera no separarse de él en los pasos que habría de dar para la realización del ganado, no sería fácil que se supiera por él que había una mujer en la casa. Decirle que era yo una joven sobrina de don Ramón, y que estaba para casarme con el hijo de uno de sus amigos, era suficiente. Así se hizo. Llegó Bustamante, que me pareció de gallarda presencia y de modales distinguidos; pero que, por lo demás, no hizo la menor impresión en mi alma, donde no había lugar para otro sentimiento que el que me inspiraba don Juan.

No sucedió otro tanto con don Ricardo. Me vio; mi funesta belleza hubo de inspirarle cierto interés y a los pocos días aquella afición se había convertido en un amor vehemente.

El pobre joven, considerándome libre todavía, aunque prometida a otro, no trató de ocultarme su pasión; antes bien aprovechaba todas las ocasiones que le dejaba la vigilancia del escribano para hacerme entender que me amaba. Yo me mostré reservada con él, y no le di el menor motivo que pudiera hacerle creer que aceptaba sus obsequios. Pero, por desgracia, mi seriedad, en vez de retraerle, encendía más y más el fuego que lo abrasaba; de tal modo que don Ramón llegó a advertirlo, y se apresuró a comunicarlo a don Juan. Los celos, unos celos violentos y salvajes, como todas las pasiones de ese jefe de bandidos, se despertaron en su alma, a la idea de que pudiera haber quién le disputara mi posesión. Disimuló, sin embargo, y previno a su cómplice redoblara su vigilancia y observara cuidadosamente todas mis acciones. Aquel hombre injusto, viendo que yo había sido débil con él, me hacía el agravio de creerme capaz de serlo con otro, sin fijar la consideración en que las circunstancias que me llevaron a ser esclava suya eran de aquéllas que no suelen presentarse dos veces en la vida.

Una noche acabábamos de cenar don Ramón, don Ricardo y yo, y Benito se había retirado ya. Llamaron a la puerta, y habiendo acudido el negro a ver quién llamaba, entró a avisar a su amo que uno de los señores de la real Audiencia deseaba verlo. Pedrera se levantó; pero antes de salir del comedor me hizo seña de que debía retirarme a mi habitación. Hícelo así, y el joven Bustamante no disimuló el disgusto que le causaba el ver que me alejaba de él.

Entré en mi cuarto, y como aún no era tarde, no cuidé de echar la llave y me senté en una butaca a reflexionar, como lo hacía muchas veces, sobre los azarosos acontecimientos de mi vida. Entregada a mis cavilaciones y con la espalda vuelta a la puerta, no vi que ésta se abría y que un hombre se introducía a mi cuarto. Cuando lo advertí, don Ricardo estaba ya a mis pies, declarándome su amor en los términos más apasionados y vehementes. Quise levantarme, llamar; pero el espanto mismo de que estaba poseída me dejó sin acción. El joven se apoderó de una de mis manos, la bañó con sus lágrimas y la cubrió de besos, sin que pudiera yo evitarlo. En aquel momento volví la cabeza a la puerta y el terror heló la sangre de mis venas. Vi a don Juan de Montejo, que me dirigía una mirada cuya expresión indefinible no olvidaré jamás. Lancé un grito de terror y caí sin conocimiento. Cuando volví en mí, don Ricardo había desaparecido. Nadie acudió en mi auxilio. Temblando cerré la puerta; me acosté y no pude conciliar el sueño en toda la noche. Esperaba yo que al siguiente día vendría don Juan y me horrorizaba la idea de arrostrar su cólera, por más que fuese yo inocente, pues no desconocía que las apariencias me condenaban.

Amaneció el siguiente día y nada sucedió. Pedrera estuvo festivo como siempre, sin más diferencia aparente que el repetir con mayor frecuencia cierta risa extraña que es habitual en ese hombre. Don Ricardo almorzó con nosotros, mostrándose tan agradable y cortés como siempre; pero lo que más admirará a usted, amiga mía, es que cuando don Ramón y Bustamante habían salido, llegó don Juan y su semblante no revelaba la cólera de que yo le suponía poseído. Me habló como de costumbre, y yo, viendo que nada me decía de lo ocurrido la noche anterior, provoqué la conversación y quise darle explicaciones. Me contesto fríamente que no comprendía lo que quería yo decirle; que él nada había visto, y que probablemente había yo soñado la escena que le refería.

Atendida la naturalidad de sus respuestas, llegué a sospechar si el miedo me habría hecho creer que veía a don Juan y como pasaron tres o cuatro días sin que ocurriera otro incidente, comenzaba ya a recobrar alguna tranquilidad. Pero ¡ay! yo no sabía que aquella calma aparente de la pasión que abrigaba el alma del jefe de los bandidos era precursora de la más horrorosa tempestad.

El joven Bustamante había recibido y traído a casa veintidós mil pesos, precio del ganado, y guardándolos en uno de sus baúles, en el cuarto que ocupaba. Tres noches después del día en que recibió aquel dinero, dormía yo profundamente, y desperté oyendo pasos en mi habitación. Cuando abrí los ojos, habría querido volver a cerrarlos para siempre. Don Juan, con un semblante cuya expresión satánica no acertaré a expresar, estaba a dos pasos de mi lecho, armado y con una linterna en la mano. Se había introducido en mi cuarto por una puerta secreta que daba a la casa vecina.

—Levántese usted —dijo—, y poniendo la lámpara sobre una mesa, se sentó en una butaca y me volvió la espalda, mientras me vestía. He dicho ya que no tenía yo voluntad propia delante de aquel hombre. Obedecí, y cuando estuve vestida, se puso en pie y volviéndose hacia mí me dijo con acento terrible:

—Usted me ha traicionado. Por un advenedizo a quien acaba de conocer, ha violado sus juramentos y faltado a la fe que me debía. Ahora va usted a ver cómo sabe don Juan de Montejo castigar los agravios que se hacen a su honor.

Caí de rodillas a los pies de aquel hombre y bañada en lágrimas le supliqué me escuchara y que suspendiera su venganza. El bárbaro no atendió a mis ruegos. Mis cabellos destrenzados pendían sobre mi espalda. Los enrolló en su mano y tirando fuertemente me sacó del cuarto arrastrándome, y me llevó al que ocupaba don Ricardo, que estaba abierto e iluminado. Cuando entré, me heló de espanto el espectáculo que se ofreció a mi vista. Bustamante, con una mordaza en la boca y atadas las manos a la espalda, estaba en pie cerca de su cama y custodiado por cuatro individuos de aspecto feroz, a quienes yo no había visto nunca. Uno de los baúles del joven estaba abierto y se veía una cantidad de dinero en el extremo de una mesa. En el otro extremo escribía don Ramón Pedrera con la mayor tranquilidad. Pendiente de una de las vigas que daban sobre la cama estaba un lazo. Al verlo comprendí que iba a tener lugar una escena espantosa y lancé un grito.

—La he traído a usted aquí —dijo Pie de lana, para que sea testigo del suplicio de su amante, y para que pueda darle el último adiós.

El desdichado don Ricardo movió tres veces la cabeza a un lado y otro, como negando el cargo que envolvía aquellas palabras; pero el implacable bandido a nada atendió. Hizo una seña a sus esbirros; hicieron éstos subir sobre la cama al pobre joven y echándole el lazo al cuello, consumaron el horrible crimen. Cuando el desventurado hubo exhalado el último aliento, le desataron las manos y derribaron una silla junto a la cama.

Yo estaba muda de espanto; pero repentinamente sentí que se verificaba en mi alma una revolución inesperada, de esas que suelen experimentar los espíritus más débiles cuando llega a su límite extremo la exasperación que causa la injusticia.

Había yo caído de rodillas; me levanté y dirigiéndome a aquel verdugo, le dije:

—Monstruo, desde hoy más nos separa un abismo que nada podrá llenar. Yo no amaba a ese joven, que ha venido a ser víctima de tu furor y de tu rapiña. Pero, óyelo: ahora lo amo; sí, adoraré su memoria como la de un mártir; su recuerdo estará unido a mi existencia para siempre y cuando suene la hora del castigo, me verás a tu lado implacable como tú lo has sido, vengadora como la justicia de Dios, pidiéndote cuenta de este nuevo crimen y llamándote a gritos asesino.

Sin que nadie tratara de impedírmelo, subí a la cama y estrechando en mis brazos el cadáver de don Ricardo, besé religiosamente sus manos, de las que se había apoderado ya el hielo de la muerte.

—Pedrera —dijo don Juan—, sin alterarse, haga usted que encierren a esa loca y que se cumplan mis órdenes exactamente.

Los cuatro bandidos compañeros de Pie de lana se apoderaron de mí y conduciéndome a mi habitación, me dejaron encerrada. Pocas horas después, antes de que amaneciera, me trasladaron al patio de esta casa, y a los tres días advertí que me hallaba en una verdadera prisión, pues tapiando la puerta que daba al patio exterior, habían puesto en vez de ella un torno como los que hay en las porterías de los conventos de monjas.

Lo primero que vi en aquel torno, media hora después que lo habían puesto, fue un paquete cerrado y un lazo. Tomé aquellos objetos; una terrible idea atravesó mi imaginación al ver aquella cuerda, nueva y fuerte. Abrí el paquete, esperando encontrar alguna explicación y vi que contenía la copia de una información judicial, seguida a solicitud de don Ramón Martínez de Pedrera, sobre el suicidio de su huésped, don Ricardo de Bustamante.

Tuve fuerzas para leer aquel documento. Resultaba de él que a la mañana siguiente a la noche en que tuvo lugar el espantoso suceso, don Ramón, advirtiendo que su huésped no salía de su cuarto, ni respondía, sin embargo de que se había llamado a la puerta muchas veces, fue a buscar un alcalde, el que acudió con cuatro alguaciles y un cerrajero. Habiéndose hecho saltar la cerradura, entraron y vieron el cuerpo de un hombre, pendiente por el cuello de un lazo asegurado en una viga, sobre la cama, y que formaba un nudo corredizo. El hombre parecía haber muerto hacía algunas horas. Una silla estaba caída junto a la cama, lo cual hacía suponer que el suicida había subido sobre ella y empujándola con el pie para quedar pendiente de la cuerda. Los baúles estaban cerrados y las llaves se encontraron en el bolsillo del chaleco que tenía puesto el difunto. Un reloj de oro, que parecía de bastante valor y algunas sortijas con brillantes estaban sobre la mesa. Abiertos los baúles, no se encontró en ellos dinero alguno. Sobre la mesa estaba una foja de papel, en la que había escritas algunas palabras. Habiéndola leído el alcalde, vio que era una declaración escrita y firmada por don Ricardo de Bustamante, en que decía que habiendo tenido la desgracia de perder en las tres noches anteriores la cantidad de veintidós mil pesos en algunas casas de juego, que no debía designar, y no teniendo valor para presentarse a su tío, a quien pertenecía aquella suma, después de haberla perdido, había resuelto poner fin a su vida. Pedía perdón a su tío y añadía que dejaba consignada aquella declaración, para que no se hiciera cargo a nadie de su muerte. El alcalde agregó aquel documento a la sumaria que comenzó a instruir y también otros escritos de puño de don Ricardo que estaban sobre la mesa, a fin de que pudiera compararse la letra. Se hizo constar que el cuarto estaba cerrado por dentro y que había sido necesario forzar la puerta.

El alcalde ignoraba, como todos, que el tabique que separaba aquella pieza de la contigua era de tablas gruesas, que algunas de ellas estaban colocadas de modo que podían correrse con facilidad y dejar un hueco por el cual podía pasar un hombre. Que la juntura estaba cubierta con un cuadro que representaba tres jugadores y tan perfectamente disimulada con el papel que tapizaba la habitación, que no era posible advertirla, aunque se quitara el cuadro.

Agregada a la copia de la información encontré una tira pequeña de papel, en la que estaban escritas unas pocas palabras de letra del malvado Montejo. Decían así:

«Ese lazo es la cadena de matrimonio de don Ricardo de Bustamante con doña Catalina de Urdaneche».

Besé con religioso respeto aquel instrumento de martirio, y desde aquel día lo puse, enrollado y pendiente de un clavo, sobre mi cama.

La señora guardó silencio durante un rato, y Rosalía, profundamente conmovida, no pronunció una palabra. Después continuó diciendo doña Catalina:

—El crimen quedó oculto a los ojos de los hombres y hasta hoy permanece impune. Montejo no pierde ocasión de abrir de nuevo mi dolorosa herida. Me hizo pasar las cartas del tío de don Ricardo en que lamentaba la horrible desgracia y decía que nada le habría importado la pérdida del dinero. Otra vez encontré en el torno un pañuelo con las iniciales R. B. y una tira de papel en que decía que conservara yo aquella prenda del suicida. En fin, amiga mía, sería cansar a usted el referirle todas las torturas que ese malvado imagina cuando está aquí para atormentarme. Pero la más cruel de cuantas me hace sufrir es la de negarse a decirme qué ha sido de mi pobre hijo. Dice que lo sabe, que lo conoce, que lo ve, y que yo jamás sabré quién es ni dónde está. ¡Ah, amiga mía! Si ese hombre cruel, a quien debo más de veinte años de desdichas, me hiciera conocer a mi hijo, le perdonaría yo todo el mal que me ha hecho y lo serviría de rodillas, como la más humilde de sus esclavas.

Más de doce años hace vivo en esta prisión, sin comunicación con persona viviente, a no ser el criado negro de don Ramón, que me habla por el torno algunas veces. De cuatro años acá, mi desdicha se ha hecho más horrible, pues una enfermedad cruel, de ésas que no matan pronto y que hacen sufrir terriblemente, se ha apoderado de mí. Jamás he logrado que me proporcionen un médico, ni he recibido auxilio alguno. Y sin embargo, hoy bendigo esa enfermedad, pues ella ha venido a proporcionarme el consuelo de conocer a usted, de verla, de hablarle, y de que me sea dado depositar mi doloroso secreto en el seno de un ángel, a quien debo, lo repito, las primeras horas de alivio que mis penas han experimentado después de tantos años.

Diciendo así, doña Catalina de Urdaneche derramó algunas lágrimas y estrechó a Rosalía contra su corazón. La joven estaba pálida de emoción, y sin poder articular una palabra, no hacía más que sollozar.

Al fin, haciendo un esfuerzo, cobró algún aliento y dijo a la señora:

—Mi buena amiga, es necesario que los padecimientos de usted tengan término, ya que usted no quiere que avise yo a la justicia, salga usted de esta prisión; muy fácil es que usted pase a mi casa, y de allí a la casa de su padre que, después de más de veinte años que han pasado, no ha de ser tan duro, que no le abra sus puertas y perdone su falta. Resuélvase usted; salgamos ahora mismo de esta horrible cárcel.

—No, Rosalía —contestó doña Catalina—; ya he pensado en eso, y no puede ser. Es verdad que mi padre tal vez no me negaría su perdón, al saber lo que he sufrido; pero expondría yo gravemente su vida al acogerme a su casa. Don Juan me lo ha dicho así, y no es hombre que amenace en vano. Dispone de grandes medios para hacer el mal y aunque cayera su cabeza en el patíbulo, no por eso estaría mi padre seguro de una desgracia. Por otra parte, yo sufro aquí, es verdad; pero, ¿a dónde quiere usted que vaya que no dé conmigo mi verdugo? Esperemos que la justicia de Dios, cansada al fin de tolerar a ese malvado, recobre sus fueros, e imponiéndole el castigo que merece, me proporcione la libertad. Entonces, amiga mía, yo no haré más que cambiar de prisión, pues con la enfermedad que padezco no me será dado comunicarme con nadie. No hay más que un ser en el mundo, añadió doña Catalina sollozando, a quien no causaría horror mi situación y que no me negaría sus caricias, y ése no sé dónde está. Quizá pasaría yo junto a él, y apartaría de mí los ojos sin conocerme.

Rosalía no insistió ya, y prometiendo a la señora continuar viéndola con frecuencia, se volvió a su casa, con el corazón hecho pedazos de dolor.